› Por Mariano Kairuz
Primero mataron a su esposa y a su hijo (Mad Max). Luego, a la novia con la que empezaba a recuperarse del trance suicida en que lo había sumergido la muerte de su mujer (Arma mortal 2). Más tarde, nuevamente se llevaron a su esposa de la forma más violenta (Corazón valiente). Varios films después, el asesinato de su hijo lo lanzó de cabeza a la guerra por la independencia (El patriota). Y también, hay que recordar, mataron a su padre (porque eso es lo que pasa en Hamlet, que filmó con Zeffirelli) y secuestraron a su hijo (El rescate, de Ron Howard). Ese es su karma y también la fuente de su furibunda energía: atravesando géneros y épocas históricas (del road warrior de aquel futuro distópico al guerrero del siglo XIII) a los personajes de Mel Gibson los persigue la fatalidad familiar, crímenes violentos que él capitaliza transformándolos en ira vengadora. No los escribió ni los dirigió él, pero estos personajes siempre se las arreglaron para encontrarlo. Gibson tampoco escribió ni dirigió la flamante Al filo de la oscuridad, que es la remake de una miniserie televisiva inglesa de los ‘80 y la primera película que protagoniza en siete años, pero ahí está, y ahí está el cadáver agujereado de su hija, liquidada salvajemente cuando todo el asunto apenas acaba de empezar.
Cuando el director Martin Campbell –responsable de al menos dos muy buenas películas: el primer Bond con Pierce Brosnan y el primer Bond con Daniel Craig, y otras cosas bastante menos notables– anunció que haría la remake de la serie que él mismo dirigió para la BBC 25 años atrás, y que también empezaba con el asesinato de la hija del protagonista, la producción eligió inmediatamente a Mel Gibson. Que se había despedido de la actuación aduciendo cansancio y desinterés, y que sugestivamente decidió retomarla exactamente donde la dejó, con más arrugas y canas y la ira marcada más duramente que nunca en el rostro. Su regreso no busca en absoluto acoplarse a la corrección política de los tiempos hollywoodenses que corren, ni matizar a su vengador anónimo, o siquiera enviar un mensaje de buenas intenciones como el de Clint Eastwood –que revisó un poco a Harry el Sucio en Gran Torino–, sino profundizar su misión, y acaso completarla y despedir a ese personaje con un estruendo.
Y no sólo no matiza, sino que recarga. Su enemigo pasa a ser, prácticamente, El Mal mismo: una oscura alianza entre una corporación de Massachusetts que lidia clandestinamente con armas nucleares, y algunos políticos de alto rango, y sectores de inteligencia del gobierno. Esa es la gente que, va descubriendo el policía Thomas Craven (Gibson), ha asesinado a su hija, una ingeniera nuclear del Massachusetts Institute of Technology. Por el camino carga también un poco contra el departamento de policía para el cual trabaja, y con cierta desconfianza sobre la izquierda (no todos los militantes ecologistas que enfrentan a la villanesca corporación salen bien parados). En los ‘80, la trama nuclear tenía resonancias más que urgentes, con Thatcher y Reagan a un lado de la guerra fría. Ahora sólo parece servir al argumento del policía que debe salirse de la ley para combatir a un sistema podrido hasta la médula, darle el espacio y el pretexto para convertirlo en ese justiciero solitario alimentado a pura furia contenida que dice: “Soy el tipo que no tiene nada que perder y al que todo le importa un carajo”. Y qué se le va a hacer: su ira y su afán de venganza se vuelven contagiosos y el resultado es fascinante: la película es divertida, potente en su puesta en escena, muy efectiva en sus secuencias de acción y emocionante hasta sus fantásticas instancias finales. Lo más sugestivo de todo es que el amor paterno-filial que supuestamente motoriza todo es apenas un entendido: ni la película ni Gibson hacen sentir el dolor por la pérdida, sino que lo transforman casi automáticamente en esa fuerza iracunda que es la marca del actor.
Y Gibson lo admitió en más de una entrevista, en especial en la época en que se disculpó públicamente por los insultos antisemitas que le espetó al policía que lo detuvo por conducir borracho (cuando todavía estaba fresca la polémica por su La pasión de Cristo): siempre, desde chico, estuvo lleno de un enojo, “una furia que no sé exactamente de dónde proviene”. “Deberían ver cómo asesino a la tostadora por la mañana”, dijo sin que sonara mucho a broma. En estos siete años en que decidió borrar su cara de la pantalla, dirigió dos películas y produjo algunas más para otros directores. Una de ellas, llamada Paparazzi, es la historia de una estrella de cine que asesina a tres fotógrafos a los que considera responsables por el trágico accidente automovilístico –a lo Lady Di– de su esposa e hijo. En ese film Gibson se reservó una breve aparición en la que interpretaba a un paciente de terapia de contención de ira. Pareció un chiste, un guiño a sus seguidores y detractores, pero quién sabe. Puede que la única verdadera terapia de Gibson sean sus películas, y ese personaje que, mutando a duras penas, ya lleva treinta años desplegando sin culpa ni falso pudor en el cine.
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