› Por Ana María Shua
El ser humano no es mejor ni peor que hace miles de años. Egoísta en su esencia, todo su poder sobre este mundo lo ha obtenido, sin embargo, de la colaboración con los demás. Es capaz de inventar complejísimos artefactos médicos para salvar a las personas enfermas una por una, y extraordinarios artefactos de guerra capaces de destruir cientos de miles de congéneres en una sola explosión. Hoy ha logrado crear organizaciones internacionales capaces de levantar la cabeza por encima de la tribu y mirar al conjunto de la humanidad.
Cuando Lula lanzó en Brasil su proyecto Hambre Cero, comenzó por una exhaustiva investigación para establecer con precisión dónde, cuándo y cómo acechaba el hambre en su país. Para sorpresa de muchos, se descubrió que, como problema sanitario nacional, la obesidad ya estaba más extendida que el hambre.
La obesidad en la pobreza es un fenómeno nuevo, aparecido en los últimos cincuenta años, que da cuenta del progreso de la humanidad. Sin disminuir la gravedad de una situación que incluye y encubre, con frecuencia, cierto grado de desnutrición, es innegable que ser obeso es mejor que morirse de hambre.
De acuerdo con datos de la FAO, el número de personas que pasan hambre en el mundo ha pasado de 1000 millones en el bienio ’90/’92 (un 18,6 por ciento de la población mundial) a 868 millones en 2010/12, es decir, un 12,5 por ciento de la población. Una cifra de todos modos intolerable, inaceptable, pero menor incluso en números netos.
La población mundial ha aumentado a una cifra que excede ya los 7000 millones de personas, y sigue aumentando, gracias a los progresos en la medicina y la producción de alimentos. Los seres humanos, convertidos en una especie de plaga que atormenta el planeta, sabemos que sólo la prosperidad podrá controlar el aumento desmesurado de la población. En muchos países ya está sucediendo: las sociedades desarrolladas tienen menor tasa de natalidad. Los expertos aseguran que hacia el 2050 comenzará un descenso importante en la población mundial.
Si la realidad todavía muestra un grado de desigualdad atroz, por primera vez en la historia de la humanidad los ideales generales son la libertad, la igualdad y la justicia. (En materia de fraternidad se han hecho tan pocos progresos que ya casi ni como ideal se la recuerda.) Hoy, ni siquiera los representantes de los partidos más retrógados y conservadores se atreven a proponer abiertamente como ideal la protección de los privilegios de unos pocos y las ventajas de mantener a los demás “en su lugar”. Aunque lo implementen en sus políticas, se han visto obligados a desterrarlo de su discurso. Hasta el capitalismo más salvaje necesita desarrollar mercados, aumentar el número de consumidores. Ciertas formas de la esclavitud siguen existiendo, pero nadie se atreve a aplaudirlas. Por primera vez las prostitutas se consideran mujeres comunes y corrientes víctimas de la trata, y no escoria desechable o heroínas románticas.
Si la fraternidad está lejos, hay que admitir sin embargo que la inteligencia humana ha permitido, también por primera vez, controlar el uso de las armas. La idea de una catástrofe nuclear, que parecía casi inevitable en los años ’50, se ha alejado hoy y esperemos que siga lejos. En el libro de caballerías Tirant Lo Blanc, antes de partir hacia la guerra, un padre clava un cuchillo en el ojo de un animal y con el chorro de sangre que brota baña a su hijo recién nacido para convertirlo en el más feroz de los guerreros. Hoy no hay grupos humanos que endiosen de ese modo la violencia, aunque la ejerzan. La guerra permanece, pero hace mucho que ha dejado de ser un ideal.
Descendiendo de tan altas miras a un pequeño detalle de la vida cotidiana, consideremos la cuestión de las rueditas. Varios pensadores se han preguntado, sin una buena respuesta, por qué, siendo la rueda un descubrimiento tan antiguo, es tan reciente la invención de las valijas con rueditas. Mi incurable optimismo personal me lleva a pensar que se trata de otra muestra del progreso de la humanidad y su avance hacia una sociedad más justa. Mientras la mano de obra fue ridículamente barata, mientras cargar peso fue un problema o un trabajo de los pobres, las valijas con rueditas no existían. Sólo cuando una importante masa de población, cómodamente instalada en la clase media, pudo empezar a viajar por placer y el encarecimiento de la mano de obra hizo que los viajeros se vieran obligados a cargar sus propias valijas, alguien descubrió el nicho del mercado y comenzó la producción del nuevo tipo de equipaje. En el terreno internacional, las valijas con rueditas están en el mismo renglón que las dificultades para encontrar empleada doméstica: son signos de prosperidad.
A pesar de todo, todavía hay esperanzas para este mundo.
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