FOTOGRAFIA En 1989, el fotógrafo argentino Jorge Sáenz llegó al Paraguay después del derrocamiento de Stroessner y esa circunstancia terminó convirtiéndose en un romance y en una oportunidad para encontrar imágenes intensas surgidas del período político que se abría. Así hizo ensayos notables sobre el servicio militar obligatorio, sobre el incendio del shopping de Asunción que dejó 400 muertos, las cárceles de menores y hospitales psiquiátricos, sobre su propia familia binacional. Ahora presenta su nuevo libro y la muestra Clases: fotos de diferentes épocas, impactantes, a veces desoladoras, que funcionan como un fresco de la injusticia en uno de los países más desiguales de Sudamérica.
› Por Marcos Zimmermann
Junto con Walter Roil y Gustav Thorlichen, Jorge Sáenz es otro de los olvidos que la fotografía argentina nunca debió haberse permitido. Argentino de nacimiento y fotorreportero por elección, Sáenz supo una mañana de 1989 del golpe de Estado contra Stroessner en el Paraguay. Sin más compañía que sus cámaras, tomó un avión de Buenos Aires a Corrientes y, de ahí, un taxi hasta Asunción. La sonrisa del taxista a quien encargó el viaje de cuatrocientos kilómetros precedió la suya. Después de días haciendo fotografías de cuanto se le cruzaba por delante del cuadro, Sáenz empezó a sentir que en el Paraguay había algo diferente que en la Argentina. Y que le gustaba. Como buen fotógrafo, le costó poco darse cuenta de que lo había cautivado la luz de ese país. Esos tonos coincidieron con sus primeras fotografías en color. Y el embrujo de las ropas estridentes, de la naturaleza verde esmeralda y de las aves multicolores, selló para él una estadía de nueve años.
Pero no fue sólo el color lo que cautivó a Sáenz. Se abría un nuevo período político en ese país. Y las situaciones de justicia aún dudosa o inexistente que percibió alrededor suyo revivificaron sus años de militancia política.
–Me quedo –cuenta que pensó–. Aquí puedo hablar más explícitamente de la opresión y la injusticia que en la Argentina. Cuando caen las dictaduras y se abre un período democrático, nadie conoce todavía muy bien los límites de la libertad. Sobre todo el poder. Entonces te dejan entrar a todos lados con la cámara –dice en el bar donde lo entrevisté, mostrando su picardía porteña.
Esa libertad inconsciente fue la que aprovechó para producir su primer gran ensayo, Rompan filas, un reportaje sobre el servicio militar obligatorio de Paraguay que tomó forma de libro recién seis años después. Al tiempo haría El embudo, un conmovedor reportaje a las cárceles de minoridad del Paraguay cuya publicación, luego de siete años de trabajo, causó conmoción internacional y produjo cambios en su sistema carcelario.
–A diferencia de mis trabajos en el diario ABC del Paraguay, o como corresponsal de las agencias AFP y Associated Press, con mis ensayos personales no tengo ningún apuro. Saco fotos con una idea clara y voy haciendo una especie de ahorro de imágenes que un día se convierten en un libro.
Sáenz rompe ese chanchito sólo cuando siente que el trabajo está terminado. Y como de una lámpara de Aladino, van brotando sus fotografías llenas de injusticia explícita, de esa pornografía del sometimiento que a veces el poder exhibe con obscenidad, casi sin darse cuenta. Y que Sáenz muestra sin tapujos, impulsado por el amor a los más desvalidos.
–Hoy los jóvenes quieren ir demasiado rápido. Sacan diez fotos y pretenden ser famosos. Todos sabemos que los sistemas digitales son muy veloces, pero nadie escribe una novela más rápido porque exista Internet. Lo importante es tener algo que decir. Y darse tiempo para elaborarlo –sostiene Sáenz.
Es con sus propios trabajos, y no con otra cosa, con lo que Sáenz parece querer hacernos entender que si no se tiene claro qué decir es mejor no decir nada. E insiste en que el Paraguay es un país aún virgen para la buena fotografía. Un campo propicio para empezar de cero. A la enseñanza de cómo mirar y fotografiar se refiere.
–En el Paraguay existe una mirada salvaje –comenta–. Por eso llamé al festival fotográfico que iniciamos hace unos años “El ojo salvaje”. Es una sociedad mirona. Subís a un colectivo y todos te escanean con los ojos. Todo les entra por allí.
Pero ese bichar, que a otros incomodaría, Sáenz lo pone en la parte del “Haber”.
–En el Paraguay hay todavía gente que es considerada analfabeta porque no escribe. Pero habla perfectamente dos idiomas: guaraní y español –dice entonces Sáenz, y despliega una teoría más que interesante sobre las posibilidades de la alfabetización a través de la mirada–. En el Paraguay, la gente de varias ONG que pregona la objeción de conciencia recortaba las fotos de mi libro Rompan filas y las llevaba a las comunidades más pobres e iletradas. Allí las extendía en el suelo y les preguntaba a los muchachos jóvenes qué foto les gustaba más. En general elegían las que mostraban a los militares con sus armas, dispuestos a la guerra. Ahí los voluntarios empezaban con los diálogos y la concientización. Paraguay es un país donde aún es posible hablar con imágenes –termina diciendo Sáenz. Una reflexión que parece casi dedicada a los fotógrafos que todavía abrevan en la fotografía conceptual y oscurantista, hoy tan de moda. A aquellos que no pueden sacarse esas lagañas para ver que, cuanto más diáfana es una fotografía, más puede trasmitir, generar reflexión, modificar el pensamiento y hasta cambiar algo en el mundo.
Sáenz cuela su militancia en cada trabajo que hace. Esa que dejó “formalmente” hace años pero que luego trasladó a su arte. Es que las fotografías de Sáenz no son un registro plano de la realidad sino un dispositivo visual para la comprensión de un estado de cosas que él intenta cambiar. En este camino, Sáenz nunca baja sus banderas, pero también confiesa que no tiene todos sus trabajos claros desde el primer momento. Sólo los últimos trechos de sus libros son conscientes. Hasta entonces, y para fotografiar, la intuición de este marxista confeso se expresa sin dogmas. Fotografía lo que ve sin filtros, lo que lo toca, lo que lo conmueve. Después verá si esa imagen transmite. O si, ésa sumada a otra, expresa lo que pretende. Mientras tanto, le resulta maravilloso “encontrar” una foto. Hallarla en el maremágnum de sucesos que se amontonan en el cotidiano “Rogel” social y político del Paraguay.
Pero los primeros disparos de su cámara y su militancia por sus ideas nacieron al mismo tiempo. Y son sus libros los que resuelven ese itinerario conjunto. Jorge Sáenz tiene una bibliografía propia casi desconocida en la Argentina. Cada uno de los libros que realizó es el resultado de un esfuerzo titánico. Además de Rompan filas (1997) y El embudo (1998), dos volúmenes extraordinarios e inhallables, Sáenz publicó un primer libro con Polaroids llamado El aburrimiento (1997). Más tarde vino Todos los pájaros crecen, un ensayo fotográfico sobre la familia binacional del autor y su vida cotidiana durante catorce años, en Paraguay y Argentina, publicado en 2011. Luego, El amigo de Hortensia, un libro publicado en 2005, que aunaba un ensayo realizado por él en el Hospital Neuropsiquiátrico de Asunción con un texto de Pedro Servin, un psiquiatra que había hecho su residencia allí.
Sáenz no cesa de hablar. Un fuego interior parece impulsarlo. Ese mismo espíritu tiene Niños del Paraguay, realizado entre 1989 y 1992, y publicado en 1994, un libro con 72 fotografías en blanco y negro en el cual los niños trabajadores y las madres solteras son retratados hasta la edad de sus ritos de iniciación paraguayos: la presentación en sociedad para las mujeres y el servicio militar para los hombres.
La carga emotiva que impulsa la conversación de Sáenz no se detiene. Comenta acerca de la falta de memoria social de nuestros países y cómo la fotografía puede ayudar a refrescar esa memoria. Refiere entonces un incendio sucedido en un supermercado de Asunción, donde el dueño cerró las puertas para que no le robaran y murieron cuatrocientas personas. El olvido parecía haber acallado las voces altisonantes que se alzaron en el primer momento y el episodio quedó de a poco sepultado en la noche de los tiempos. Esto, hasta que Jorge Sáenz desenfundó las fotografías que había tomado el día del incendio y las combinó con otras, posteriores, de Jorge Vidart, de los restos actuales del edificio. Publicaron en 2010 cuatrocientos libros y se los dieron de regalo a los cuatrocientos deudos de los muertos, del barrio de Trinidad, el 1º de agosto, aniversario del incendio. El libro se llama también 400.
Clases es el último libro de Jorge Sáenz, al cual pertenecen las fotos que acompañan esta nota. Jorge Sáenz lo siente como un regalo, ya que fue publicado hace pocos días por el Centro de la Fotografía de Montevideo –algo a lo cual Sáenz no está acostumbrado–. En este caso, el libro es un proyecto que aúna fotografías nuevas y anteriores, sin texto alguno. Sólo lo acompaña un epílogo interesantísimo del crítico de arte y ex secretario de Cultura del presidente Fernando Lugo, Ticio Escobar, una de las personalidades más destacadas y profundas del Paraguay de hoy. Las imágenes de Sáenz trasmiten por sí solas, y con claridad meridiana, la enorme brecha que existe entre las diferentes clases sociales paraguayas. Pero, a diferencia de sus ensayos anteriores, en este caso las fotografías no fueron hechas cronológicamente, como un bloque. Sáenz eligió aquí combinar las fotos de diferentes épocas, hilando su sentido de acuerdo con su pensamiento.
El resultado es conmovedor. Desde las primeras fotos de los ache en la selva –una etnia paraguaya muy conocida que está organizada según una sociedad sin clases– hasta el final, el libro es pura docencia. Sus fotografías refieren a la Conquista; la devolución, después de cien años, de la cabeza de una ache a su nación; la situación de los lúmpenes en la ciudad; la industrialización paraguaya, una vez la más desarrollada del Cono Sur, antes de ser interrumpida por la Guerra de la Triple Alianza; la posterior globalización y las diferencias que produce; el escalofriante episodio en el que un hombre se hizo crucificar por su hijo con enormes clavos para solicitar su jubilación; la comida del pueblo frente a los banquetes de una clase social minoritaria y retrógada como pocas; la fiesta de la Virgen de la Natividad, donde quienes consiguieron sus pedidos regalan plata a los pobres, tirándola desde el balcón de la iglesia; un mendigo dormido al pie del Panteón de los Héroes que parece esculpido por la realidad de hoy para hacer más burda la ilusión neoclásica del monumento; un preso con los labios y los ojos cosidos con tanza en protesta por la inmovilidad de su causa; las banderas negras de las tumbas de los muertos de Curuguaty y el sillón vacío del Mariscal López en la sala central del Palacio de Gobierno, que parece duplicar la silla caída de la pintura de De Re que está detrás. Fotografía tomada el mismo día de la asunción del presidente Cartes y una enorme metáfora.
Con todo este material en sus libros y con el que aún le queda en su cabeza, Jorge Sáenz vuelve a recordarnos muchas cosas que suceden en la Sudamérica profunda: la injusticia, el padecimiento, el dolor y la enorme diferencia de clases y de posibilidades que aún existe. Pero además nos habla de la importancia de la memoria. De esa que sólo es capaz de conservar la fotografía. Para no repetir lo que ya vimos. Para recordar el pasado y a los que trabajan por el presente y el futuro. Y también para no olvidar a fotógrafos que, como él, dejaron momentáneamente nuestro país, pero no dejaron nunca de hablar con nuestras imágenes. En un idioma diáfano y sencillo. Sin amaneramientos ni artimañas. Sin intereses ocultos ni heroísmos. De igual a igual. Con un lenguaje idéntico al mundo y a sí mismo. Tan explícito como la omisión del nombre de Jorge Sáenz en la lista de los fotógrafos contemporáneos argentinos comprometidos a fondo con los problemas de Sudamérica. Tan vergonzante como ese olvido.
La exposición de Jorge Sáenz Clases se presenta en el Museo Arte y Memoria de la ciudad de La Plata, calle 9, Nº 984, entre 51 y 53, de martes a viernes, de 14 a 19 y los sábados de 16 a 20. La muestra está abierta hasta el 30 de septiembre.
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