Los dedos mágicos
POR DIEGO FISCHERMAN
Ya había hecho su aparición Keith Jarrett. Antes, Chick Corea y Herbie Hancock. Parecía que en el panorama del piano en el jazz no había mucho más que decir, y el contrabajista Charlie Haden –que había tocado entre otros, precisamente, con Jarrett– empezó a hablar insistentemente de un joven instrumentista cubano que, además, insistía en no irse de Cuba. Gonzalo Rubalcaba deslumbraba con un virtuosismo apabullante, un prodigioso dominio de la mano izquierda y una sorprendente manera de trabajar los contrapuntos y la independencia de distintos planos rítmicos y melódicos. Dos de los discos en los que tocaba con Haden, su primer admirador, siguen estando entre lo mejor de su carrera. Uno fue grabado en vivo en el célebre Festival de Jazz de Montreux y se editó varios años después de registrado, en 1990, en el sello Blue Note. El otro, Imagine (1994), casi como un sello generacional, hacía algo que todavía no era muy frecuente; improvisaba a partir de un tema que no provenía del jazz: ni más ni menos que Imagine de John Lennon. Los puntos fuertes de Rubalcaba, además de una obvia facilidad para internarse en patrones rítmicos del Caribe, tienen que ver con la fluidez y el carácter explosivo de sus improvisaciones. Lo perjudica, en cambio, una suerte de doble complejo de inferioridad. Como otros cubanos –Arturo Sandoval, Paquito D’Rivera, Chucho Valdés–, trata de demostrar permanentemente que es más virtuoso que los músicos de jazz estadounidenses y, como otros músicos de tradición popular, que su dominio técnico es por lo menos igual al de un pianista clásico. Cuando se contiene, cuando es capaz de no poner de entrada toda la carne en el asador, cuando bucea más en la expresión que en los fuegos artificiales, es un gran músico.
Nota madre
Subnotas