Dom 18.04.2004
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Lee mis labios

Surmenage, sífilis, bruxismo, una enfermedad nerviosa, una drag queen, un mozuelo que enloquecía a Da Vinci, una embarazada, una educación cortesana, una pionera del comunismo, un feminismo radical, una sonrisa que no existe: cuáles fueron las especulaciones más originales y descabelladas alrededor de la sonrisa de la Gioconda antes de El Código Da Vinci.

Por María Gainza

Luc Maspero saltó al vacío y cayó redondo sobre el empedrado desde el cuarto piso de su hotel parisino el 23 de junio de 1852. Dejó una carta donde explicaba semejante decisión: “Durante años he intentado desesperadamente comprender el significado de su sonrisa. Prefiero morir”. La despiadada mujer que parecía vedarle celosamente sus secretos al joven francés era La Gioconda de Leonardo da Vinci. El paradigma de la dominatrix renacentista, aquella rellenita de cejas depiladas que en control de una naturaleza alucinada de caminos escarpados, rocas bituminosas y engañosas aguas, desvela al mundo dejando correr una catarata de hipótesis –algunas absurdas, otras más sólidas– pero todas inciertas, sobre qué esconde esa tana detrás de la insinuante mueca de labios apretados. Por eso, cuando en 1956 un joven boliviano entró al Louvre y le tiró una piedra a la pintura (que le produjo un leve raspón en el codo), su explicación –en un punto– sonó comprensible: esgrimió que la sonrisita lo sacaba de quicio. Tenía razón, después de todo, ¿de qué se ríe La Gioconda? (si es que realmente se ríe).


I Las hipótesis médicas pululan: el doctor italiano Filippo Surano asegura que la Mona Lisa sufre de bruxismo, ese hábito molesto e inconsciente de apretar los dientes durante el sueño o en un pico de stress. Parece que el obsesivo Leonardo, que eternamente insatisfecho sometía a sus retratados a extenuantes jornadas de trabajo, llevó a la mujer al borde del surmenage y, bajo el cansancio acumulado, ella comenzó a rechinar los dientes produciendo la extraña sonrisa de hastío. Otro, un médico danés, sostiene que, por lo durito del gesto, se puede aventurar que la retratada padecía una enfermedad llamada parálisis de Bell, una contracción en la boca que surge debido a una aguda inflamación de los nervios faciales. La enfermedad, que según el médico afectaría el lado izquierdo del rostro de la Mona Lisa, también se reconoce –dice él– en las manos hinchadas de la mujer. Lo curioso es que la parálisis de Bell suele afligir a las embarazadas. Lo que deja picando otra hipótesis.
Leonardo comenzó la pintura entre 1502 y 1503, mientras pasaba sus noches entre cadáveres en el hospital de Santa Maria Nuova en Florencia, investigando y estudiando todo sobre anatomía. Su ambición: descubrir la fuente de la vida. El profesor Martin Kemp, una autoridad en Renacimiento, sostiene que hay una semejanza escalofriante entre la Mona Lisa y un dibujo de Leonardo (hoy en la Colección de Windsor) que parece como una radiografía del interior de una mujer. Es una imagen que por años desveló
al pintor y sólo basta recordar que Leonardo fue el primero en dibujar un feto en el útero y en desafiar la creencia de que el hombre era el único responsable en la procreación, para entender cuánto lo obsesionaba el tema. Sherwin Nuland, profesora de cirugía de Yale, se suma a esta idea y dice que las manos regordetas y la tendencia a cruzarlas sobre el vientre son síntomas típicos de las embarazadas. ¿Entonces, después de todo, la Mona Lisa sonríe porque está esperando un hijo?
Algo de eso podría haber: el reciente descubrimiento de unos papeles de bautismo demuestran que en 1502 Lisa Gherardini, la tercera mujer del rico comerciante de sedas Francesco del Gioconda, y a quien más sólidamente se ha identificado como la retratada, dio a luz a Piero. Las dos primeras esposas de Francesco habían muerto después del parto, con lo cual el nacimiento de este niño y la buena salud de su esposa eran un motivo de festejo. Todo indica que el orgulloso marido encargó el cuadro para adornar su flamante nidito de amor.
Pero el paisaje. Hay algo en ese paisaje, en esos ríos endiablados y lóbregas montañas –que muchos han creído una invención leonardesca pero que seguramente fueron inspiradas por el valle del Arno– que incomoda en la teoría de un simple embarazo. Según el geólogo Dr. Cherry Lewis, la Mona Lisa corresponde a las ideas de Leonardo sobre la creación, ideas queabiertamente desafiaban la historia bíblica del Génesis. El paisaje ya no era para el artista el habitual decorado de cartapesta que solemos ver en retratos anteriores sino más bien una visión geológica –viva– que ilustra cómo el valle debió parecer hace millones de años. Esos ríos descendiendo como serpientes por la montaña y esa niebla que todo lo envuelve podrían ser una representación del gran ciclo del agua. La síntesis visual de todas las observaciones del pintor, y la explicación de cómo la Tierra había sido transformada por el agua errante. Entonces Mona Lisa es más que un embarazo, es un retrato de la creación, una visión del mundo que coloca a la mujer en el centro de los secretos de la naturaleza. Y esa sonrisa es la de una Reina Madre todopoderosa.
Menos osados, hay quienes dicen que la insinuación calma de la sonrisa encarnaba una de las normas básicas de la educación aristocrática fomentada por El libro del Cortesano de Baldassare Castiglione. Más precisamente la idea de la sprezzatura (palabra difícil de traducir pero que se aproxima a la idea de desdén, descuido, de hacer parecer fácil lo que es difícil, algo similar a lo que hoy sería hacerse el cool). La Mona Lisa, en ese sentido, tiene un dejo de autosatisfacción típicamente cortesano. Lo que no encaja es que los libros de etiqueta prohibían expresamente que la sprezzatura fuera representada por una mujer, y mucho menos por una que miraba endemoniadamente a cámara. Pero Leonardo tenía ideas propias.


II Vasari –el Lucho Avilés del Renacimiento– asegura en su Vidas de los más excelentes pintores, escultores y arquitectos que, para evitar la mirada melancólica tan típica de los retratados, Leonardo se vio obligado a contratar músicos y bufones que alegraran a la pobre Gioconda (nombre que, a su vez, significa “la que ríe”). Pero se sabe que Vasari, que era un poco cholulo, y que además publicó el libro treinta años después de la muerte de Leonardo, llenó muchos de los baches de las biografías con fantasía, con lo cual esta anécdota es un dato, no a desestimar pero sí a tomar con pinzas (igual el libro de Vasari es una delicia).
Los italianos tienen una palabra para explicar el misterio de la sonrisa: sfumato, la técnica que utilizaba Leonardo para eliminar los contornos netos de las líneas y difuminar éstos en una especie de neblina que produce el efecto de inmersión en la atmósfera, alejándola de las imágenes más acartonadas de sus antecesores. La sonrisa de Mona es puro sfumato. Pero según la doctora Margaret Livingston, una neurocientífica de Harvard, existe una explicación más concreta. Investigando cómo el ojo y el cerebro responden a diferentes formas de iluminación, la doctora detectó un parpadeo: la sonrisa aparecía o desaparecía según la forma en que miráramos el cuadro. Pronto –ella dice que fue mientras regresaba a su casa en bicicleta, un típico comentario de científico loco– entendió que el efecto se debía a una característica del sistema visual humano. El ojo tiene dos regiones para ver el mundo, una central, la fovea, donde vemos colores, leemos el diario, y percibimos detalle, y otra periférica, donde sólo vemos movimiento y sombras. Si nos concentramos en la boca de la Mona Lisa, a la fovea le cuesta trabajo percibir la sonrisa. Pero cuando la miramos a los ojos, la visión periférica –menos precisa– capta las fuertes sombras de sus pómulos, y éstas a su vez enfatizan la curvatura de la boca. Así Leonardo insinúa una sonrisa que no está. Es puro efecto: “Nunca podremos ver a la Mona Lisa sonreír si le miramos directamente la boca”, explica Livingston, “sólo lo veremos si movemos los ojos a través del cuadro”. Es lo que podríamos llamar el Síndrome Geena Davis, el de aquellas mujeres con pómulos como peñascos que parecen tener la sonrisa congelada.
Algo que ya es un cliché pop pero que justamente por eso es imposible de esquivar, es la hipótesis esgrimida por Freud en su largo estudio sobreLeonardo. Freud sostuvo que la sonrisa había perseguido al artista en varias de sus pinturas –en la Santa Ana, por ejemplo– y que esa recurrencia representaba un deseo inconsciente y perverso del artista hacia su madre. El historiador Kenneth Clark, que no es proclive al delirio, vio en la Mona Lisa rastros de la boquita de Salai, el joven asistente de Leonardo –que según cuentan era hermoso, con esos cabellos rizados tipo tirabuzón que tanto gustaban al artista–.
Pero no hay que ir tan lejos para ver que la sonrisa de Mona Lisa es gótica, es la sonrisa de las reinas y santos de las catedrales medievales, en especial la del Angel Sonriente de Reims, pero que, una vez pasada por el ojo de Leonardo, se ha vuelto mundana.


III Al enigma de la sonrisa se le suma la incógnita sobre la identidad de la mujer retratada. Leonardo, que guardaba copiosas notas sobre todo lo que hacía, no menciona a la Mona Lisa. Y si fue un retrato de la esposa de Francesco del Gioconda es extraño que el pintor se lo guardara consigo hasta el final de sus días. Durante cuatro años, Leonardo la llevó en todos sus viajes, un poco a la manera de tarjeta de presentación, como quien muestra su book, y la mantuvo a su lado hasta su muerte el 2 de mayo de 1519. Es claro que lo que empezó como un retrato de golpe se volvió algo intensamente personal.
Ideas sueltas que le dieron pie a Lilian Schwartz, una experta en gráficos computarizados, a utilizar un programa de morfologías para demostrar que si se superpone a la Mona Lisa el autorretrato de Leonardo, éste se alinea perfectamente con el de su retratada: boca con boca, ojos con ojos, nariz con nariz. Schwartz entonces se embala y arguye que Leonardo, entre viajes y mudanzas, terminó la pintura utilizándose a sí mismo como modelo, metamorfoseándose con la mujer. Por lo que finalmente el que nos estaría sonriendo sería nada menos que el pintor. Pero la doctora no toma en cuenta que los retratos renacentistas estaban creados a partir de relaciones de proporción (el Hombre Vitruviano de Leonardo como el ejemplo más claro de esta práctica). Con lo cual la comparación digital sólo serviría para demostrar que el pintor utilizó un canon de proporciones en ambas imágenes y no probaría que Mona Lisa y Leonardo son la misma persona.
Sobre quién es esa chica, hay quienes dicen que no es el retrato de una mujer sino la suma de muchas. En el siglo XIX Walter Pater vio la pintura como el sueño de Leonardo de una imagen ideal. Pero también reconoció su lado misteriosamente siniestro: “La Gioconda es más vieja que las rocas entre las que se sienta; como el vampiro, ha estado muerta muchas veces y conoce los secretos de la tumba; se ha sumergido en los mares más profundos y aún conserva su agonizante luz”. Pero el ideal de belleza de Leonardo está en el ángel de la Virgen de las Rocas, con esa expresión como ida y más lejana que la de la pícara señora Gioconda. Otros dicen que es un discípulo de Leonardo que el pintor hizo posar tipo drag queen. Magdalena Soest, que pasó años estudiando la pintura, afirma que es una cortesana llamada la Tigresa, Caterina Sforza, la hija ilegítima de Galeazzo Maria Sforza, el duque de Milán. Y una belleza de su época. Esta idea está basada en que el retrato de Lorenzo di Credi que muestra a esta mujer en 1487 es asombrosamente similar.
Y después, ya las versiones se descabellan: los comunistas decían ver en la Mona Lisa una imagen de la mujer que agonizaba por la clase obrera y Camille Paglia –siempre tan sutil– sostenía que la sonrisa expresaba claramente que “los hombres son innecesarios”. Pero no, a la Mona Lisa se la nota satisfecha, orgullosa de haberse procurado semejante buen partido: porque lo que Paglia parece ignorar es que Francesco del Gioconda había ascendido a su mujer de clase social, le había ahorrado muchos pesares económicos y le había comprado una bonita villa.


IV A veces la boquita de la Mona Lisa parece un poco forzadamente tiesa, como escondiendo algo, ¿y qué si la señora estuviera apretando los labios, regalando esa sonrisita austera, para esconder unos dientes negros, resultado del uso de mercurio en tratamientos para la sífilis? Porque convengamos que la boca abierta de par en par exhibiendo todos los dientes, aquella que inmortalizarían los políticos a lo Ruckauf, y que hoy es una marca distintiva de belleza y salud, no siempre estuvo tan reluciente.
Hasta casi llegado el siglo XIX, la higiene dental no tenía muchos adeptos. Sonreír con la boca abierta era entonces considerado una grosería -.reservada a locos o los borrachos–. El profesor Colin Jones, de la Universidad de Warwick, demostró que la primera vez que una sonrisa abierta y dientuda se presentó en sociedad fue en el autorretrato de la pintora francesa Madame Vigeé-LeBrun en 1787, donde ella apareció riendo relajadamente junto a su hija. La crítica de la época la condenó diciendo que esta actitud era algo que “los amantes del arte y las personas de buen gusto se unían para condenar..., mostrar los dientes era algo particularmente fuera de lugar en una madre”. Pero hacia el siglo XIX, gracias a las nuevas transformaciones en el campo de la odontología, sobrevino el cambio de imagen. Así El Grand Thomas, que entre 1710 y 1750, sacaba muelas con gestos dramáticos y ropajes rimbombantes frente a un público reunido en la plaza, fue reemplazado por una camada de dentistas serios que intentaban reparar –antes que extraer– los dientes. En esta línea de divague da pavor imaginar que la Mona Lisa -.de tan pero tan real que parece– un día diga “whiskeee” y nos devele a todos el misterio de esa boquita canuta.
Pero Leonardo, el eterno niño en la edad del por qué, que todo quería saber y preguntar ¿cómo funciona un corazón?, ¿por qué morimos al envejecer?, el que proyectó una desviación del curso del Arno que ni siquiera la tecnología moderna pudo llevar a la práctica, el que perseguía durante días enteros a cualquiera que portara una cabeza singular sólo para volver a su casa y dibujarla de memoria, el mismo que propuso un método para levantar la iglesia de San Giovanni y poner debajo las escaleras sin que ésta se derrumbara, que propuso proyectos para horadar las montañas y vaciar los puertos, que llenó trece volúmenes manuscritos de observaciones y experimentos, el hombre que más brillo dio a la pintura según palabras de Vasari –que era exagerado pero que también los conocía a todos y eso incluye a tipos como Miguel Angel y Rafael–, al fin y al cabo, el hombre más insaciablemente curioso de la historia, nos dejó a todos con la duda.
Lisa -.ya es hora de llamarla por su nombre de pila– se ha vuelto con el tiempo una imagen para todos los gustos: en Tokio, 1,5 millón de personas visitaron el cuadro cuando éste visitó el país, en Internet se vende una almohada con su imagen que lanza risitas de alegría cuando se la aprieta en el pecho, Duchamp le agregó bigotitos, Nat King Cole le dedicó un tema y en febrero de 1999 el New Yorker sacó una tapa con la imagen de Monica Lewinsky como la súper Gioconda norteamericana. Eso le pasa por histeriquear: tanto enigma, tanta ambigüedad, la Mona Lisa se volvió aquella tía solterona de la familia, aquella que dicen nuestros padres solía ser una belleza pero que ahora, después de armar tanto revuelo en el barrio con sus aires de princesa, ahora cualquier cosa le viene bien.

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