La publicación de Al pelar la cebolla estaba planeada para el 1º de septiembre, pero el debate generado por las declaraciones de Grass adelantó la fecha: el libro se distribuye en Alemania desde el miércoles pasado. Por supuesto, la primera edición de 150 mil ejemplares ya está agotada y marcha la segunda, de 100 mil.
› Por Günter Grass
En la piel de la cebolla no quedó grabado nada que pueda leerse como marca de susto o incluso de espanto. Antes bien, debo haber visto las Waffen-SS como una unidad de elite, que entraba en acción cada vez que había que bloquear una infiltración en el frente, romper un cerco como el de Demjansk o reconquistar Charkow. La doble runa en el cuello del uniforme no me escandalizaba. Al joven, que se veía a sí mismo como un hombre le debe haber parecido importante sobre todo el tipo de fuerza: si no había podido enrolarse en los submarinos, de los que los comunicados especiales apenas traían alguna noticia, entonces al menos como Panzerschütze (“carrista” o soldado de tanque blindado) en una división que, como se sabía en el comando central “Ciervo Blanco”, debía ser formada de nuevo bajo el nombre “Jörg von Frundsberg”. El nombre Frundsberg me era conocido como jefe de la Unión Suaba del tiempo de las guerras campesinas (siglo XVI) y como “Padre de los Lansquenetes”. Un hombre que estaba por la libertad y la liberación.
Las Waffen-SS tenía también algo europeo: reunidos en divisiones, luchaban de forma voluntaria franceses, belgas, flamencos y holandeses, muchos noruegos, daneses e incluso suecos neutrales, en una batalla defensiva sobre el frente oriental que, según se decía, salvaría a Occidente de la marea bolchevique. Es decir que había excusas suficientes. Y sin embargo me negué durante décadas a admitir la palabra y la doble letra. Lo que asumí con el tonto orgullo de mis años juveniles quise silenciármelo tras la guerra a causa de la vergüenza renacida. Pero la carga quedó, y nadie podía aliviarla.
Durante mi formación como Panzerschützer, que me embruteció el otoño y el invierno, no se oyó nada de aquellos crímenes de guerra que luego salieron a la luz, pero la sostenida ignorancia no podía ocultar la comprensión de haber sido insertado en un sistema que planeó, organizó y llevó a cabo la aniquilación de millones de personas. Incluso estando excusado de culpa activa, quedó hasta hoy un resto no pagado de la corrientemente llamada responsabilidad compartida.
A los reclutas de mi edad y a los soldados veteranos, que habían sido destinados de la Fuerza Aérea a las Waffen-SS en la así llamada “Donación Hermann-Goering’ (Goering era el comandante en jefe de la Fuerza aérea alemana), se los hacía sudar de la mañana a la noche y debían, como fue anunciado, “quedar hechos un trapo”.
Una vez por semana nos aburríamos durante una hora de clase en la que se hablaba de espacio vital y visión de mundo: Blut und Boden, sangre y tierra... (base y lema de la ideología racista de los nazis). De aquello quedaron desperdicios verbales que, resistentes, aún pueden ser consultados en Internet.
Ante la consulta de un superior acerca de a qué me dedicaría “luego de la victoria final”, me callé que estaba seguro de que quería ser artista y en cambio dije vagamente que mi objetivo era estudiar historia del arte, a lo cual me prometieron apoyo si estaba dispuesto y capacitado para concurrir a algo así como una escuela de elite para líderes. Allí, me dijo el superior, ya se estaba formando a hombres de conciencia nacional para tareas que no escasearían luego de la victoria final: en el área de la planificación territorial, para la necesaria reubicación de las poblaciones extranjeras, como líderes de la economía, en la reconstrucción de las ciudades, en el sector fiscal, tal vez incluso en el deseado área del arte... Después me preguntó acerca de lo que ya había aprendido. (...) Yo hablaba sin pausa y probablemente con presunción sobre los autorretratos de Durero, el altar de Isenheimer y los Milagros de San Marcos de Tintoretto, elogiando la caída del apóstol desde arriba como un ejemplo de perspectiva osada. (...) El superior se despidió de mí meneando la cabeza y con un corto gesto de la mano: evidentemente no estaba apto para una carrera como líder después de la victoria final, pues ninguna escuela de elite me retiró del entrenamiento.
Desde el campo de formación en el medio de los bosques de Bohemia, grupos aislados eran trasladados a las guarniciones de compañías lejanas. (...) A nosotros nos llevó un tren de carga por la noche a través de Tetschen-Bodenbach a Dresden, luego más allá en dirección este, donde se presumía que estaba el frente en Baja Silesia.
Supuestamente el frente estaba antes de Sagan, una pequeña ciudad que, si bien ya había sido reconquistada, todavía seguía en combate. Pero sólo llegamos hasta Weisswasser, donde se perdió todo orden y con él el equipo de marcha junto al diario de guerra y al abrigo de invierno que llevaba atado alrededor. Desde ahí, la película se corta. Cada vez que la arreglo y vuelvo a hacerla rodar, sólo veo un calidoscopio de imágenes.
Me veo, como lo había aprendido, arrastrándome debajo de un tanque Jadpanther... Presa del miedo, me hago pis en los pantalones... Después, silencio... Por muy corto que haya sido el intervalo de tiempo, fue suficiente: aprendí a tener miedo.
Más tarde pertenecí a unidades de combate a las que ya no había que poner nombre: los batallones y las compañías se disolvían. La división Frundsberg no existía, si es que alguna vez existió. En el caos de la retirada, busqué unirme a cuadrillas dispersas que también buscaban restos de sus tropas. Lo seguro es que a mediados de abril fui a parar dos veces detrás de las líneas de combate rusas como parte de un grupo heterogéneo. Eso ocurrió en la urgencia de la retirada. Y en cada ocasión formaba parte de una patrulla con una misión poco clara.
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