> LA CARTA AL MUNDO DEL HISTORIETISTA
› Por Allan McDonald
Hacer caricaturas es un oficio muy parecido, en la apreciación de los lectores, a las piruetas de un arlequín. Normalmente quienes nos dedicamos a este aislado e inútil oficio nos encontramos a diario con gente que te pide que por favor le des un autógrafo en imagen para hacerlos reír por un momento, o que le dibujes a Garfield a los hijos de ellos, que ni idea tienen de quién es uno, o qué hace. Por eso suelo no salir tanto a las calles, porque mi generosidad puede sin lugar a dudas erosionar los vuelos limitados de mi creatividad y hacerme perder la perspectiva del compromiso que diariamente tengo que asumir con la realidad y con la condición humana.
En Honduras, hacer dibujo político es contar chistes. Nuestro país es surrealista y ya lo era desde antes de salir en las portadas y en las pantallas plasma del mundo. Pero fue preciso que se suscitara esta experiencia cavernaria para que se supiera que un ojo sangrante puede alojarse en la macana de un gendarme. Y que el preguntar al pueblo sobre si apoyás algo o no para escribir una página de cambios puede provocar destierro, detenciones, muertes, represión, aislamiento, porque en sus mentes cuadradas de petulancia occidental el pueblo no está preparado para pensar, y la democracia no puede cometer la absurda irresponsabilidad de conferirle un espacio de decisiones. O que por ejemplo muchos hondureños estén defendiendo la Constitución en las calles con su indignación y su sangre encharcada en las avenidas pavimentadas de verde olivo, y en los televisores nacionales aparezcan las lágrimas negras del rimmel descolorido de Verónica Castro en los novelones mexicanos, porque es más interesante el drama del celuloide que el drama humano, y que algunos intelectuales bonitos se pase las horas discutiendo sobre la tragedia griega sin importarles la tragedia nacional, y los viejos, jubilados de la nostalgia, pierden sus últimos días jugando cartas de azar sin importarles que la patria está perdida, atravesada por un rey de corazones, y los jóvenes light se pasean en los malls, tristes por la muerte del rey blanco y negro del pop.
Mirás al país, te introducís al país y como Henri Bergson, sentís que te engolfás en un barco alucinante, que no distinguís el maridaje defectuoso en la geometría arquitectónica de los diseñadores burgueses entre un edificio de una red hotelera de prestigio internacional y la otredad configurada con un trazo inigualable de miseria como el zaguán en que se esconden todas las porquerías de una sociedad que mira en la pobreza un defecto y en el pobre un estorbo urbano. Aquí donde la vida está en las manos de la voluntad del otro y la pobreza en el bolsillo ignominioso de unos cuantos ricos. Este mapa hondo de desigualdades es el tema de mi trabajo. Eterno retorno de Nietzsche a la desigualdad y la vuelta de la desigualdad en una vieja callejuela de Tegucigalpa, marcada por los grafitis de las jóvenes generaciones que por primera vez saben que el mundo cabe en sus manos y no en Google, y la utopía en el compromiso permanente. Esta bendita juventud que acometió contra las estupideces de una vieja generación que nos legó una guerra risible de fútbol, golpes de Estado y militares con medallas como minas andantes, y en la algidez senil, esta locura de golpe como una forma de decirse a sí mismos que todavía pueden jugar la partida de ajedrez final, mientras la violencia militar pone en jaque mate nuestro futuro. La voluntad de poder, mal asimilada desde Schopenhauer como germen de la locura actual, pero sobre todo una vida y una eterna representación de personajes que no se cansan de jugar el mismo papel de voraces aves de rapiñas.
Por todo ello, la vida ha perdido valor, y la dignidad es una broma macabra que solo cabe en el espíritu de los que estamos enfermos de realidad. La solidaridad mundial que he recibido me ha conmovido, como también la indiferencia y la burla de la prensa local, que está armada de razones de desprestigio y artilugios para llamarle caricia a lo que sin lugar a dudas fue un golpe. Fui detenido, qué importa, unas cinco horas no más; otros compañeros han sido heridos; otros muertos; y la mayoría silenciada por la amenaza y el secuestro. Esto es un Estado agrediendo al individuo, al legítimo bien supremo de las constituciones burguesas, que a veces recurren a las armas para recordarnos que somos personas solamente, y que ellos trazan geométricamente la medida de nuestros silencios. Tegucigalpa, la vieja, bella “putía”, trazada por la lógica superlativa de la sobrevivencia diaria, con puentes llenos de lodo como recuerdo aun de los huracanes, las calles destartaladas, los voceadores de periódicos, las vendedoras de ropa usada que desafían la lógica del libre mercado, los vendedores de CD pirateados, que gritan que ya tienen el último de Michael Jackson, esta Tegucigalpa colonial, un hoyo de casitas miserables, una ciudad barrida de fantasmas del siglo pasado que viven esperando un milagro para sentirse capital, hoy es el centro del club de los últimos gorilas del siglo XXI, Tegucigalpita de mis amores, hoy congestionada de marchas de ricos que abultan la masa con guardaespaldas y en las otras calles muchachos con sus morrales en las espaldas librando la batalla de sus vidas, campesinos descalzos, descamisados, madres solteras a puño limpio con los militares con caras de niños campesinos, explotados por el sistema, con uniforme ajeno y garrote prestado, militares pobres que no saben qué guerra liberan, que nunca han leído esas teorías de la izquierda o derecha, su única ideología es ponerse un casco que los libre de las piedras arrancadas con el alma de los muros de la resistencia.
Esta es la Tegucigalpa que hoy retrasa su faena cotidiana para lidiar con el fervor ciego de unos fanáticos que como tigres hambrientos ven en el rito de la sangre la confirmación sádica de su salvajismo. Hans Arp y De Chirico podrían recortar el diario y hacer collages de taxis llenos de tanques de sangre o de muchachitos sacados de las etnias milenarias para disparar el odio que no pudieron conjurar con la venganza de siglos. O una mujer caminando con la luctuosidad de una actriz y un niño vociferando en sus faldas de seda el próximo número de la lotería. Así es Tegucigalpa, así las desigualdades, así la ternura de la utopía diaria. Así el amor a la vida, así la necesidad de cambios. Así lo leyó nuestro presidente, de quien diariamente se reían porque no se comportaba con la delicadeza y los urbanismos de un ministro europeo y provocó reformas que perforaron bolsillos herméticos. Así es la Honduras a quien han despojado de voz, porque en las calles solo se permite que digas que tenemos un mesías con apellido italiano pero con un corazón propio de las peores mafias napolitanas.
Fui y seré siempre ese pobre muchacho que hace caricaturas, que no tambalea ni una mosca, que ningún político de Honduras se molestará en reprimir, porque, ¿qué daño podrían hacer esa rayitas espantosas que dibujo? “Si dibuja más bonito mi sobrino de 4 años...” decía esta tarde un periodista de radio golpista, y es verdad, porque mi “accidente” de detención fue condenado por miles de personas en el mundo, por centenares de cadenas televisivas y periódicos de decenas de países en el mundo entero, pero en Honduras es una carcajada eso que se llama conciencia. Ser respetado en el mundo por tu trabajo te da esa sensación gris y fatal de que uno acá es innecesario, como la democracia que, al final de cuentas, es también una caricatura.
Tegucigalpa, una tarde a finales de junio de 2009, que pronto solo será un mal recuerdo en la jungla de la historia.
Esta carta fue dada a conocer por McDonald a través de su página (www.allanmcdonald.com).
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