› Por Angel Berlanga
Es una de esas veces en la que cuesta mucho la primera línea, por dónde empezar. Como si eso fuera a configurar definitivamente algo. Entonces: ¿la pretensión de una cifra de lo que escribió, citas de sus libros, últimas señales, cruces de caminos, claves biográficas, lecturas, imágenes, encrucijadas de época? Para decir ahora sobre Antonio Dal Masetto tienta la deriva, algo que de algún modo equivalga al deambular por calles y pueblos y bosques del narrador de sus historias, que tenía tanto de él, un tipo de una sensibilidad extraordinaria que a la vez se mantiene impermeable a las parafernalias pretenciosas, que se abraza al presente en los gestos esenciales, la noción de la soledad, la amistad, el amor, los viajes, los recuerdos, las historias, la conciencia de lo que se pierde, lo que se come y lo que se toma, lo que se toca y lo que se siente.
“Miré alrededor, estudié a cada uno de los pocos pasajeros y advertí que eran todos cadáveres”. Eso observa el narrador de Fuego a discreción, a bordo de un colectivo, a poco de completar una semana de yirar por Buenos Aires en plena dictadura, con el cuerpo acusando recibo del cansancio, del alcohol y del vacío. Así que ahí mismo se sacude un poco, da vueltas, se cachetea, flexiona brazos y piernas: los otros lo miran de reojo. “Entonces me dibujé una sonrisa en la cara y adopté la postura más digna posible. Me dije que el humor, después de todo, seguía siendo un antídoto excelente. Nunca apelaba a él porque desde el comienzo había resuelto que mi papel debía ser el de un personaje grave y trágico. Pero sin duda se trataba de una buena cosa. Repentinamente, por unos minutos, fue como regresar a la infancia. Todo se me volvió simple y querible”. Dal Masetto nació el 14 de febrero del ’38 en Intra, un pueblo montañoso del norte de Italia, al borde del lago Maggiore. Esto es: era muy chico cuando vivió, ahí, la Segunda Guerra Mundial. Esto es: aviones que pasan bombardeando sobre el pueblo, corridas para ponerse a salvo, muertes alrededor. Vio cómo fusilaban a cinco tipos: lo cuenta en un par de libros. Tenía 12 cuando cruzó el océano y se instaló junto a su familia en Salto, a 200 kilómetros de la Capital: traía sus libros de Salgari, de Verne. Tenía las tapas de esos libros enmarcadas y colgadas en una pared del cuarto del departamento en el que escribía. Apenas descubrió la biblioteca popular del pueblo se mandó a leer, por el placer y porque tenía que ir haciéndose de un idioma nuevo. Enseguida empezó a escribir. “Un día, en esa biblioteca descubrí una historia, no recuerdo cuál, de un personaje al que le pasaban exactamente las mismas cosas que me pasaban a mí –contaba-. Eso fue un descubrimiento absolutamente extraordinario porque me sacó de la soledad. Dije: ‘Esto significa que no estoy solo en el mundo’. Fue un acontecimiento de mucho peso porque, sin saberlo, me dio la pauta y la respuesta a una pregunta que muchas veces nos hacemos: ¿para qué sirven los libros? Y sirven para eso. Para estar menos solo. Para estar menos solo el que lee y para estar menos solo el que escribe.”
Ese es un tema en sus libros: la soledad. Y las posibilidades de estar con otros. Y el tironeo de la libertad. Muchos de sus personajes dejan todo atrás y se van, a veces sin avisar. El narrador de la potentísima Siete de oro, por ejemplo: “Le expliqué: abandonar un pueblo de madrugada, cruzar las calles como un ladrón, sin ser visto, imaginar la gente durmiendo, enfilar hacia la ruta y no volver la cabeza, dejarse sorprender, lejos ya, por el primer sol, no tener límites: uno de mis placeres”. Es su primera novela, publicada en 1969: un viaje al sur, otra deriva, en la que también narra la llegada a Buenos Aires desde el pueblo, su ir tanteando a la ciudad y sus criaturas. Dal Masetto se vino a los 18: quería ser pintor. En sus días de la escuela italiana lo veían con mano para el dibujo; de joven, aquí, hizo el intento, pero le resultó muy cuesta arriba y derivó hacia la escritura. Con Miguel Grinberg hicieron la revista Eco contemporáneo: ahí publicó sus primeros cuentos. En el ’64 armó un volumen, lo mandó a Cuba y le dieron una mención en Casa de las Américas. Y acá empezó a vincularse con artistas, escritores, periodistas. La barra de la que formaba parte: Briante, Di Paola, Juárez, Soriano, Norberto Soares. “Durante muchos años laburé de cualquier cosa –decía-. Pintaba paredes, o trabajaba en alguna fábrica. O a lo mejor no hacía nada. Un par de años estuve en los tribunales de Quilmes, cosiendo expedientes atrás de un mostrador. Tenía que ir con corbata. De un día para el otro me fui y me juré que nunca más usaría corbatas, les tomé asco. Incluso tengo otro libro de cuentos que se llama así, Reventando corbatas”. A Briante y a Soriano dedicó Demasiado cerca desaparece, novela publicada en 1997, cuando ya ambos habían muerto: es otra huida, la de un adolescente que se viene desde el pueblo a Buenos Aires.
Escribió contratapas en este diario desde sus comienzos en 1987: muchos de esos textos fueron reunidos en los volúmenes Amores y Gente del Bajo. En Bosque, su Salto de ficción, situó otra serie de novelas: Siempre es difícil volver a casa, Sacrificios en días santos, Bosque. Con Oscuramente fuerte es la vida, en 1990, empieza el regreso al origen: Agata, su madre, narra los tiempos en Tarni (Intra), antes de inmigrar. La tierra incomparable cuenta la vuelta de esta mujer, ya anciana, a su pueblo. En la base del primero de estos libros hay largas charlas de Dal Masetto con su madre; en la del segundo, está el primer regreso al pueblo de él, con 50 años, que se desdobla en la mirada de una anciana de 80. “Y lo que pasa es que lo que va a buscar, ya no está: sólo queda el recuerdo -contaba Dal Masetto-. Estuve cuatro o cinco días en un hotel de Intra e hice exactamente lo que hizo Agata, me fui como desilusionado. Y de pronto, una semana después, en la Toscana, me levanté y dije ‘puta madre, este pueblo no me va a joder a mí’, agarré el tren y me fui de vuelta. Y me instalé. Pero no sabía bien todavía por qué. Y la especie de solución loca que encontré como para recuperar algo fue caminar. Me levantaba a la mañana y caminaba por las montañas, por los costados de los ríos, por los pueblos. Caminaba todo el día, con la misteriosa, oscura, esperanza de que este cansancio del cuerpo sobre la tierra finalmente produjera algún tipo de conexión, que devolviera algo de aquello que se había perdido”.
Y eso, el cansancio del cuerpo y a partir de ahí algún descubrimiento, o algún sosiego, o algún borde, está muy presente en sus libros. Sus narradores se largan al camino y terminan trepados a un árbol, a un tanque, en lo alto de una montaña. Son horizontes en dos de las últimas novelas que publicó, La culpa e Imitación de la fábula. Libros que son, también, regresos: La culpa es el retorno a un morro en Brasil, en el que el narrador evoca un día al sol, inolvidable, junto a su novia de entonces, más joven, años después desaparecida. Imitación de la fábula, editada al año pasado, es la vuelta extrañada, ensoñada, a un cerro en el que el narrador estuvo cuando era, también, joven: un retorno al territorio de Siete de oro, que hará acompañado de una adolescente embarazada y asustada, que encuentra en su viaje. “Yo jamás me planteé si narrar historias o no: para mí la historia siempre fue lo fundamental –sostenía Dal Masetto-. En Demasiado cerca desaparece todos los personajes se dedican a contar historias. A la literatura la siento de esa manera, así la expreso y se acabó. Para mí la historia es el estilo. Trabajo mucho, eso sí me preocupa: cómo escribir una buena página. Fundamental. Que no haya palabras inútiles, que al final de la página hayas dicho algo. Uno quiere que le cuenten algo. Vuelvo a lo de siempre, lo que dice la chica de Imitación: ‘Quiero una historia que empiece con Había una vez’. Es el punto de partida: si escuchás eso, ya te quedás prendido. Es la herencia que tenemos. Así de simple. A mí me vale. Es lo que hago”.
La serie italiana tiene un tercer libro: Cita en Lago Maggiore. La nieta de Agata y su padre se reúnen en el pueblo de origen. Hay, además, un relato que se llama “Almendros”. La hija de Dal Masetto, Daniela, vive en Palma de Mallorca: nació acá y emigró. En los últimos tiempos Dal Masetto pasaba varios meses al año allá. Escribió este texto cuando supo del nacimiento de su nieto: es un hombre que viaja a conocerlo, que ve al costado del camino las plantaciones de árboles. “El tren avanza. Los almendros lo acompañan siempre. El sol que da en el vidrio obliga al hombre a entrecerrar los ojos y le provoca una sensación de ensueño. Habla desde ese ensueño: ‘Soy alguien en tránsito que va a tu encuentro. En estos momentos estoy despojado de todo, salvo de esta expectativa de conocerte. Mi cabeza ya casi no alberga pensamientos. Si algo percibo todavía es el peso de mi cuerpo abandonado sobre el asiento de un tren en marcha. Me agrada sumergirme en este paréntesis de vacío. No es algo nuevo, reconozco este estado de cosas. Lo he vivido en cada hecho importante de mi vida. El viaje de hoy no empieza en este tren. Es un largo viaje. Me parece como si hubiese transitado por los trenes de las vías férreas de medio mundo, remontando tramo tras tramo, jornada tras jornada, para llegar hasta acá. Y en cada etapa, antes de cada decisión, antes de cada salto en el vacío, de cada enfrentamiento fundamental, sobrevino, igual que ahora, esta pausa de inercia y concentración, este recogimiento, esta suerte de suspenso donde soy sólo estupor y silencio. Si entreabro los ojos sigo viendo los almendros deslizándose en ese gran silencio’.”
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