› Por Indio Solari
Con mis lecturas, a través del tiempo, me he comportado como un peregrino revoltoso. He curioseado todo lo que trajo hasta mí la cultura rock.
Así como un músico me invitó a otro, mi guía fueron los escritores de esa nueva izquierda, quienes me acercaron a otros autores que el sistema había desechado y hasta prohibido por “inadecuados” y peligrosos. Nada de orientación académica ni notas reflexivas en el margen de las páginas. Una diversidad producto de la renuncia al sentido común de la sociedad que me arrastró de Gurdjieff a Conrad, de Artaud a Cooper y Laing. De Schwob a Roussel. La generación beatnik, Idries Shah, autobiografías de cineastas, haikus y Kenneth White, correspondencias (Wagner y Liszt, los hermanos Van Gogh), Durrel, Vonnegut, Capote, Wolfe, Vian, Cohen, etc., etc.
He olvidado casi todo, menos la emoción que me prestó cada uno de ellos y que me llevó (con alegría) a atreverme a hacer mi trabajo. Eso es, creo, lo que debe hacer un escritor de canciones, apropiarse de las emociones que encuentra en su camino, estrujarlas, agitarlas y mezclarlas con el fin de trasmitirlas en un nuevo juego. En un lenguaje no reflexivo ni filosófico, sino en un lenguaje rítmico donde los silencios entre línea y línea son los que definen su valor en el tiempo y su resonancia.
La muestra El Tesoro de los Inocentes: Indio en la Biblioteca inaugura el viernes a las 19. Se podrá visitar desde el sábado a las 12, en la Biblioteca Nacional, Agüero 2502.
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