CINE MEGAN FOX, DE LOS ROBOTS MUTANTES A LOS QUELONIOS DE NUNCHAKU Y PIZZA
› Por Mariano Kairuz
Visitante recurrente de esta página calenturienta, Megan Fox vuelve a los cines el próximo jueves con Tortugas Ninja, la superproducción infantil en la que interpreta a una chica atribulada porque no consigue demostrarle al mundo que ella puede ser mucho más que una cara (tan) bonita. Para los que se estén preguntando: sí, son esas Tortugas Ninja, y ésta es la película con la que el productor Michael Bay (el tipo detrás de la saga Transformers) pretende relanzar para las nuevas generaciones la serie de dibujos animados y películas de fines de los ’80 y principios de los ’90, justo a tiempo para el trigésimo aniversario de la historieta de Kevin Eastman y Peter Laird que le dio origen a este alguna vez gozoso absurdo. Y para los fans ochentosos que se resisten a crecer, sí, también: Megan Fox interpreta a April O’Neill, personaje clásico de aquel comic y aquellos dibujos, la investigadora de campera amarilla que se convierte en el nexo entre los justicieros subterráneos del título y el mundo exterior. Para muchos que ya están más bien creciditos, la presencia de la deslumbrante Fox entre el cuarteto de tortugas será –sepan disculpar la ordinariez de la presunción– musa inspiradora de más de una manuelita.
Y quien así lo quiera podrá ver en la April de Megan un reflejo de la carrera de esta muchacha de 28 que apareció prácticamente de la nada hace siete años con la primera Transformers, un poco como poster de gomería, la chica ardiente y fierrera doblada sobre el motor humeante del viejo Camaro del protagonista y que, 700 millones de dólares de recaudación global después, estaba en las tapas de todas las revistas de Estados Unidos y el mundo. En Tortugas Ninja es la chica de las noticias bobas y de color de un noticiero neoyorquino, que se convierte en la burla de sus compañeros (y de su jefa, otro flashazo de los ’80: Whoopi Goldberg) cada vez que trata de demostrar que ella está para más, persiguiendo por las suyas la huella de un caso criminal monumental. Bay y los productores de Hollywood parecen tener una concepción de Megan similar: creen que hay que dejarla donde está, que desde acá se la ve muy bien. Pero una de las cosas que hacen encantadora a la Fox es que desde el primer momento ella se ha mostrado perfectamente consciente de cuál es su lugar actual en la industria y de lo mucho que le falta para convertirse en una actriz. Sabe, dice, que las películas de los Transformers son efectivas y tal vez hasta divertidas, pero que su lugar en ellas es un poco decorativo y que, bueno, eso no está tan mal después de todo, porque la convirtió en un icono sexual y promesa de estrella. Bastante zorrita, la Fox hizo declaraciones del tipo de “estoy pésima en la primera película”, y “me avergüenza que me llamen la nueva Angelina Jolie, ella ni siquiera debe saber quién soy”. Tras filmar Transformers 2 hizo unas declaraciones públicas sobre su experiencia con Bay –dijo que era “como trabajar con Hitler”– que circularon a velocidad viral y le costaron su puesto en la saga robótica, supuestamente por orden directa del productor Steven Spielberg. Con un buen representante, este escándalo podría haberse convertido en una oportunidad para abrir su panorama, pero esto no ocurrió: el personaje más, digamos, de carne y hueso que le ofrecieron, fue un secundario en Bienvenidos a los 40, de Judd Apatow, pero incluso ahí funciona como contrapunto de juventud radiante y un poco de fantasía masculina, para la acomplejada protagonista que está a punto de convertirse en una cuarentona.
Y ahora acá está, de vuelta, en un producto ciento por ciento infantil, rodeada de tortugas gigantes. Hablando de las cuales, muchos se preguntarán cómo es que una cosa así de delirante ha perdurado tanto tiempo. Lo cierto es que la historia de la creación de Eastman y Laird funciona como una suerte de fábula acerca de cómo las corporaciones de la industria del entretenimiento corrompen la cultura popular. Nacida como una modesta experiencia de autoedición hecha, casi como un fanzine propio de su época, en ejemplares blanco y negro, en el living de la casa de uno de sus creadores, y financiada con el magro presupuesto obtenido de un reintegro impositivo y el préstamo de un tío, las Teenage Mutant Ninja Turtles (Tortugas Ninja, mutantes y adolescentes, tal su título original completo) fueron un éxito de ventas inesperado. Inesperado y, desde el punto de vista creativo y narrativo, saludablemente libre: sólo así se concibe la improbable historia de estos quelonios mutantes que salen por las noches desde las profundas alcantarillas de Nueva York para hacer justicia por cuenta propia. Las primeras historietas eran piezas oscuras, argumentos violentos sobre mercenarios y criminales inescrupulosos, inspirados en el estilo gráfico de Frank Miller. Pero cuando la cosa llevaba un par de años, se empezaron a acercar como buitres diversas compañías jugueteras, con un plan de explotación comercial que consistía en crear series y películas para alimentar la venta de muñequitos, remeras y demás merchandising. El costo del trato fue que las tortugas resignaron su carácter oscuro y más o menos adulto para adquirir una faceta más ingenua, infantiloide, de comedieta de pizza y hip hop. A principios de los ’90, Eastman y Laird dejaron de dibujar para concentrarse en la administración de un negocio que les estaba reportando decenas de millones de dólares, y que generó todo tipo de absurdas imitaciones (los Canguros del Kung Fu, o los Hamsters Cinturón Negro, los Ratones de Marte). La primera de las películas –donde los protagonistas eran tipos disfrazados en los sofisticados diseños del Taller de Jim Henson, el creador de los Muppets– se convirtió en 1990 en una de las producciones off Hollywood más taquilleras de la historia. Le siguieron dos secuelas casi inmediatas, y un intento, quince años más tarde, de relanzar el asunto con un largometraje animado, digital y muy estilizado. Que la nueva Tortugas Ninja, realizada a un costo de 150 millones de dólares, salga hoy al mundo a través de la Paramount no debería extrañar a nadie, en el panorama de un cine consagrado casi únicamente a los superhéroes como freaks contemporáneos, y a rehacer todo lo que ya funcionó antes, pero esta vez por medio de efectos digitales.
En este panorama, Megan Fox viene a proveer ese toque apenas humano que este tipo de producciones suelen poner en pantalla casi como una concesión. Aunque difícilmente la Fox pueda considerarse del todo humana: para nada voluptuosa, toda su belleza radica en unos rasgos faciales y un color de ojos tan perfectos que parece otro diseño digital (pero no: es pura prepotencia de la naturaleza). Ella es la bella entre las bestias; la única razón para que papá no quiera salir corriendo del cine cuando lleve a sus hijos a ver este híbrido nacido de lo que 30 años atrás fue un retrato sucio, amargado y fumeta de la vida metropolitana, y que hoy es un negocio imparable fundado en argumentos con la edad mental de un nene de 3. Cowabunga.
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