Dom 12.03.2006
radar

El narrador

› Por Alan Pauls

Los casos clínicos del doctor Oliver Sacks arrancan a menudo como las novelas policiales: “Todo comenzó con una llamada, a principios de 1993” (La isla de los ciegos al color). Y aunque lo que venga después no sea la voz ronca de una rubia ronroneando su s.o.s. al oído de un detective pasado de whisky sino un zoom al ecosistema acromatópsico de una isla en el Mar de las Filipinas, el principio es exactamente el mismo: narrar. Narrar los trastornos del sistema nervioso, de la percepción, de la identidad, como Chandler narraba los casos que golpeaban a la puerta de la oficina de Philip Marlowe: no sólo contando lo que pasó, cómo pasó y a quién y por qué, sino también –y sobre todo– cómo y por qué él, el narrador-neurólogo, llegó a enterarse de todo y apareció ahí, en el escenario de los hechos. Es ese costado artesanal de las historias clínicas de Sacks lo que las inscribe en la gran tradición médico-narrativa del siglo XIX. En ese sentido, sus colegas son tanto Freud, cuyos casos solían dejarse arrastrar por la pulsión de la biografía, como Leskov, en quien Walter Benjamin detectaba la confluencia de los dos grandes modelos arcaicos de narrador: el agricultor sedentario y el marino mercader. Sacks, por su parte, tampoco renuncia a ninguno: por un relato es capaz de quedarse quieto y esperar años junto a sus pacientes en el Beth Abraham Hospital del Bronx, pero también de viajar a la isla de Rota para descubrir entre unos helechos un inconspicuo espécimen de Psilotum nudum o recorrer junto a una ingeniera autista las instalaciones de uno de los vistosos mataderos para vacas que diseña. Sacks dice que su gran tema es la supervivencia. A eso se dedica: a contar el cuento, que es lo que define a todo sobreviviente.

Al tratar el caso clínico como una forma de relato, Sacks mata dos pájaros de un tiro: le devuelve a la mirada la función vital que la medicina y la ciencia prefieren delegar en el control impávido de un circuito cerrado de TV y rescata al enfermo de la mudez, la ataraxia y la pasividad que ya empezaban a aceptarse como una consecuencia triste pero fatal de su condición. En El hombre que confundió a su mujer con un sombrero escribe: “Los historiales clínicos modernos aluden al sujeto con una frase rápida (“hembra albina trisómica 21”) que podría aplicarse igual a una rata que a un ser humano. Para situar de nuevo en el centro al sujeto (el ser humano que se aflige y que lucha y padece) hemos de profundizar en un historial clínico hasta hacerlo narración, cuento”. Pero hay un riesgo: que la cosificación descarnada del enfermo ceda su lugar a un flagelo inverso pero no menos nefasto: la humanización paternalista. Si Sacks lo evita siempre, si sus historias –por conmovedoras que sean– jamás condescienden al sentimentalismo bobo y universalizante en el que Hollywood ha querido involucrarlo (Despertares), es porque, además de un gran narrador, es un curioso extraordinario y quiere saberlo todo. Como le pasaba a Freud con Schreber, el psicótico que le enseñó todo sobre la psicosis, Sacks intuye que la enfermedad –sobre todo la extraña clase de la que se ocupa, que, desde la jaqueca hasta las acromatopsias, parece celebrar con jovialidad la apoteosis de la irregularidad– no es un accidente que contraría la identidad del enfermo sino su manifestación más profunda, su idioma, a menudo su obra maestra y hasta su felicidad. Dostoievsky: “Todos ustedes, los individuos sanos, no pueden imaginar la felicidad que sentimos los epilépticos durante el segundo que precede al ataque. No sé si esta felicidad dura segundos, horas o meses, pero créanme, no la cambiaría por todos los gozos que pueda aportar la vida”.

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