› Por Alan Pauls
Dos disparos empieza con el plano de un chico que baila en una discoteca. Una imagen ciento por ciento Rejtman: simple, frontal, a la vez realista, sintética y estilizada, vital pero desvalida, signada por ese leve estrabismo emocional que trabaja siempre sus planos. El chico baila solo (como suelen bailar los varones en las películas de Rejtman), soltando suaves puñetazos al aire, y el espacio libre que tiene a su alrededor puede ser una señal de goce (la autosuficiencia del que es feliz perdiéndose en la música) o de necesidad (la ansiedad del que no consigue conectar). Es un comienzo impactante, al que el cine nos tiene desacostumbrados (Bruno Dumont, quizá...). La fuente del sobresalto no está en lo que pasa en la escena sino en su oportunidad, su desubicación, en el modo seco con que el film, que recién se despierta, nos mete de prepo en un bloque de acción que lleva un rato durando sin nosotros. El film no presenta, no prepara, no expone nada. Se limita a afirmar un hecho: un chico bailando solo en una discoteca, barrido por las luces de la pista. Sólo Rejtman puede empezar una película así, en el punto donde cualquier otro cineasta la terminaría. El mismo, sin ir más lejos: Los guantes mágicos, su película anterior, terminaba con el protagonista bailando solo en una discoteca de pueblo.
Poner al principio lo que debería ir al final. A partir de ahí, ¿cómo seguir? Esa apuesta anticlimática anuncia otra, quizá más sombría, que sobrevendrá poco después (y quizá desoriente a los partidarios de la famosa apatía rejtmaniana): Mariano, el bailarín solitario, vuelve a su casa, nada unos largos en la pileta, corta el pasto del jardín, va al garaje a arreglar el cable de la cortadora, encuentra un revólver, sube a su cuarto y se pega los dos tiros del título (un pasaje al Acto que el cine de Rejtman, atento más bien a las acciones, nunca antes había dado). Es cierto: se los pega fuera de cuadro, elípticamente, a la manera de Bresson. Pero hace falta algo más que un gesto de pudor formal para atenuar la sorpresa que representa un suicidio en el repertorio narrativo de Rejtman, tan alérgico, siempre, al pathos de los grandes acontecimientos.
Pero el film se reserva un anticlimax más: Mariano sobrevive a las dos balas (y de pronto nos parece entender por qué la discoteca de suburbio a la que había ido a bailar se llamaba Believe). Una dio contra una pared, dejando el agujero polanskiano en el que se abisman, en dos momentos distintos, al menos dos personajes de la película. La otra, que le quedó alojada en el cuerpo, lo ha convertido en un freak sonoro que alborota scanners y pasma a sus compañeros de cuarteto de flautas cada vez que toca. Porque Mariano suena doble, como si la cercanía de la muerte, antes que disminuirlo, lo hubiese multiplicado. Así, en vez de ser lo que la gravedad del prólogo la invitaba a ser (una ficción sobre el duelo derivado de un suicidio enigmático, es decir: un relato culpable, retrospectivo, interesado en las causas y el pasado), Dos disparos es la semblanza de un sobreviviente increíble, escandalosamente indiferente (las razones de su decisión, que prefiere atribuir al “día más caluroso del año”, lo tienen tan sin cuidado como el prodigio de seguir con vida), es decir: una fuga hacia adelante regocijada y amnésica, extraordinariamente libre, y un tratado modelo sobre el problema que desvela a toda narración: cómo seguir.
Rejtman no se metió con el suicidio por ganas de experimentar con la “tragedia”. O tal vez sí, pero la “tragedia”, en ese caso, era menos un compendio de dramas, sentimientos y tonos en mayúsculas –incompatibles con la ligereza y la velocidad, el asordinamiento y la hiperconductividad que han sido siempre las claves de su poética– que una especie de obstáculo o de desafío (como el corte del cable de la cortadora de pasto, que lleva a Mariano al garaje y luego al hallazgo del revólver y luego a...), la materia prima de un devenir que nunca como entonces es tan de comedia. No han pasado diez minutos y la película ya ha consumado esa metamorfosis: la tentativa de suicidio, la bala en el cuerpo, el sonido doble... “Más que cuarteto esto parece un quinteto”, dice Lucía, que entrará al grupo de flautas más tarde, ocupando el lugar de una integrante que deserta. El chiste es la continuación de la tragedia por otros medios, pero la palabra importante aquí es continuación. En ese sentido, la pregunta de la historia que cuenta el film –¿cómo seguir después de un intento de suicidio?– es el eco temático de una pregunta narrativa, o tonal, que se hace la película misma: ¿cómo seguir cuando se ha empezado por la tragedia? Ese es –si hay alguno, si la palabra cabe en la poética altamente controlada de Rejtman– el experimento de Dos disparos: la tragedia como problema que la comedia debe solucionar. En otras palabras: cuando el Acto fracasa, las acciones (como los ratones en ausencia del gato) festejan y se multiplican.
En rigor, si algo anima de manera constante la película –y sin duda la narrativa general de Rejtman, cuando filma tanto como cuando escribe– es ese dispositivo problemas-soluciones, lógica singular, a la vez reconocible y excéntrica, que parece calcar el principio de causas y efectos sólo para distorsionarlo mejor, para enloquecerlo de algún modo –en el caso de Rejtman, el más antiespectacular posible–. Hay muchos problemas en Dos disparos: cables que se cortan, celulares cuyo volumen no se puede graduar y no paran de sonar, armas que es imposible hacer desaparecer, perros que se escapan y no vuelven, personajes que no logran encontrarse con los personajes con los que se habían citado, personajes que no consiguen hotel, personajes que no tienen dónde dormir, personajes que creen conocerse de alguna parte pero no podrían asegurar de dónde... El verdadero motor de Dos disparos no es la psicología, ni la voluntad, ni las presiones del mundo; es la contingencia, ese pliegue menor, banal, incalculable, en el que Rejtman prefiere reconocer el valor y la potencia del verdadero acontecimiento. Si hay una ley, la ley sería ésta: la contingencia siempre debe ser verosímil, cotidiana, fácil de identificar, incluso convencional; la solución, en cambio, es el imperio de la extravagancia: comprende ideas, razonamientos y acciones idiosincráticos que buscan domesticar la contingencia inscribiéndola en alguna serie, cuanto más irrazonable mejor.
Si la contingencia es el revólver con el que Mariano se dispara, encontrado al azar, sin buscarlo, como una piedra en el camino, la “solución” será enterrarlo en el jardín (junto con los cuchillos de cocina, los alicates, las tijeras de uñas y hasta los sedantes usados para dopar al perro en época de fiestas), confinarlo en el fondo de un armario, esconderlo bajo un colchón, tirarlo a la basura, envolverlo en una manopla y archivarlo en un cajón de la cocina. Si la contingencia es que Liliana, luego de una exhaustiva pesquisa nocturna, no encuentra lugar en ningún hotel, la “solución” –dado que a la mañana siguiente todos deben volverse a Buenos Aires– es pasar la noche frente a la playa, en el coche de Arturo, con Arturo y su novia Adriana. Si la contingencia es que se ha hecho tarde y el chico con el que Laura se citó por Internet no quiere volver a su casa en Lanús, la “solución” es que se quede a dormir en el cuarto de hotel alojamiento que Laura pagó para acostarse con Javier, a quien acaba de conocer en el cine donde estuvo besuqueándose con su cita.
Contingencia-solución no es lo mismo que causa-efecto. Entre contingencia y solución no hay relación de necesidad, no hay proporción razonable alguna. Lo que hay, en cambio, es una víctima, alguien que sufre y procesa la contingencia y da con su solución merced a una acrobacia racional insólita, personalísima, que convierte a la solución en una manifestación casi lírica. Entre contingencia y solución siempre media ese trance un poco demente, a la vez ingenioso y autista, que podríamos llamar inspiración, y que hace del problema original la materia prima, el pretexto para una rara forma de “creación”: parejas que se vuelven tríos, casas de veraneo convertidas en garitos, armas que se comportan como celulares y viceversa, madres e hijos ejecutando rituales delictivos a plena luz del día... Los hechos dan lugar a derivaciones impensadas, las relaciones sociales se reconfiguran, los grupos se desarman y rearman, nacen comunidades anómalas, se reformulan los usos de cosas y de espacios. Apocados o expeditivos, todos los personajes de Dos disparos son presas posibles de inspiración. Los contratiempos con los que tropiezan no son sino plataformas ideales para planes, líneas de acción, artilugios infantiles, tortuosos, que resuelven situaciones sólo en la medida en que las malinterpretan y desfiguran. Los jóvenes son parcos, introspectivos, anecdóticos; sólo hablan para contar algo que les pasó, lo que vieron o les contaron. Los adultos tienden a la locuacidad, el monólogo maníaco, el avasallamiento; se la pasan proclamando lo que son, lo que hacen y cómo lo hacen, como sometidos a una especie de casting full time. Pero lo que comparten todos es esa rapidez de reflejos ante la contingencia, esa compulsión por las salidas contra natura, ese afán por sojuzgar lo real dándole un lugar en la estructura de una estratagema descabellada.
Esa es la clase media de Dos disparos (y ésa la formidable perspicacia sociológica de una película a primera vista indiferente a “lo social”): una clase tan marcada por aspiraciones, valores o posiciones ideológicas como por esa relación imaginativa y lunática con el contratiempo. Quien más quien menos, todos los personajes del film tienen sus coches, sus casas, sus chalets de veraneo, sus ropitas, su “estilo”, al mismo tiempo que sus propensiones lúmpenes, su olfato para la precariedad, su costado sibarita menesteroso. Pero lo que verdaderamente los hermana es esa facultad para diseñar respuestas heterodoxas para problemas que nunca imaginaron que enfrentarían. La clase media, en Rejtman, es patafísica; sólo tiene una competencia exclusiva: la producción de soluciones imaginarias.
¿Simpatiza Dos disparos con la clase media? ¿La satiriza, se burla de ella? Quizás ése sea uno de los rasgos más originales (y más difíciles de asir) del cine de Rejtman: el modo imperceptible en que borra la diferencia entre simpatizar y satirizar, entre la identificación y la crítica, entre adhesión y distancia. A Rejtman le gustan los personajes opacos, inexpresivos, subemocionales (las subjetividades que no se dejan penetrar), pero tanto o más le gustan los uniformes, los carteles, las marcas, las señales, los cascos, los tics (los indicios que delatan sin rodeos). No hay contradicción: en ambos casos se trata de la misma desconfianza por la profundidad, el mismo amor por las superficies. Conocíamos su ojo clínico para detectar y reproducir los emblemas del modus vivendi de cierta clase media un poco anacrónica: livings en desnivel, carpinterías opulentas, revestimientos de piedra en interiores, devoción por el sol, mejillones en la costa, remeras con cuello, hedonismo tecnológico, etc. Pero lo que le interesa aquí de la clase es sobre todo un arte de supervivencia: ciertas maneras de reaccionar y proceder, esos programas de acciones inauditas que, puestas en escena como las pone en escena Rejtman, con una nitidez de cartógrafo, convierten a sus ejecutores en una comunidad bizarra, al mismo tiempo inerte e hiperquinética, dependiente y soberana, atormentada y eufórica. (En ese sentido, la filmografía de Rejtman bien podría ser una respuesta en episodios a una sola pregunta: ¿por qué la mayoría de los artistas viene de la clase media?)
El resto, como siempre en Rejtman, es una cuestión de economía. Basta que se produzca un vacío (Yago, el ovejero alemán que huye de la casa tras el intento de suicidio de Mariano; Silvina, que deserta del cuarteto de flautas) para que el relato active sus sensores, ponga en marcha sus mecanismos de autorregeneración y se consagre a producir reemplazos, prótesis, compensaciones, ecos, variantes, dobles, todo un abanico de planes B que, lejos de colmar la vacante o suturar la falla, no hacen sino profundizarlas, ver hasta dónde llegan, y alienar el relato exponiéndolo a lo imprevisible. Yago reaparece al final del film, pero esa circularidad es incierta y no cierra nada: nunca sabemos si se trata del mismo perro
–“Son demasiado parecidos para no ser el mismo”, dice con impecable lógica el personaje de la madre cuando lo descubre–, y reaparece como el perro de otra familia, mascota inseparable de un chico de ocho años que por las noches duerme de contrabando en su cucha y de día se encierra con él a escuchar heavy metal en una cuatro por cuatro estacionada en el garaje de su casa. Lo mismo pasa con Ana, la casi novia de Ezequiel, que sobre el final cree volver a verla en la penumbra de un cine. ¿Es Yago? ¿Es Ana? La pregunta es irrelevante. Sean los mismos o no, ya son otra cosa, piezas de otra serie, habitantes de otro mundo. Dos disparos tiene la osadía de llegar y detenerse justo ahí, en ese umbral de fragilidad y revelación donde el relato mismo duda y se queda pensando, pero sabe que nunca será el mismo, porque la falla original no existió para ser reparada sino para inventar lo único que vale la pena inventar: maneras de seguir.
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