UN ANTICIPO DE AMERICANOS. LOS PASOS DE MURIETA
› Por Ariel Dorfman
(Nota introductoria: estamos en California en el año 1851. Un bandolero llamado Joaquín, con el probable apodo de Murieta –aunque eso está en disputa– empieza a asolar a ese territorio arrebatado a México, sólo recientemente incorporado a los Estados Unidos. El cacique de la familia Amador está furioso con ese malhechor que le sustrajo 23 magníficos alazanes, mientras que sus tres jóvenes nietos, los mellizos Pablo y Rafael y su prima Marcadia, lo idolatran.)
Al poco tiempo, más hazañas de alguien llamado Joaquín arribaron al Rancho. Con una banda de quince mexicanos, un forajido de ese nombre, ahora sí con el apodo de Murieta o Moriatti había sembrado el terror por Calaveras County, disparando contra mineros de cualquier raza y religión, hurtando caballos frescos para escapar del peligro, un fantasma siempre más veloz que sus perseguidores, apareciendo en la cumbre de un cerro y casi simultáneamente en el barranco más profundo, atacando si el adversario no tenía armas, evadiéndose si el enemigo era fuerte y lleno de pertrechos.
–Un cobarde, carajo –vociferaba Don Amador–, amarillo y traidor y granuja, mancillando el honor y el nombre de quienes hablamos en buen castizo y rezamos a la Virgen de Guadalupe.
Y otra vez más, como si Murieta estuviera dedicado a burlarse personal y directamente del jefe de la familia Amador, menos de una semana más tarde asomó otra historia en el horizonte. El sheriff de Quartzberg estaba colocando en la muralla de un burdel local el dibujo tosco de un tal Joaquín Quintanilla, de ojos torvos y piel manchada, unas mejillas que nadie había afeitado en varias jornadas, un bandido por el que se ofrecía una opípara recompensa. Apenas había finiquitado el policía sus labores cuando, dándose vuelta, ¿a quién encontró escrutando ese dibujo por encima de su hombro? Un foráneo alto y moreno y sarcástico que en nada se parecía al bosquejo que adornaba la pared del burdel. Después de examinar aquella semblanza, había preguntado, hablando en castellano, si acaso algún vecino entre aquel gentío no tendría, por piedad, un pedazo de carbón. Un pequeño accedió a su amable petición, recibiendo como recompensa una moneda de cinco centavos, y enseguida el hombre, el mismo Murieta, pero quizás otro Joaquín –¿o sería al revés?– procedió a enmendar ese afiche que gritaba WANTED, incrementando el tamaño del bigote encima de esos labios y agregando pelos más traviesos en la barba. Tomó un paso atrás para contemplar su destreza artística. Y debe de haber hallado alguna deficiencia en el cuadro, puesto que extrajo un revólver de mango plateado de su funda, y disparó dos balas, una en cada ojo del retrato, una para el ojo izquierdo, otra para el derecho, de manera que cada vez se asemejaba menos al facineroso que se buscaba, y les había preguntado a los habitantes del pueblo, especialmente a las mujeres que estaban tan impresionadas con su semblante claro y hermoso: Y bien, ¿ahora se parece más a esta cara que ven, se parece a Joaquín? Y para nada, ambas caras no se parecían en absoluto, tal como ni una de las historias provisionales calzaba en la próxima, excepto que cada Joaquín, audaz o timorato, generoso o ególatra, cada cuatrero que lucía ese nombre, era inevitablemente un tirador mortífero y un jinete magistral, que siempre disfrutaba mofándose de aquellos que lo hostigaban, y siempre desapareciendo como por arte de magia cuando lo acorralaban, robándose los caballos de los mismos hombres que trataban de darle alcance, rompiendo todas las reglas habituales de combate y cacería.
Con tal de que los cuentos fueran entretenidos, su veracidad última no tenía importancia alguna. Lo único que concernía a Marcadia y sus mellizos era que este Joaquín, si es que se trataba de él y no una amalgama de seis o siete tipejos intercambiando nombres y localidades, identidades y tácticas, un día un socavón y al otro un almacencito, lo único que exigían era que este fluido Joaquín los divirtiera. Cierta tarde, por ejemplo, había estado huyendo de un posse de dieciséis enardecidos forty-niners, a punto de que lo agarraran. Y, sin embargo, se dio el tiempo para sustraerle a un mercader francés un cúmulo de ollas y sartenes antes de reanudar su camino bulliciosamente golpeando sus bienes mal adquiridos. ¡A plena vista de sus perseguidores! Una versión adicional incluso señalaba que había retornado esa misma noche al campamento de sus enemigos, premunido de la comida que los delincuentes habían cocinado en esas mismísimas ollas, frijoles, tortillas y un guisado de conejo al ajo, y que quienes lo rastreaban habían hallado tan deliciosa la merienda que al otro día decidieron en forma unánime que sería una lástima mandar al más allá a un cocinero tan insigne y tan caballeroso, y se rumoreaba que uno de ellos había jurado que si así se alimentaban los malhechores, pues, entonces, él tenía la firme intención de unirse a la banda, algunos hasta juraban que aquel converso a la causa de Murieta no era ni más ni menos que Three-Fingered Jack. Aunque otra historia aclaraba que Three-Fingered Jack se había transformado en el lugarteniente de Joaquín cierta noche en que jugaba a las cartas en Santa Clara y un gringo –de nombre Benson– había cometido trampa y cuando lo pillaron, en vez de arrepentirse, se había levantado iracundo de la mesa advirtiendo a los otros timadores que mejor no le pidieran cuentas, miren que ayer no más, just yesterday, había dado muerte al famoso bandido Joaquín Murieta. Y uno de los que tomaban parte en el juego de naipes –un hombre taciturno que no había pronunciado una sola palabra en toda la noche– de pronto saltó encima de la mesa, empañando el tapete verde con sus botas, y rasgó su camisa, gritando: ¡Yo soy Joaquín, carajo! Mátame otra vez. Pero esta vez no vayas a equivocarte al disparar.
Todas estas leyendas terminaron acumuladas –tal vez amontonadas sería una palabra más apropiada– en la habitación de Marcadia a fines de octubre de 1852, la noche en que ella cumplió diez años de edad. Ese fue su regalo: descubrir las paredes y el piso cubiertos con dibujos que Rafael había trazado y que Pablo había colmado de palabras, cada hazaña del bandolero ilustrada con figuras multicolores y discursos enrevesados que los dos colaboradores habían convertido en un tipo de narración que Los Angeles nunca había visto antes y que, por lo menos así lo pensaban ellos, nunca volvería a ver.
Sólo la delectación que demostró Marcadia al contemplar estos dibujos parlantes –era, después de todo, su cumpleaños– impidió que su madre y el Abuelo Amador quemaran en ese mismo instante esos inventos diabólicos:
–De nuevo está invadiendo mi casa este maldito, esta vez invitado por mi propia estirpe.
Y Encarnación San Bruno tuvo que concordar, aceptando por primera vez que el bandido, en efecto, tenía una existencia real.
–Sí –dijo, haciéndose eco de su suegro–. Se está haciendo demasiado popular este Murieta de Mala Muerte.
Y así siguió el asunto, traicionado por sus compatriotas y recogido por aquellos que debieron ser sus enemigos, rescatado de los brazos de prostitutas y perdido entre las patas de los caballos. Todo lo siniestro que llevaba a cabo Joaquín era tildado de calumnia y todo lo positivo se exageraba hasta que no parecía haber otro héroe en todas las Américas. ¿Acaso no le había hecho el amor a la rubia esposa del mismo sheriff que lo andaba buscando al otro lado de Murphy’s Town, y cuando el pobre regresó extenuado al hogar sin su presa, acaso Murieta no ató al cornudo y lo forzó a que contemplara al malandrín extenuarse –a su propia manera–- encima de aquel cuerpo femenino demasiado dispuesto a sus encantos? Con detalle lúbrico, Rafael había esbozado esas contorsiones y su hermano había añadido el texto de oohs y aaahs y go on, my love, my love, que mostraron a Marcadia pero no al Abuelo.
–¿De qué se están riendo? –Don Amador los interrogó–. Haré que Harrison Solar se encargue de limpiarles esa sonrisa, borrarles esa carcajada del hocico. ¿Saben cuántos mexicanos han sido ejecutados, algunos porque se llaman Joaquín, otros porque se asemejan a Joaquín y los demás porque simplemente tienen la tez tirando a lo moreno? Ayudando, ese criminal, a los que conspiran para robar nuestra tierra.
(Nota de conclusión del anticipo: finalmente, un salteador que puede o no ser Murieta es ultimado en julio de 1853 por un Texas Ranger con el nombre inverosímil de Harry Love, quien exhibe la cabeza del bandido en un jarro en un saloon de Los Angeles. Cuando los mellizos ven esa cabeza deciden robársela, un hurto que va a traer consecuencias insospechadas para la familia Amador y el destino de California.)
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