› Por Ezequiel Acuña
El lenguaje y la escritura siempre tuvieron algo de mágico, y así también distintos tipos de magos: están aquellos como el borgeano Abderráhmen y su espejo de tinta, y aquellos otros más parecidos al erudito traductor de Walter Benjamin. De estos últimos, el gran mago tal vez sea Jean-François Champollion, el descifrador de la Piedra Rosetta.
“Por culpa de mi tatarabuelo fui perseguido durante toda mi escolaridad. Yo no era muy brillante que digamos y mis profesores me decían: ‘¿Cómo con un nombre como el tuyo puedes ser tan idiota?’”
Champollion “el joven” fue, sin embargo, su primer epíteto, que usó para diferenciarse de su eminente y estudioso hermano mayor Jacob Joseph Champollion, personaje no menor en la vida del prodigio niño que a los nueve años ya hablaba latín. Jacob Joseph –o Champollion Figeac– fue el mentor y primer formador en lenguas de Champollion “el joven” y quien le consiguió una copia de las inscripciones de la Piedra Rosetta y le aconsejó que partiera a París a estudiar. En 1809, a sus 16 años, Jean-François ya se dedicaba intensamente al estudio de lenguas como copto, sirio, hebreo y etíope, entre otros, presumiendo, como demostrará luego, que el estudio de estas lenguas cercanas al egipcio antiguo y su sistema de jeroglíficos era el mejor camino para acercarse a la Piedra Rosetta.
Esta piedra, que fue descubierta por el ejército francés en 1799 durante la construcción del fuerte Saint-Julien en el delta del Nilo, contiene un texto con tres tipos de escrituras. El primero, de catorce renglones, es en caracteres jeroglíficos; el segundo, demóticos; y el tercero, en griego uncial. Aunque desde Diodoro Sículo muchos intentaron, sin resultado concreto, descifrar la escritura jeroglífica, con el descubrimiento de la Piedra Rosetta parecía haber una gran oportunidad. Champollion lo sabía y, siguiendo la opinión del jesuita Kircher, a sus 17 años le escribe a su hermano: “Yo me consagro completamente al copto. Quiero conocer el egipcio tanto como mi propia lengua materna, porque en esta lengua estará basado mi gran trabajo acerca de los papiros egipcios”. Se dice que en esas épocas fue tal su dedicación al estudio, que contrajo estrabismo por la gran cantidad de horas de lectura bajo una lámpara mal colocada.
En 1821, el mismo año de la muerte de Napoleón, Champollion decide abocarse finalmente al estudio de la Piedra Rosetta y al descifrado de los jeroglíficos. Estos escritos que los griegos llamaron jeroglíficos eran para los antiguos egipcios “palabras de los dioses”, y la escritura tenía así un carácter sagrado y mágico: quien sabía el trazo de aquellos caracteres no era menos que un erudito o un mago. Todos los años de estudio de Champollion lo habían convertido en un erudito y estaba a punto de convertirse en un mago.
Se cuenta que al inicio del trabajo de Champollion con la Piedra Rosetta llegó hasta sus oídos que Alexandre Lenoir había publicado un opúsculo que parecía ser la clave de la escritura jeroglífica. Cuentan también que no tardó su desesperación en convertirse en risa: lejos estaba aquella explicación de lo que él develaría en 1822 en su Carta a Mr. Dacier sobre el alfabeto de los jeroglíficos fonéticos. Había logrado reconocer 12 caracteres y elaborado una teoría de decodificación. Su método para el descifrado del alfabeto jeroglífico es por fin consolidado en 1824 cuando publica Precisiones acerca del sistema jeroglífico de los antiguos egipcios. Sus afirmaciones suscitaron la controversia y la crítica, pero sus múltiples estudios de monumentos egipcios y su expedición a Egipto en 1828 le permitieron confirmar sus descubrimientos (el templo de Dendera será tal vez su mayor testigo). Conforma, así, los contornos de una nueva disciplina, la egiptología, y obtiene a su regreso un lugar en la Academia de las inscripciones y la cátedra de Arqueología Egipcia en el Collège de France creada especialmente para él. La leyenda se cierra alrededor de Champollion. Se cuenta que, debido a que su madre –embarazada de él– estaba gravemente enferma, su padre la llevó a un curandero. El curandero la hizo acostarse sobre un lecho de hierbas calientes, anunció su curación inmediata y el alumbramiento de un niño de fama imperecedera. Unos días más tarde, el 23 de diciembre de 1790, nacía Jean-François Champollion, aquel egiptólogo, traductor y mago de fama imperecedera que moriría el 4 de marzo de 1832.
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