TEATRO. LA DESPEDIDA A NORMA PONS
› Por Claudio Zeiger
Unos apuntes para un perfil desordenado de Norma Pons no podrían empezar sino citando a Tita Merello, pionera desde el fondo de la genealogía, de las divas con filo: “Se dice de mí”. Lo importante (de artistas hablamos) es cómo lo dice. Norma era la voz, y más que la voz –tabaco y noche– un decir con arrastre y muletillas suspendidas en el aire, un instante de desazón a la búsqueda de la causa remota que se escapa envuelta en una nube de tango y misterio: porque... porque... Ella quería decir por qué algo era como era o no había sido. Improvisaba respuestas largamente masticadas, confesaba pecados ambiguos y, como Onetti, no terminaba de romper nunca el velo del secreto.
En estos últimos días, antes y después de su muerte (se saturaron los programas de televisión con entrevistas), Norma buscaba explicarse a sí misma, a veces desde el perfil desopilante de quien dice lo que le viene en gana, a veces manejando la pausa, el tempo dramático como ninguna, fascinando a los jóvenes en el rol de abuela maravilla, puro desparpajo. El domingo, en La celebración, se la pudo ver en su último papel televisivo, haciendo de la suegra torturante de Mercedes Morán, la abuela escatológica a la que sacan del “residencial” para participar de un festejo familiar y arruinarlo porque dice la verdad, y mientras crepita el fuego de la hoguera, ella mira. Reflexiva, con una copa de vino tinto en la mano y el cigarrillo (¡el maldito, inevitable cigarrillo!) en la boca. Norma haciendo de sí misma, hablando de sí misma, o duplicada en el último de los interminables sketches con su hermana Mimí. (Mimí, caso aparte, encarnación de la voz de Norma, jugando entre el dolor y la ternura infinitas a las hermanas Macana, retándola todo-el-tiempo porque fumaba, porque no comía, porque no cuidaba la plata, la ropa, el hogar; Mimí, la versión rescatada de Norma, pero no la pinchen mucho porque es tan tremenda como Norma.)
Sábado a la noche, previa involuntaria de la pelea de fondo entre Afano Mayweather y el Chino Maidana, en la casa televisiva de Mirtha Legrand. Homenaje a Norma con la presencia de Estela de Carlotto, la propia Mimí, Diego Peretti. El clima un poco tenso al principio, quizá porque Carlotto y Mirtha se reencontraban después de mucho tiempo, pero la emoción del recuerdo de Norma arrasó con toda prevención. Alto riesgo. Mimí relató el momento en que hacia el mediodía encontró el cuerpo de Norma, de espaldas a la entrada al departamento, reclinada en un sillón alto, mirando la televisión prendida a volumen muy bajo (parecía la versión Muscari de “Continuidad de los parques”); Mimí que se acerca y ya va a retarla, hasta que se da cuenta, empieza a los gritos, entra la hija de Mimí, cree que le pasa algo a Mimí, cobran conciencia. Final estruendoso. Cae el telón. Después, en la conversación entre plato y plato, enhebraron un collar de mujeres argentinas: Mimí destaca, del velatorio en la Legislatura, la corona enviada por la Presidenta, y señala “que le gustó que decía Cristina Fernández, no Kirchner” (de mujer a mujer); Peretti (astuto) le pregunta si se conocieron, Mimí cuenta que sí, en la presentación de Incaa TV, Cristina vio a las hermanas y enfiló hacia ellas, las besó y abrazó. Mimí acota los celos que habrá sentido Andrea Del Boca; Mirtha empieza a poner carita de mucha letra K en mi mesa; Mimí recalcula y dice que las últimas flores que se llevó Norma eran las de Mirtha Legrand; Mirtha se ilumina: “Sí –dice–, me lo habían dicho”. “Vos eras la gran diva argentina para Norma”, remata Mimí. Ni el General habría manejado tan bien el consenso.
Ultimamente Norma narraba su vida como una suerte de coronación tardía. La consagración de La casa de Bernarda Alba le había dado ese clásico que le fuera esquivo antes, acompañado por el éxito de las luces y el público, los bocinazos por la calle, los saludos (“sos yegua, Marta”, contaba que todavía le decían cariñosamente), pero –cara de trago amargo– ya no podría hacer Yerma. El cine tampoco le había reservado un gran papel. “Yo soy teatro”, repite, resume, en una entrevista que pasaron estos días en canal Encuentro. “En esta casa, hasta el pan que se compra todos los días huele a teatro”, decía ya con voz de declamadora, a lo Berta Singerman.
Norma contaba los comienzos en Canal 13, a donde las hermanas fueron a dar “de casualidad”, las descubrió Marrone y las llevó derechito al Maipo. “Mimí tenía buena delantera; yo no, pero tengo buen culo. Juntas éramos la mujer perfecta.” Atrás, un pasar rosarino, hijas de un empleado de Bunge y Born que recorría las estancias de la patria campera, “a ver si necesitaban algo”. Pero en su niñez, cuenta, vio pasar a Evita en auto, el auto de Juan Gálvez, y ella se enamoró para siempre de esa mujer, a pesar de que su familia era toda “radicheta”, contreras. Muchos años después haría de Victoria Ocampo (Eva y Victoria) en Rosario. En un momento, el cambio: retirarse a tiempo de la revista, separarse de Mimí, ser actriz. Empezaría la era de las comedias, pasaría el tiempo, los años, luces y sombras del espectáculo. El mito del Maipo, igual, era intocable. Contaba que a ellas, a Nélida Lobato y a Nélida Roca no se les permitía andar así nomás por la calle o ir de compras, porque pretendían que los hombres sólo las vieran –pagando– sobre el escenario, con brillo y sin ropa. Como geishas.
Gasalla, capítulo aparte. Su chica Almodóvar, su monstruo y creación se le retobaría. “Te di los mejores años de mi vida”, parecía reprocharle (“¡sos yegua, Marta!”), “me hiciste televisivamente famosa”, pero había un malestar de fondo, un nudo de tensión que no terminaría de disolverse a pesar del respeto y el reconocimiento. Algo de insatisfacción en Norma. Pero con una frase a flor de labios: yo no le echo la culpa de nada a nadie. Yo solita, para lo bueno y lo malo. Solita y sola.
En los últimos tiempos, raid televisivo y memoria erótica, zarpada. Flaca, las piernas largas como si no entraran en un fitito, las manos mágicas. Hablaba de sexo, de los amantes que tuvo y de que nunca se casó por cuidar su independencia y su trabajo: insinuaba goce y sabiduría. Pero no le arrancaban un nombre ni ebria ni dormida. Las damas no tienen memoria: sugería un gran amor con alguien que habría estado relacionado con la familia, allá lejos y hace tiempo. Hablaba de Muscari, de Bernarda Alba, de lo que le habían dado el cine, la tele y el teatro, del reconocimiento y la fragilidad de los artistas, recordaba los viejos tiempos y puro presente, esquivaba pronunciarse acerca del futuro. Decía: “Yo siempre manejé los tiempos, porque el que maneja el tiempo maneja su vida”. Se sentía muy respetada y querida por sus pares, los actores, pero algo de despecho en el pecho era siempre indisimulable. Norma, muchacha peronista nunca aceptada del todo, ni siquiera por ella misma. Evita haciendo de Victoria. Bunge y Born. Marrone. Pero, ¡cheeee! La dignidad del artista, pero que no nos falten el pan y el buen vino.
“Yo soy teatro”, dijo, recalcó. Palabras para saborear largamente. Y solía agregar que la libertad estaba por encima de todo, así que, antes de irse, les aconsejó a sus interlocutores y nos advirtió a todos: “Si me ves preparada para salir, ¡nunca me preguntes a dónde voy!”.
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