› Por Gustavo Nielsen
Prefiero ver películas argentinas con mi mamá. Josefina es la única mujer que conozco que es capaz de quedar cautivada por una genialidad quieta del cordobés Santiago Loza o por la pericia comercial de una de Campanella. Filtra todo lo malo; de lo nuevo se queda, especialmente, con Rejtman y Martel. Josefina ve más que el resto de la gente, y no sólo detalles, descubre las trabas narrativas como si alguna vez hubiera escrito para el cine. Es de la generación que aprendió a ver películas viéndolas. Sus maestros fueron Antonioni, Fellini, Losey y Buñuel, directamente de la pantalla grande. Y la boludización autoexplícita de jólivud de todos estos años no logró borrarle lo que adquirió de niña.
Vi El secreto de sus ojos con ella, y a la salida fuimos a tomar un café. Esperaba que le encantara sin críticas, porque está en el límite bueno de lo que solemos soportar. Y en verdad la adoró, pero me dijo: “Vos podrías haberle puesto un final más acertado”. Me gustó que lo dijera, aunque, pensé: es mi mamá. Pero agregó: “Mucho mejor final le hubiera puesto Guillermo Martínez”. Me quedé helado. A lo mejor Martínez es mi hermano Rex y yo, Meteoro, sin saberlo. Entonces ella dijo que al broche de El secreto... le faltaba sadismo. Que era demasiado correcto. Que se podía hablar de lo mismo, de la misma historia reciente argentina, pero con la sorpresa de eludirla al final, magistralmente, como Guillermo hace en “Infierno grande”.
En el cuento de Martínez un extraño llega a un pueblo para quedarse, en pleno Mundial ‘78, y las malas lenguas enseguida le inventan un romance con la esposa del peluquero. El romance se ve más claro en el momento en que los dos se ausentan. Pasa más de un mes y no regresan. La gente comienza a inclinarse por el asesinato pasional: los cuerpos deben estar enterrados en alguna parte de la playa. Un perro raquítico se ocupa de señalar ese lugar: lleva la mano de un humano muerto colgando del hocico. El comisario y un grupo de hombres armados con palas cava donde el perro cavó. Y encuentran mucho más que dos cadáveres: una fosa de NN fusilados por la dictadura. La francesa vuelve al pueblo, más tarde, y del extraño nadie vuelve a preguntar jamás.
No sé si el culpable del final suave de El secreto de sus ojos fue finalmente Campanella o Sacheri, porque todavía no leí el libro, pero coincido con Josefina en que un volantazo hubiera potenciado la trama. Darín desconfía de Rago cuando va a verlo a su casa, y lo sigue hasta la instalación del fondo, esa cárcel precaria. Pero allí finalmente no encuentra al sicario encarcelado, sino a otra mujer, vejada, encadenada, torturada, sin, por ejemplo, un brazo. O sea: Rago como un asesino serial de mujeres al que solamente lo impulsa su vicio, su propia animalidad. Al que la historia argentina le importa un carajo. Un asesino de instintos, no un vengador a lo Charles Bronson con un Alplax encima. Entonces la historia argentina, con todos sus vericuetos, culpas y agresiones, hubiera quedado a descubierto por nada, como si la hubiéramos encontrado en un arcón al que fuimos a buscar otra cosa. Y Rago habría quedado como uno de esos delincuentes que nadie encuentra jamás, a menos que cometan un error como el de liquidar a su propia esposa.
Prefiero los finales de mi mamá, que suelen ser mucho más crueles e inteligentes a los de la mitad de las películas del cine que vemos. Pero no sé qué sería de las películas argentinas con esos finales. No creo que pudieran llegar a ser masivas como ésta, ni propuestas para representar al país en el pobre cinecito mainstream mierdita que hoy existe, y que rara vez nos sorprende. Ni qué hablar de asustarnos, hacernos pensar, llorar, reír.
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