› Por Horacio González
Que un fotógrafo se pruebe ante rostros de escritores quiere decir algo que no siempre discernimos claramente. Hay siempre en los rostros una zona que lucha desde su interior para no quedar develados en toda su significación. Quizás exista la sospecha de que si eso ocurriera se revelaría una inconsistencia cómica o aciaga que debería mantenerse oculta. Un rostro trabaja durante toda su vida para mantener proporciones, formas, actuaciones, figuraciones. No es concebible que se olvide de sí mismo y se deje librado a un desajuste general que rompa simetrías –las que festejaron los pintores de todas las épocas– y se deje tragar por una mala evaluación de los claroscuros.
La fotografía no se inventó en relación con esta particularidad de los rostros, pero vino a interrogarlos con instrumentos nuevos. Demostró que no era fácil tener un rostro, si es que ello no se sabía ya por el efecto de la novela gótica o de los deformes insignes que demostraban que su cara no estaba acorde a los generosos lirismos de su corazón. En un sentido general, el rostro siempre es recreado en simples acciones como las que provienen de un espejo, y una serie de rostros de escritores no agrega demasiado al interrogante general que significa retratar un rostro, en una averiguación sobre si en él hay algo nuevo, una zona no sabida aún que un brillo de luz delata o formas de la mirada que quedan fijas en puntos inesperados de un cruce imaginario, que hace del fotografiado otro hombre. La fotografía descubrió, pues, que un hombre son muchos hombres, que las sombras son formas de vida, que la iluminación es un don donde chocan la naturaleza y la técnica. Fotografiar escritores, una empresa que tiene grandes cultores y de la que hace mucho tiempo se ocupa Rafael Calviño, implica algo más. La literatura que esos escritores escriben, que son series que se cruzan en el aire sin tocarse más que mínimamente, pues el escribir es un reino de frutos extraños que gozan con su ningún parecido, viene a ser intervenida intempestivamente en el rostro de todos ellos, para buscar extrañas explicaciones. Todo rostro da y oculta interpretaciones. Y la antigua alianza entre fotografía y escritura es el señuelo esperanzador que muchos lectores procuran para saber algo más, no del corazón que escribe, sino de un rostro que se sumerge en su intimidad apenas ostentada. Calviño se detiene en este problema –que sí, es literario–, que no parece tener importancia alguna, pero su lente tiene el principio de la escritura en su interior. Cada rostro que aquí aparece, en el deleite de su absoluta desemejanza de unos con otros, parece ser invitado a decir algo más y queda suspendido en la inminencia de hacerlo.
La fotografía lo deja ahí, respetando lo que le permitió revelar y lo que no saldrá a luz en aquel momento justo en que la fotografía no parece ser la mejor compañera de la escritura. Si el fotógrafo Calviño pone a luz es porque los escritores existen en su pequeña y amistosa lucha con la fotografía. Conceden la foto y se guardan el secreto comentario que para sí mismos les hace tolerable ese hecho. Es que quizá la imagen de sí, esa que con cuidado de artista expone Calviño, sea un tramo olvidado o no declarado de los rostros definitivos que ahora enfrentamos. La fotografía de Rafael Calviño es una reunión de fracciones de segundo que suelen escapársenos, pero que así detenidos pueden ser invisibles afirmaciones y perjuros sobre las escrituras de nuestro tiempo.
Los retratos de escritores de Rafael Calviño pueden verse en la Biblioteca Nacional Mariano Moreno (Agüero 2502), sala Juan L. Ortiz, hasta el 29 de mayo, con entrada libre.
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