› Por Celina Murga
Cuando empecé a pensar en cómo abordar una película que hablara de la historia argentina, me di cuenta de que me inquietaba un poco el recuerdo de la escuela, la manera en que nos fueron transmitidos algunos episodios. Sé que cuando yo era chica, en las escuelas de Entre Ríos se nos enseñaba una visión maniquea sobre los personajes de la historia: los buenos y los malos, los héroes y los villanos. Era una manera de contar la historia que no nos permitía darnos una idea de la complejidad de los procesos históricos; una complejidad que yo no iba a descubrir hasta mucho después. A fines del año pasado, a partir del encargo de la Secretaría de Cultura para los cortos por el Bicentenario, volví a investigar y me encontré con la batalla de Pavón, que provocó muchas versiones contradictorias sobre lo que realmente sucedió en la batalla y sobre las motivaciones de los protagonistas, sobre todo de Urquiza. Esto me permitía hablar de la historia con sus contradicciones y de la idea de que todo lo que se narra responde a un punto de vista particular y subjetivo, y por lo tanto absoluto.
Lo que buscamos con Juan (Villegas, coguionista del corto), una vez que elegimos centrarnos en Pavón, fue la manera de hablar de ese pasado en el presente, tratar de entender cómo se proyecta aquello en nuestra vida actual. Que el pasado no se convierta en una cosa cerrada, compuesta de hechos históricos fosilizados, aislados en el tiempo. Evitar la visión a veces tan anquilosada de la historia que nos dio la escuela a varias generaciones. Que lo que pasó hablara de lo que pasa. Si no, para nosotros no tenía el menor sentido.
Nos inspiramos muy vagamente en ciertos elementos de la estructura del cuento “Guayaquil”, de Borges, donde hay dos personajes del presente, dos historiadores, que remiten a lo que sucedió entre dos personajes del pasado, en este caso Bolívar y San Martín. Por supuesto que no es que tenga ninguna voluntad de comparación con Pavón, pero ese cuento nos ayudó a plasmar la idea y a través de ese presente evocar el pasado, y vincular la historia particular con la Historia grande. Tal vez sea un poco ingenuo de mi parte, pero creo que así es como debería enseñarse la historia a los chicos, que si se humanizara a los próceres generaría un mayor interés en ellos. Sin tanto mármol, para poder entenderlos en sus contradicciones, sus conflictos, sus miedos y dudas; no tan recortados de nuestro día a día. Porque si no es así, como adolescente, ¿por qué te vas a sentir identificado con esa gente de la que estás leyendo? Y la posibilidad de identificarse con esos personajes, de sentirlos vivos, es crucial. De algún modo, acercarse a la historia podría ser tan emocionante como ver una película.
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