› Por Guillermo Saccomanno
Fue una noche de domingo de verano a fines de los ’90. El país se hundía. La ciudad se recalentaba. Con Pedro Orgambide veníamos de Güerrín. Hacía calor. Mucho. Para caminar había que ir sorteando la mendicidad errabunda, los cuerpos tirados. Orgambide consideraba la situación con una expresión entre triste y piadosa. Rabia también. Me contó que estaba escribiendo con todo. Todavía la enfermedad no lo había doblado. Y aun cuando más tarde lo dobló, siguió escribiendo hasta el último aliento para pagarse los remedios. Pero faltaba todavía para eso. La avenida Corrientes ahora, en esa noche caliente, era marginalidad, lumpenaje y miseria. Porteñazo, a Orgambide le dolía ver así Corrientes. Y no sólo. Buscamos un lugar para tomar un café. Contra la vidriera de La Paz lo vimos a Viñas. Solo estaba, leyendo La Nación. A esa hora, fumando, inclinado sobre el diario y un café. Orgambide había compartido con Viñas el exilio en México. Nos sentamos a su mesa. Casi redundante su explicación de por qué leía el diario de Mitre: “Ver en qué anda el enemigo”, dijo. En eso consistía su persistencia en leer La Nación: se leía el diario de punta a punta. Y no se perdía nunca las necrológicas. Viñas leía La Nación con más atención que sus propios lectores. Y que sus detractores, ni hablar. Pero no leía lo mismo que todos ellos. Leía, sin maniqueísmo, la historia. La interpretaba. Y sus comentarios tenían tanto de picardía criolla como de análisis marxista. Como profesor de literatura, pero antes como escritor, sabía que la teoría literaria es teoría política. Le pregunté, me acuerdo, en qué andaba con su Mansilla, el ensayo que venía prometiendo. “Tiempo –dijo–. Todo llega.” Las calles de la ciudad amontonaban basura, surgían las sombras de los cartoneros, la miseria había salido de los pantanos del suburbio, de las villas, y ganaba la madrugada. Fumando sin parar, en algún momento, Viñas se volvió hacia la vidriera, hacia las sombras: pibas, pibes, familias, que empujaban un carrito cargado de cartón, y se llevó una mano a la oreja, como para escuchar mejor: “La calle, hermanito. Hay que escuchar la calle”. La sonrisa de Viñas, sus mostachos manchados de nicotina, su voz gruesa. “Paremos la oreja.”
Si esa no fue toda una lección de literatura entonces, ¿qué es la literatura?
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