En el verano de 1977, el mayor de los Moura fue secuestrado en la casa familiar de City Bell, cuando Marcelo tenía 16 años.
› Por Marcelo Moura
En casi todos los recuerdos de mi infancia, e incluso en las fotografías, está presente mi hermano Jorge. Era mi segundo padre, mi norte. Su paz y su bondad hacían que yo viera en él al hombre que quería ser. Era una persona admirable, por donde uno lo mirase.
Cuando veo a alguien jugar, puedo deducir muchas características de esa persona. Será porque siempre fuimos una familia amante de los deportes. De Jorge admiraba la elegancia, la fineza, la calidad y la belleza de su juego. Cada vez que había alguna pelea, él siempre corría para calmar la situación. Nunca olvidaré un campeonato de fútbol en el club La Plata. Su equipo había llegado a la final, y como el partido terminó empatado, la definición era por penales. No recuerdo el motivo, pero los cinco penales los pateaba el mismo jugador, en este caso Jorge; no puedo explicar cómo se paró frente a la pelota y la tranquilidad que irradiaba. Tomando poca carrera, pateó cada penal a un lugar distinto e inalcanzable: el primero a rastrón, rozó el palo derecho y entró; el segundo, arriba, a la unión del palo izquierdo y el travesaño; el tercero de nuevo a rastrón, pero al palo izquierdo; el cuarto a la unión del palo derecho y el travesaño, y el quinto, con el arquero despatarrado, la pelota entró lenta, al medio del arco. Es decir, cada penal fue a un lugar distinto y con una precisión y seguridad que asombraban. Eso lo definía a él como persona: seguro, elegante y con una enorme tranquilidad.
El fue mi primer entrenador de rugby, y sin lugar a dudas el mejor que tuve. Yo apenas tendría ocho años. Sus consejos eran exactos, conocía mis virtudes y defectos y supo enseñarme como nadie el concepto de este deporte. En el partido, un rival te puede lastimar y romper algo, pero en el tercer tiempo (se llama así al momento en que, ya terminado el partido, y después de una ducha, se juntan ambos equipos a comer y tomar algo y con absoluta naturalidad se entremezclan), el mismo que te rompió una costilla, se abraza con vos y te pide disculpas, y sin el menor rencor lo abrazás y le decís que está todo bien. En esos “terceros tiempos” también hay mujeres, novias, hermanas, etc. Creo que en esa circunstancia Jorge conoció a Pato, que tenía dos hermanas que estaban de novias con jugadores. No tengo una idea clara de cómo empezó la relación e insisto en que mi idea es relatar los hechos como yo los veía, es decir, puedo averiguar lo que sea, pero elijo hablar desde mis recuerdos. El hecho es que recuerdo que tuvieron un gran romance, que decidieron casarse y que un día estando yo en la escuela –tendría once años– me enteré de que iba a ser tío. Meses después nacería Federico. Con el tiempo, cuando me tocó a mí ser padre, Jorge fue mi ejemplo a seguir, el de un padre ejemplar.
La política irrumpió en La Plata con una fuerza tremenda. Jorge estaba estudiando arquitectura y como el hombre que era, solidario y justo, tardó muy poco tiempo en comenzar a militar. Primero en el PRT, donde su cabeza dio un vuelco enorme y lo que antes lo apasionaba, como el rugby, pasó a ser algo superficial. Siempre desde mi mirada, pienso que también su vida comenzó a parecerle superficial, y ya metido de lleno en la militancia, se separó de Pato, comenzó una relación con Perla, una militante política, y se involucró mucho más, pasando del PRT a su brazo armado: el ERP. Con Perla tuvo dos hijas: Clarisa y más tarde Lucía, que nació después de que su madre fuera detenida, en la cárcel.
El también era amante de la música, sólo que entonces sus convicciones le hacían ver la música extranjera como una imposición del imperialismo. En un primer momento, muchas veces agarraba la guitarra y cantábamos zambas. Recuerdo especialmente una por la hermosura de su letra: “Pídele al viento firmeza y al río que vuelva atrás, no me pidas que me quede, si toda mi vida contigo se irá”. Vuelvo a ella siempre que lo extraño. Pero luego llegó una segunda etapa musical en la que sólo cantaba canciones con un claro mensaje político. (...)
En el año 1976 nuestra relación se intensificó, al punto que me confesó su militancia en el ERP. Yo con mis dieciséis años ya tenía una opinión formada y disentía de la metodología: me parecía que, envalentonados por la enorme hazaña de la Revolución Cubana, sus convicciones eran una utopía, ya que el capitalismo había aprendido la lección y no había ya lugar para hazañas semejantes. Nuestra familia gozaba de un buen pasar, de manera tal que la militancia de Jorge nada tenía que ver con carencias personales. Era muy común que se reuniera con sus compañeros en mi casa y tal vez por ser yo muy chico, y por tener una especial relación con él, me dejaban estar presente en sus reuniones. De a poco fui encariñándome con todos ellos, eran gente de gran corazón. Sé que me veían como un niño, y tal vez por eso no tenían en cuenta que cada cosa que decían quedaba grabada en mi mente y era motivo de análisis para mi próximo día. Cuando, reunidos en mi casa faltaba alguien, yo preguntaba: “¿Dónde está Mariano?”, y con absoluta naturalidad me decían “lo mataron”, sin reparar que lo que para ellos era natural, para mí era una puñalada en el corazón.
Una noche percibí muchos movimientos en mi casa. Eran las cuatro de la mañana. Bajé las escaleras y lo encontré a Jorge con tres compañeros más: uno tenía un tiro en la cabeza, otro en las costillas y el otro en una pierna. Mis dieciséis años parecían cincuenta. Con absoluta frialdad, busqué vendas, alcohol y calmantes, hasta que al amanecer los acompañamos a tomarse un colectivo. Después, Jorge me contó que en las reuniones que habían mantenido en mi casa, planificaron un golpe al batallón de Monte Chingolo, con el objetivo de llevarse el gran arsenal de armas que había, pero que entre los que planificaron el asalto había un infiltrado que pasaba la información: el Oso. De manera que al llegar al batallón (Jorge conducía el primer camión que rompía el portón), los estaban esperando a ambos lados con una artillería tremenda. No sé por qué él pudo zafar de esa masacre y, arrastrando a compañeros heridos, los subió a un auto y llegó hasta mi casa. Este es un recuerdo imborrable, presente en cada canción, en cada acto de mi vida, y siempre me pregunté por qué me tocó a mí vivirlo. Creo que las cosas que nos tocan vivir tienen una razón de ser, y el dolor y el sacrificio de otros tal vez cumplan la función de perfeccionar al siguiente gladiador.
A principios de febrero del ’77, él, que trabajaba repartiendo alimentos en distintos almacenes de la zona de La Plata, me dijo si quería ser su ayudante. Yo estaba de vacaciones, a punto de empezar mi último año en el Colegio Nacional, y acepté gustoso, ya que nada me hacía más feliz que estar a su lado. Recuerdo que un día, en medio de una entrega, me dijo: “Fijate en el tipo que está enfrente. ¿Le ves algo raro?”. Yo lo miré con discreción, como él me había enseñado, y le contesté que no. Entonces me insistió: “Mirale bien la cintura”. Y ahí noté que tenía un pequeño bulto. Me explicó que se trataba de una 9 mm y que lo estaban siguiendo. Con mucha calma subió al camión y terminamos una jornada que había sido extenuante. Volvimos a casa, comí y me desplomé en la cama. Supuestamente, a las seis de la mañana arrancábamos un nuevo día de trabajo.
Entre sueños sentí presión y frío en mi cabeza, y cuando abrí los ojos vi a un hombre con el uniforme de Segba (en esa época era la empresa de luz en La Plata) que tenía apoyado en mi sien un fusil. No tuve margen para pensar que era un sueño, era una realidad absolutamente nítida. Escuchaba gritos y ruidos por toda la enorme casa de City Bell. Me dijo: “Vestite rápido y bajá”. Lo hice en tiempo record, y mientras recorría los largos pasillos, escuchaba voces de muchas personas que venían del enorme living hacia donde me estaban llevando. Al llegar, vi a mi padre, mi madre y mis hermanos sentados en un sillón rodeados de una gran cantidad de hombres con el mismo uniforme de Segba apuntándolos con ametralladoras. Me hicieron sentar en el sillón y uno de ellos, que se identificó como el jefe del operativo, nos empezó a hablar. Eran las siete y cuarenta y cinco de la mañana y yo no entendía por qué no había ido a trabajar con Jorge. Después supe que él había salido a las seis y le había dicho a mi madre que me dejara dormir, que el día anterior había sido muy intenso. Más tarde entendí que se sabía acorralado y no quiso ponerme a mí en riesgo.
El jefe del operativo comenzó diciendo que hacía años estaban detrás de mi hermano, que tenía un alto rango y que era muy hábil, ya que había escapado de varias redadas, incluido un enfrentamiento en el monte de Tucumán, del cual habían escapado sólo un par. Dijo que su nombre de guerra era Manuel y que era uno de los últimos que quedaban por caer. Jorge lo sabía y se lo había comentado a mi padre, un abogado de buena posición, que en su momento le ofreció un pasaje a España y manutención por el tiempo que fuera necesario, a lo que Jorge le contestó: “Involucré a mucha gente en esto que ya no está, lo menos que puedo hacer es morir por la causa”.
El jefe siguió contando que hacía tiempo que estaban haciendo un trabajo de inteligencia enorme sobre Jorge, sabían exactamente a qué se dedicaba cada miembro de la familia (tal vez por eso no nos hicieron daño, ya que sabían que nadie más estaba involucrado en política) e incluso contó algunas cosas que nos dejaron en claro que desde hacía tiempo que estaban merodeando la casa; por ejemplo, que debajo de los frutales guardábamos las armas que él tenía. En esa época, Julio criaba conejos, y así como es conocida la capacidad de los conejos para procrear, también son animales frágiles que suelen agarrarse pestes que los matan, así que cuando aparecía un conejo muerto lo enterrábamos debajo de los frutales, ya que servían de abono para la planta. La gente que vigilaba la casa entendió que lo que enterrábamos no eran los conejos sino las armas.
Con el correr de los minutos, que parecían meses, mi cabeza estaba solamente ocupada en encontrar la forma de que Jorge no volviera, y la única opción posible era pensar que podía existir la telepatía, de manera que me hice un ovillo en el sillón y con mis manos apoyadas en mi sien repetía miles de veces: “Jorge, no vuelvas”.
En un momento dado, sonó el teléfono y el jefe del operativo me tomó de un brazo y me hizo atender, al tiempo que apoyaba la ametralladora en mi cabeza. Era un amigo mío que quería venir a jugar al fútbol a casa. Rápidamente lo despaché argumentando que me iba a almorzar con mi familia y colgué, el jefe me felicitó por mi eficacia. Fue sin dudas la felicitación más desgraciada que recibí en mi vida. Volviendo por el pasillo le dije que le quería pedir sólo un favor, que cuando llegara mi hermano me dejara darle un beso (ya que sabía que no lo vería más) a lo que me contestó: “Por supuesto, mi amor”. Volví al sillón a intentar que funcionara la telepatía. No sé si segundos, meses o años después (ya que el tiempo en esas circunstancias transcurre de otra forma), sentí mucho movimiento; había gente apostada en los techos, en el jardín y por supuesto por toda la casa. Se acercó entonces el jefe y otra vez tomándome del brazo me llevó y me dijo: “Vení, que vas a darle un beso a tu hermano”. Mientras transitaba por el pasillo rodeado de hombres armados se hizo un silencio que me heló la sangre y vi entonces entrar a Jorge por la puerta con absoluta tranquilidad, hasta que me vio rodeado de gente armada y clavó su mirada en la mía. Podría escribir un libro entero acerca de todo lo que decía esa mirada. Sé que cuando uno muere no se lleva nada, yo les puedo asegurar que aún después de muerto conservaré esa mirada.
De atrás, un cobarde le dio un golpe con la culata del fusil y Jorge cayó al piso. El jefe, con una sonrisa diabólica, me dijo: “Ahí tenés el beso, mi amor”. Esa fue la última vez que vi al hombre más maravilloso que he conocido.
Unos días más tarde, un hombre apareció por casa y le propuso a mi madre ver a su hijo. Le dijo que en un par de días se comunicaría con ella. Esa visita fue motivo de un gran debate en la familia, ya que la mayoría pensaba que la iban a usar para que Jorge cantara, pero nadie pudo contra el amor de mamá. Efectivamente, se comunicaron y combinaron para pasarla a buscar. El día acordado la subieron a un auto, le vendaron los ojos y dieron vueltas un par de horas para despistarla. Cuando por fin detuvieron la marcha, la hicieron bajar, le sacaron las vendas y mi madre se encontró en el medio de un bosque. A los pocos minutos trajeron a mi hermano, que lucía muy mal. Se acercó, le dio un beso y le contó que no veía la luz desde el día en que se lo llevaron, que lo habían torturado pero que él no había delatado a nadie. Le pidió que cuidara a sus hijos, ya que él no iba a hablar y por lo tanto lo iban a matar. Esa fue la última vez que alguien de la familia vio a Jorge.
El dolor aún está presente, la mirada que cruzó conmigo nada la podrá borrar, pero en una actitud saludable, el recuerdo de Jorge está siempre con nosotros. En las comidas familiares siempre recordamos anécdotas suyas y una sonrisa se dibuja en nuestros rostros, ya que nada ni nadie romperá el enorme lazo de amor que siempre nos mantendrá unidos.
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