› Por R. F.
A esta altura de la carrera de Bret Easton Ellis (Los Angeles, 1964) puede afirmarse que sus personajes han ido derivando del trance zombi-narcótico (el de la de/generación perdida en Menos que cero, Las leyes de la atracción y los relatos de Los informantes, publicados después, pero escritos antes de la desaforada llegada de Patrick Bateman) a la pesadilla despierta que late en la bestia de American Psycho, el fashionismo–terrorista en Glamorama, o el sueño de la razón que produce monstruos de la ficción en Lunar Park).
Dentro de este esquema, Suites imperiales –su título aludiendo una vez más a Elvis Costello– es un animal mixto que combina lo mejor de ambos estados mentales añadiendo pizcas del David Lynch de Mullholand Drive, el pozo oscuro de la novela negra de Los Angeles, los sueños románticos y descompuestos de Hollywood alguna vez narrados por el Francis Scott Fitzgerald de El último magnate y la parada de freaks que hizo desfilar el Nathanael West de El día de la langosta. Todo en clave hardcore, sin que esto signifique sacrificar el lirismo de esas epifanías finales marca de la casa Ellis.
De ahí que Suites imperiales no sea nada más que una segunda parte de la fundacional Menos que cero (reeditada ahora por Mondadori) sino una reinterpretación a futuro de varios de sus signos. Es decir: aquí vuelven –pero como transmitiendo desde una realidad alternativa, como filtrados por la snuff movie de su propia leyenda– Clay y Blair y Trent y Julian. Y la descripción del cadáver de este último basta y sobra para certificar el talento de Ellis como narrador y justifica el extracto largo: “Cuando lo vieron, y cito del primer artículo que apareció en la primera plana de la sección de California de Los Angeles Times sobre el asesinato de Julian Wells, creyeron que lo que había junto a un cubo de basura era ‘una bandera’. Cuando me topé con esa palabra, tuve que parar de leer y empezar de nuevo desde el principio. Los estudiantes que encontraron el cadáver lo creyeron así porque Julian llevaba un traje Tom Ford blanco (era suyo, pero no lo llevaba la noche que lo secuestraron) y esa reacción instantánea tenía su lógica, ya que el saco y los pantalones estaban manchados de sangre. (Habían desnudado a Julian antes de matarlo y lo habían vuelto a vestir.) Pero si creyeron que era una ‘bandera’, mi pregunta inmediata fue: ¿dónde estaba el azul? Si el cuerpo parecía una bandera, seguí preguntándome, ¿dónde estaba entonces el azul? Luego lo comprendí: en su cabeza. Los estudiantes creyeron que era una bandera porque Julian había perdido mucha sangre y su cara arrugada estaba de un azul tan oscuro que parecía negro”.
Y, de acuerdo, Suites imperiales –que entre sus varios pliegues apenas esconde una tan melancólica como sórdida historia de amor donde se funde la prostitución con el crimen ritual– no es el Big Bang de Menos que cero, no posee la ferocidad satírica y desesperada de American Psycho ni sorprende con los loops metaficcionales de Lunar Park (aunque aquí aparezca, como una sombra, un tal “El Autor”); pero su alta calificación se sostiene en la prosa afilada y el ritmo espasmódico de Ellis. Autor que es uno de los pocos estilistas –junto a Thomas Pynchon, Joan Didion, Denis Johnson, James Ellroy, Don DeLillo o Rick Moody– que le va quedando a una literatura cada vez más homogénea y previsible en sus primeras intenciones y efectos finales. Así, los libros de Ellis –un bendito maldito en toda la regla– comienzan a leerse desde el apellido en la portada.
Y, de acuerdo: Ellis es una marca pero es, también, un escritor que deja marca y que aquí vuelve a contar y a contarnos sus cicatrices.
Imborrables.
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