› Por Fernando Noy
La primera vez que lo vi, fue una sorpresa enterarme de que ese payaso que estaba recitando algo tan increíble era además autor de su propio texto. Pensé que era un actor haciendo un texto de Artaud o algún barroco lujurioso y espectral. Le dije qué increíble, semejante histrionismo, cuando bajó al camarín con nosotros, con la Batato. Qué maravilla tu esplendor, le dije. ¿El texto de quién es? Mío, contestó. ¡No puede ser!
Fue un genial autor y constructor de la emotividad al mango. Propia, con ese estilo incandescente que pueden tener esos seres que llegan a niveles tan altos. Lo que él hizo fue igual en el subte, en un sótano, en el Teatro Cervantes, en un baño público. El nos enseñó a vivir de una manera salvaje y con el verdadero talento, que no nos dan los libros. Necesitamos artistas como éste pero no se los puede elegir. Aparecen. No fue simplemente un gran actor. Alejandro es algo más. Un actor y algo más, una trola y algo más, un poeta y algo más. ¡Ese algo más somos nosotros!
Estoy muy cansado viendo posteos de gente que dice que es un ser incomparable. Pero nada, ni el circo mediático, ni la tele, pudo ni puede encapsularlo. Era un profeta desconchado de la risa y furioso como la deidad más irritable. Tiraba la piedra y no escondía la mano. Como una papisa iniciática del odio. El odiaba la fama, el poder y lo decía, lo aullaba. Algunos pensaban que era una pose, pero era su manera de asumir ciertos privilegios de los grandes. Se alimentaba de ese amor no previsible. No se puso el sayo de la Súper Star. Era un tipo más, dejaba de laburar y se iba a emborrachar. Me acuerdo una vez que estábamos en un boliche con Luisito Ortega tomando unos buenos vinos. Luis salió a buscar el coche, y Alejandro quiso salir y había un montón de turistas en la puerta, y rompió el vidrio de la ventana y salió por ahí. Yo me hice la que no lo conocía con el dueño del bar. Soy más astuta. Más bicha. Tengo 50 años de retaguardia. Cuando salí le dije ¿qué hiciste? Y él: Nada, estás loco, yo no rompí un carajo.
El y Batato odiaban el teatro. De entrada lo decían. Eran francotiradores o francos destructores. La anarquía sublime. Eso eran. Como Heliogábalo. Hay un antes y un después de Batato. Y también de Alejandro, que aparentemente ha terminado. Siempre era Urdapilleta, no existía la máscara. El era su propia máscara y resolvía con una gran solvencia cualquier cosa, el Hitler de Mein kampf, o sus personajes de televisión. Fue una revelación en carne viva, no imaginaria. Cuestionador de un sistema. Revolucionario en el mejor sentido de la palabra. Esa transición entre lo cómico y lo serio no existía en Urdapilleta. Dentro de su comicidad había un sesgo de tragedia. Esa comicidad nacía de una critica a una paralítica. Y dentro de su drama había esperanza. El se carbonizaba, se cremaba en cada convivencia que le tocaba. No se ponía solamente el maquillaje para esperar el premio. No le gustaba que lo aplaudieran.
Su muerte hizo como una red, para que todos nos volviéramos a contactar. Después de diez años de no ver a mucha gente nos encontramos. Estaban Graciela Cosceri, Helena Tritek, las chicas de Las gambas, Cristina Banegas, Luis Ortega, Rodrigo De la Serna, Joaquín Furriel, Tina Serrano, Cecilia Roth, Fena Della Maggiora, María José Gabin, Fito Páez, Julio Suárez, Alejandra Flechner, Quique Canellas, Eduardo Cutuli, Damián Dreizik, Vanesa Weinberg, Elizabeth Vernaci, Marcos Zimmermman, Horacio Dabah, Tino Tinto, Karina K., entre tantos imposible de enumerar. Fue un banquete de filósofos, antropófagos que devoramos al duende y en el cajón ya no quedaba nada. Nos quedó todo. Sus libros, el YouTube. Yo estaba tan triste y a la hora de ver los videos estaba muerta de risa. Tiene el poder de disolver y coagular. Siguió teniéndolo hasta hoy.
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