En 1990 José Campusano y Sergio Cinalli compartieron la dirección del corto documental Ferrocentauros, en un momento de quiebre del motociclismo vernáculo, cuando se empezaron a gestar las primeras concentraciones de motociclistas. Luego de dieciséis años, Campusano vuelve al ambiente, esta vez dividido en docenas de agrupaciones de nombres emblemáticos como Agrupación Motociclista Berazategui, los Vagabundos del Camino y los Maldita Rata Karroñera. Tampoco el país es el mismo, una delincuencia kamikaze y precoz comparte los universos barriales con los personajes, a los que la inseguridad también pone en jaque y obliga a cierto repliegue. Estos grupos se destacan por su estilo anarquista y el diseño de sus vehículos, donde abundan restos de cadáveres de animales.
Primer largometraje de ficción de Campusano. Se trata de un melodrama amoroso de hombres, acaecido en un entorno criminal en Ezpeleta. Y también de un registro documental de ese sur que está casi cayéndose del cordón industrial. Producida a pulmón, en escenarios naturales y con actores no profesionales. Un veterano heavy se levanta a un pibe de día, en plena calle. No se aclara si el tipo tiene esa costumbre o es simplemente que este pibe le gustó: si Vil romance tiene una virtud esencial es la falta de aclaraciones. Anómala, vívida, única y extraña, llena de un humor solapado, corrosivo, en ocasiones mucho más sofisticado de lo que podría parecer. En el final, como todo melodrama que se precie, todo lo que puede salir mal, va a salir mal.
“Si me acabo muriendo, quiero que me quemen y me tiren a la ruta. Yo pienso seguir rodando, toda mi vida y después de mi vida”, declama el Vikingo, y acaso en estas palabras vaya toda la filosofía con que pretende regir su existencia este hombre curtido que se ha ganado su mote con su largo pelo negro, la figura que mete un poco de miedo y ese casco con cuernos que no usa en cualquier ocasión. Habitante de un mundo violento, al Vikingo le gusta creer que aún sobreviven ciertos códigos e insiste en respetarlos y mantenerlos entre los suyos –familia, amigos y, fundamentalmente, camaradas motociclistas–, aunque no todo le vaya bien. También cree en la solidaridad, y al acoger en su casa a Aguirre, un amante de las motos en las malas, dispara una serie de eventos de desenlace fatal. Volviendo por la ruta de la ficción al universo que documentó en Legión, Campusano explora ese espacio tenso y en descomposición que está en los márgenes que tan bien conoce, prescindiendo de la mirada distante con que parte del cine contemporáneo suele abordarlos.
Película más coral en varios sentidos, en Fango hay un orden social anárquico en el que ni siquiera existe una figura que represente la ley. Cada uno está en el mundo por su cuenta y debe rebuscársela para sobrevivir. Sin embargo, esa horizontalidad está hecha de personajes fuertes: El Brujo, veterano del heavy metal que con su amigo El Indio aspira a formar una banda que fusione thrash metal con tango. Por otro, Nadia, una chica de barrio, temperamental y apasionada, que no duda en hacer lo que sea por los suyos. Dos antihéroes recorriendo el mismo camino en direcciones opuestas, destinados a chocar.
Volviendo a presentar algunos personajes de su obra, con cariño y sin endogamia, Fantasmas de la ruta retorna a Vikingo, protagonista de la película homónima. Ahora mantiene una amistad con Mauro, el más joven del grupo de motociclistas, a quien considera casi un hijo. La historia de amor entre Mauro y Antonella, y la irrupción de Sergio, un pariente con antecedentes de delitos sexuales, señala el vínculo entre la convivencia cotidiana y la trata de personas, en una trama que propone otra perspectiva para pensar la violencia de género. En sus tres horas de duración, este drama de proporciones épicas no permite respiro en ningún momento.
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