> LOS DERECHOS DE LOS BEATLES, LA HIJA DE ELVIS, LA CARA DE NADIE
› Por Martín Pérez
Con su afro y la nariz bien ancha. Así es como prefiero recordar a Michael Jackson, el artista que miró el mundo desde la cima, el heredero de Motown que logró lo que su sello madre nunca consiguió, que es que el mundo todo cante sus canciones, sin distinción de razas. Un músico cuyas canciones, despojadas de prejuicios, mito y marketing, siguen brillando con luz propia, algo que se puede constatar cada vez que se escucha la versión que Caetano Veloso supo hacer de su “Billie Jean”. Y si hay que dejar de lado la música, nunca está de más recordar que el bueno de Michael supo ser el dueño de los derechos de las canciones de Los Beatles, y se casó con la hija de Elvis Presley. ¡Ni un personaje de ficción se atrevería a tanto! Rey pop por derecho propio –y en virtud de dinero que siempre es ajeno–, se convirtió sin pasaje de regreso en un monstruo devorado por su propia imagen. Antes de la noticia de su muerte, creo recordar que lo último que escuché de él fue que se le había caído la nariz. ¿O estoy inventando? Poco importa, sin embargo, si fue noticia o ficción: todo era posible en el desbarranco permanente en que se convirtió el manejo de su imagen y la personalidad de un músico que se imaginaba convertido en estatua más grande que su propio mito, como en el mundo moderno sólo pueden imaginar –y efectivamente construir– dictadores improbables como los que gobiernan los países más dictatoriales del lejano Este asiático. El músico que lo tuvo todo, sin embargo, ya no tenía nada, salvo deudas. 400 millones es lo que declaran sus deudos, una cifra que Michael soñaba con paliar regresando a los escenarios: ya tenía agendado un ciclo londinense similar al que tantos réditos le dio a Prince, otro artista que muchos se apuran a considerar en el ocaso. Pero ya no podrá ser. La música no siempre puede solucionarlo todo. Aquel record de venta de discos sólo dio como resultado un circo mediático permanente, el oprobio de acusaciones inexcusables, y ahora un temprano final, atribuido por su familia a una sobredosis de morfina. Pero como sucede con los mejores artistas, todo queda en el olvido –o se destaca aún más– cuando se escuchan sus mejores canciones. Más allá de sus intentos de ser de ninguna raza, de no salir en la foto, de borrar todos los límites, Michael el niño –Michael el adulto– siempre tendrá afro y la nariz bien ancha. O poco importa, en realidad, el aspecto que tenga. Pero su mejor música es la que nos lo muestra disfrutando de ese don que lo conectaba con tanta gente, la misma que siempre queda convenientemente lejos cuando aparece el negocio, propio o ajeno. “ABC / tan simple como 123”, canta su voz de niño desde uno de sus primeros éxitos (ajenos). “Billy Jean no es mi amante y el niño no es mío”, dice desde el que tal vez sea su mejor tema. Pero todos lo sabemos: el niño siempre fue él, y el ABC nunca es tan fácil. Como no puede dejar de haberlo sabido –al menos en algún momento de esa ceguera que bien se puede denominar locura– el propio Michael, si es que efectivamente se puede llegar a saber algo antes de conocer el final.
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