Dom 04.05.2014
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RECORDANDO CON IRA

Un escritor que ha conocido cierto éxito, pero parece no llevarse del todo bien con las nuevas formas de figuración en el firmamento literario, decide retirarse de escena. Y contar lo que le pasa. Entonces, con maestría y nostalgia, habla de su infancia, de la voracidad lectora, las bibliotecas, los editores, los colegas, y de cómo funciona o debería funcionar la mente de alguien que se dedica en cuerpo y alma a la literatura en tiempos tan antiliterarios. El Escritor luce un tanto enojado y gruñón. El autor y el Escritor de La parte inventada no son necesariamente la misma persona, pero la nueva novela de Rodrigo Fresán viene levantando polvareda acerca del mito del escritor que se refugia en los clásicos contra la tiranía de las pantallas. La parte inventada es, entonces, un texto más que oportuno para disparar debates pendientes sobre la relación de los libros con el universo digital. Aquí, lanzan las primeras piedras Alan Pauls, Enrique Vila-Matas, Ignacio Echevarría y Patricio Pron.

› Por Alan Pauls

Rodrigo Fresán está enojado. Puede que las cuotas de enfurruñamiento y rencor que destila su nueva novela obedezcan a una situación crítica y a la necesidad de repensar su propia posición de escritor en un paisaje poscultural donde la etnia pop, acaso por primera vez, está en franco retroceso, pero es imposible leer La parte inventada sin asombrarse, sin gozar hasta la carcajada de las páginas y páginas que Fresán, un escritor hasta ahora más bien agradecido, que ostentaba el raro privilegio de escribir y dejarse escribir siempre por lo que lo atraía, lo que amaba, lo que lo inspiraba, consagra ahora a la práctica sistemática del gruñir, criticar, maldecir, condenar. Siempre es apasionante que un escritor sufra esa clase de conversión, porque lo que cambia en él –muchas veces sin él, incluso contra él, muy excepcionalmente con el grado de autoconciencia que delata La parte inventada– no es necesariamente el mundo imaginario, ni el horizonte temático, ni las elecciones de género o de composición de su literatura, sino simplemente la actitud, el mood, la colocación, eso que da la clave de un libro desde la primera página hasta la última y convierte al libro en un gesto.

Al revés que la obra anterior de Fresán (y también que sus intervenciones en el periodismo cultural), eufórica y celebratoria aun cuando husmeaba en los lados muy oscuros de las cosas, el mood de La parte inventada es amargo, atrabiliario, extraordinariamente hostil para los standards de un escritor que se movía como pez en el agua en su contemporaneidad, y parecía mantenerse envidiablemente inmune a todos sus flagelos. Los blancos de la vituperación fresaniana se reconocen fácil, a la legua, y se alistan todos a las órdenes de esa nueva forma de degradación que es la cultura de la pantalla: la telefonía celular, el ebook, la concisión neoanalfabeta de Twitter, la maledicencia cobarde de la mundanidad blogger, la amnesia como condición sine qua non de la existencia online, el furor de la figuración literaria, la inflación vulgar del ser (del ser escritor, básicamente) en un contexto de hipervisibilidad e hiperpersonalismo en el que el hacer ya no significa nada, a menos que esté hecho de 140 caracteres.

Por supuesto: la novela se llama La parte inventada, y la víctima atormentada de estas plagas no es Fresán (no más que yo, que el que lee estos renglones o que cualquiera que se estremezca un poco al escuchar que la categoría identitaria en la que encaja es usuario) sino el protagonista absoluto de su novela, un escritor llamado el Escritor que nació en 1963 en un lugar llamado Canciones Tristes, que gozó de cierto éxito y fama y predicamento en cierta “maldita década”, que renunció a reproducirse para dedicarse a escribir y que ahora, convertido en un uomo di una certa età –la “última edad-frontera”, como llama la novela a la cincuentena– se ha quedado sin combustible literario, escribe poco y lento y se entrega con ahínco a dos pasiones complementarias, las únicas que lo distinguen todavía del muerto-vivo que será: escanear los secretos de su bancarrota literaria y pasar a degüello a todos los agentes externos que la promovieron o se la recuerdan. (El ejército de agentes incluye a la sensacional IKEA, una especie de Barbarella de las letras, más joven y más exitosa, muy en sincro con el mundo, que –en la escena más sexy y depravada del libro– se topa con el Escritor en una guardia de hospital, de madrugada, y en un furtivo clinch de erotismo centrífugo le deja en claro cómo son realmente las cosas.)

No, la víctima no es Fresán, aunque el Escritor tenga en su panteón a Francis Scott Fitzgerald, Bob Dylan, Stanley Kubrick y Pink Floyd, fetiches confesos del Fresán ciudadano (todavía) argentino, y aunque haya explotado hasta el abuso la expresión defecto especial, hallazgo de puño y letra del sujeto jurídico que firma libros como Historia argentina, Mantra o Jardines de Kensington. Pero ¿qué si lo fuera? (Después de todo, el libro se llama La parte inventada.) Parte (no inventada) del entusiasmo que produce La parte inventada se debe a la descarada crudeza con que Fresán, quizá por primera vez, decide hacer presente en lo que escribe no su vida personal (de la que todos sus libros hacían aparecer siempre alguna huella) sino una materia más compleja y, sobre todo, menos apta para complacencias: la experiencia de un malestar. Eso que el Escritor siente en la parte baja del pecho y lo arrastra en medio de la noche a la guardia de hospital donde espera durante minutos que parecen horas, extasiado con la fauna de sufrientes nocturnos, barajando hipótesis de enfermedades terminales y de cuentos –ese mal difuso, sin forma y sin nombre, es el corazón del libro, la parte verdaderamente no inventada de una novela que, por lo demás, multiplica al máximo, frenéticamente, las estrategias de la ficción autorreflexiva (ecos, duplicaciones, puestas en abismo, relatos enmarcados, leitmotivs, loops)–.

El malestar es el hilo de oro que trenza a la novela con su propio archivo cultural (¿adónde iremos a parar con nuestros libritos en este páramo de ágrafos flexibilizados?) y al Escritor con su admirado Scott Fitzgerald, el Fitzgerald del alcohol y el desastre, el del crack-up, y con Tierna es la noche, obra maestra malograda sobre el malestar, cuyo protagonista, el brillante Dick Diver, no llegó a ser lo que prometía –“el más grande psicólogo de todos los tiempos”– “por una falla decisiva en su estructura: la parálisis a la hora de juzgarse a sí mismo y atreverse a mirarse por completo”, un diagnóstico muy similar al que podrían haberle dado al Escritor en su consulta de trasnoche si el médico de guardia no hubiera mordido el anzuelo de la gastritis. La “falla decisiva” es una, y una sola: ya no ser contemporáneo (del mundo, de sí mismo). Punto ciego, opacidad radical, el malestar es a la vez la realización y el límite de la voluntad autobiográfica. Hay malestar porque la autobiografía es imposible. ¿Qué queda, entonces, sino buscar una salida? La cuestión no sería tan peliaguda si el problema fuera que el mundo se ha vuelto intolerable. Pero ¿qué pasa cuando es el escritor el que ya no se tolera en el mundo en el que vive?

La solución por la que opta el Escritor de La parte inventada es drástica pero muy à la page: desaparecer en un acelerador de partículas suizo. Una manera bastante ingeniosa de fugarse sin retroceder, renunciar sin sacrificar velocidad. La pregunta sería: ¿cómo desertar sin ser conservador? O, en palabras del malestar del que la novela de Fresán es síntoma: ¿cómo repudiar el presente sin ser un viejo choto? Fresán no es ingenuo: su Escritor será una víctima pero es vanidoso, mezquino, acomplejado, y muchos de los dardos que dispara contra sus enemigos contemporáneos no nacen de una descripción crítica del estado de cosas contemporáneo sino de su mera incapacidad para describirlo, de su inadecuación a él, del hecho más o menos banal (que el Escritor, sin embargo, vive como la conspiración de un mundo imbecilizado) de que la gloria de que un escritor goza en cierta época cambie, merme o se eclipse en la siguiente. El malestar en La parte inventada tiene un costado reaccionario evidente: es todo lo que la novela hace caer en la lógica nostálgica del Antes/Ahora, según la cual todo tiempo pasado fue mejor y el presente no nos depara más que declinación y amargura. “Antes se leía en papel con perfume/ Ahora los ojos se pasean sin ver por pantallas brillantes...” Pero hay otra dimensión que es conjetural y permanece siempre abierta, siempre de cara a lo que vendrá, y es precisamente la parte de invención que el malestar exige para metamorfosearse en una pasión menos triste que el resentimiento. No la parte inventada: la parte por inventar.

Eso, en la novela de Fresán, se llama genealogía. Denuncia cascarrabias de un statu quo guarango, fundado en la soberbia de un puñado de gadgets portátiles, La parte inventada es también la apuesta a un movimiento que imagina que inoculándole genealogía –es decir: continuidad, duración y trasmisión, eso que en otra época se conocía como historia– quizás este mundo sea algo menos inmundo de lo que es, de lo que amenaza con ser. Genealogía es esa especie de linaje literario-vital que atraviesa toda la novela y va de Sarah y Gerald Murphy –anfitriones americanos en la Riviera francesa en los años ‘20, modelos de la pareja protagónica de Tierna es la noche– a Scott y Zelda Fitzgerald, y de ahí a los padres semilocos del Escritor, y de ahí a la literatura misma del Escritor, y de ahí al escritor mismo, todos eslabones que se espejan y mimetizan y versionan unos a otros en un continuo reversible en el que la literatura no experimenta la vida sin que la vida escriba lo que la literatura experimentó. Abundan en La parte inventada los personajes que se modelan a sí mismos a partir de héroes o heroínas de novela, de cine, de música. Ese bovarismo podría ser cómico o ridículo. Si en cambio resulta conmovedor, es quizá por la nitidez con que en la novela se recorta contra el fondo de odio, y acaso de terror, que le inspira un panorama donde las identificaciones (al menos las conocidas, las que exigían alguna clase de otro, ya fuera existente o de ficción) se extinguen como tecnologías pasadas de moda. Ser o hacer como son o hacen otros en una novela o una película pasa a ser más que parecerse; pasa a ser filiarse, inscribirse en una continuidad, entrar en una progenie.

La biológica –la de los padres y los hijos– es la otra genealogía en la que insiste La parte inventada. Es como si, autoesterilizado el Escritor, los niños se pusieran a pulular por todas partes (en las libretas de notas del Escritor, sin ir más lejos). Fresán ya había desplegado a menudo la versión mítica de la infancia que informaba su concepción de la literatura. Pero solía ser una infancia en pasado, la que los escritores recordaban y, en tanto escritores, preservaban religiosamente, en el formol de una práctica soberana. El escritor: his majesty the baby. Una de esas “infancias de escritor” es la que la novela reconstruye en el primer capítulo, uno de los más hermosos del libro. Pero hay otras igualmente importantes –algunas de ficción– y son de otros –de otros que no necesariamente son escritores–, y son infancias que duran porque son futuras, inciertas, imprevisibles. No son niños que estuvieron antes, son niños que vienen después.

Pero, por amorosas que sean, las genealogías son jerárquicas, creen en el antes y el después, la causa y el efecto, y se llevan mal con el horizontalismo recalcitrante, la compulsión simultaneísta y la festiva indiscriminación de la cultura pop. Esa controversia es otro de los núcleos de malestar de La parte inventada, quizás el más importante para calibrar la zona de crisis donde la novela se instala con toda desfachatez. Como era de prever tratándose de Fresán, hay fetiches pop en la novela, muchos, todos inconfundiblemente fresanianos, desde el Mickey aprendiz de brujo de Fantasía hasta el doctor Heywood Floyd de 2001 odisea del espacio, pasando por los Kinks, “A Day in the Life” de Los Beatles y Darth Vader. Un capítulo casi entero se dedica a pormenorizar una devoción insana por Wish You Were Here, el disco de Pink Floyd. Son momentos fuertes pero solitarios; se los ve ensimismados, como si la pasión que los anima girara sobre sí misma y la novela de algún modo los aislara. Algo de la fuerza o la naturalidad con que esos monólogos de fan aparecían en los libros anteriores de Fresán se ha aletargado. ¿Qué hacer, pues, con esos objetos de amor, cuando el juego de lenguaje del fanatismo ya no tiene la menor resonancia? ¿Cómo hablar de ellos? ¿Cómo darles esa posteridad que a la cultura pop nunca le interesó darles? En ese punto La parte inventada tiene una tesis e inventa una solución. La tesis: sólo hay un dador de posteridad, y es la literatura (no el pop, antigenealógico por definición); la literatura es genealógica porque es indeterminada, insaturable; el pop, en cambio, es estéril, porque en el pop –es la ley del fan– se trata de tener siempre la última palabra. La solución: escribir los objetos de amor como si fueran literatura, es decir: monumentos clásicos, al mismo título que Tierna es la noche o Cumbres borrascosas, los dos grandes objetos literarios que presiden La parte inventada. Acorralada la cultura pop por las fuerzas de la cultura pantalla, dice Fresán (sabiendo el riesgo que corre su perfil de “escritor pop”, saliendo incluso él mismo a discutirlo), sólo queda ser clásico. Es la única manera de seguir escribiendo.

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