CINE Durante tres años, Hernán Rosselli se dedicó a filmar Mauro, una película de iniciación tardía que cuenta la vida de un pasador de billetes falsos en el conurbano bonaerense. Una historia propia del cine negro, pero narrada con los códigos del documental, que responde a la necesidad de su director de centrarse en un mundo poco común dentro del cine independiente local: el del trabajo y, más especialmente, el del dinero.
› Por Andrea Guzmán
El cine ocurre en el choque entre las ideas y la realidad. Lo dice Hernán Rosselli cuando habla sobre Mauro, su ópera prima, una película que no se decide entre la ficción y el documental ensayístico, y que sorprendió el pasado Festival de Cine porteño llevándose el premio Fipresci y el premio especial del jurado. Agrega que fue necesario desprenderse de una serie de prejuicios sobre la producción de ficción, sobre todo porque el film propone una reflexión sobre el realismo sin pretensión de documental pero acercándose a sus métodos de factura, y que está también en diálogo y discusión con otras propuestas latinoamericanas sobre formas de filmar la realidad y la marginalidad. La película se interesa en el mundo de los procedimientos y los objetos, sin descuidar un relato íntimo, cariñoso con sus personajes y evitando una mirada jueza sobre sus experiencias humanas. “Mientras estaba en la facultad estudiando montaje laburé de varias cosas, desde albañil hasta en una verdulería”, cuenta el director. “Quería contar algo que en el cine independiente no se tomaba tanto en cuenta que es el mundo del trabajo, especialmente el mundo del dinero.”
En medio de una imponente descripción del conurbano bonaerense; ferias ambulantes, carriles de tren, hoteles transitorios y bandas de metal, está Mauro. Es un personaje difuso que se conoce en dosis pequeñas. Como en una novela de iniciación tardía, según el director, Mauro es un treintañero solitario y perdido que divaga por zona sur en ansiolíticos y se dedica a “pasar” dinero, es decir, a comprar cosas con plata falsa para quedarse con los vueltos. Eventualmente se embarca en la producción propia, y apuesta por un taller de manufactura de billetes falsos junto a su amigo Luis y su esposa embarazada, Marcela. También se enamora y como en el cine negro, o como en el cine en general, pone en tensión sus amistades y negocios.
Para empezar a construir todo esto, el director instaló su propia máquina de serigrafía e investigó el oficio de forma minuciosa. “Yo quería concentrarme en un procedimiento y presentarlo como algo didáctico, cómo se arma todo y cómo comienza a tomar ritmo. Me gustaba también que había algo relacionado al tema de la identidad, quería dialogar con eso sin enunciarlo demasiado. Presentar a este personaje tan perdido, que es realmente como estamos todos, y del que conocemos tan poco, tenía algo que ver con un billete que está lleno de representaciones, por ejemplo la del prócer.”
El universo que construye Mauro examina una propuesta de realismo y una forma de acercarse a la intimidad de sus personajes poco común. Es un ensayo que no pretende borrar las marcas de enunciación, que más bien se dedica a potenciarlas con la precisión de sus planos y el intercambio de registros y voces en off, y que evade la mirada contemplativa y distante clásica del realismo con un montaje elocuente y realmente admirable al ritmo de las andanzas del conurbano.
Es también una propuesta decidida hacia un modelo de producción intimista y de investigación, que intenta eliminar las distinciones entre etapas de producción y establecer un diálogo entre ellas; construir la película en la marcha y con el tiempo que sea necesario. “Fue importante tener libertad de escritor, como si fuese una novela. Acumulás material, escribís y escribís y luego editás, es decir que el acto mismo de escribir es el tema de la novela. La película se vuelve la búsqueda de su propio tema u objeto.”
La realización de Mauro fue un proceso extendido de tres años que priorizó la búsqueda personal y artesanal, con un grupo humano extremadamente reducido y equipos propios. Junto a Mauro Martínez, el protagonista de la película y amigo de la infancia, prepararon el tono del personaje ensayando un monólogo pacientemente y filmándolo en distintos espacios públicos durante un año, mientras él trabajaba, por su parte, la fotografía y el planteo estético. “Cuando se dividen las tareas hay un sentido común sobre qué es hacer las cosas bien que termina siendo un poco homogéneo. Hay una belleza que se puede lograr con una propuesta menos trabajada en el sentido profesional estandarizado del término”, dice Rosselli.
Hay riqueza en la mezcla que el director se anima a hacer entre elementos profesionales y artesanales. En el film conviven, por ejemplo, tres actores experimentados con su amigo de la secundaria y su propia madre. Planos pristinos y artificiosos, con videos familiares filmados en súper 8. Diálogos sucios de ruido ambiente con monólogos en off. Mauro se construye con la jerga y las normas propias del submundo que describe, la forma en que esquiva la violencia sensacionalista y la importancia que le otorga a los diálogos y al habla a conciencia de los personajes son fundamentales en una historia que resulta provista de verdad e intimidad. Para el director, la consigna es apostar por el espectador, convirtiéndolo en un recolector de información y para esto la película evita volver sobre algunos tópicos clásicos del realismo y la narrativa, reduciendo las descripciones a su forma más económica. También es bastante explícito en su intención de evitar los estereotipos y reproches morales: “En este tipo de películas aparece un comentario sociológico, una visión del autor sobre la clase, que termina siendo un ejercicio de poder. Creo que mi política es afrontar los prejuicios, darse con la realidad todo el tiempo. En este caso intento hacer un registro cariñoso acogiendo las contradicciones de los personajes, permitirles sus acciones, yo como autor no quiero poner el dedo”, termina Rosselli.
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