DEPORTES › OPINION
› Por Javier Núñez
Perder duele siempre, pero cuando es un clásico es otra cosa. Es mucho más que dolor: es una herida que no cierra. La agonía lenta que se extiende interminable, aunque uno sepa que en un rato nomás, en un rato, ya tenemos que morder y tragar el dolor y empezar a pensar en el partido clave que se nos viene por la Copa. Uno sabe que hay que aguantar con dignidad, porque un hincha está y no importa cuál sea el resultado, y ahora nos toca pasar por esto otra vez. Hay que aguantar con dignidad aunque sepamos que ahora van a volver a salir todos los que estuvieron escondidos tantos años y que sólo conocen el éxtasis incomparable del festejo de un campeonato de tanto vernos a nosotros por televisión. Pero ahora todo es dolor y la bronca masticada hasta que te duelan las muelas. Una vez leí que la literatura del fútbol, como la del amor, se hace desde la derrota. Pero acá no hay literatura posible ni quiero intentarla. Lo único que encuentro es bronca, y dolor, y las ganas de no hablar de fútbol por mucho tiempo. Perdimos sin atenuantes, sin argumentos que esgrimir a voz en cuello para discutir el resultado. Como en el último, lo empezamos a perder desde antes de salir a jugarlo. Porque las dos veces nos jugaron igual: a presionar la salida de los que podían generar juego, a lastimarnos saliendo rápido cuando recuperaban la pelota, a cerrarnos las bandas, a revolearle la pelota a Abreu para que se las rebuscara. Y así no sólo nos complicaron: fueron más profundos, más incisivos, tuvieron las más claras y Guzmán tuvo que salvarnos las papas más de una vez. Va a ser difícil no caerle a Berti en esta: es el principal responsable de la derrota. Porque todo el mundo sabía cómo y a qué iban a jugar ellos, y él, por segunda vez, no lo supo ver o no lo supo resolver. Con Bernardi tapado, Banega que sigue sin encontrar el ritmo del fútbol argentino y pierde la pelota con irritante facilidad, y una pasmosa anemia ofensiva, no le encontramos nunca la vuelta al partido. Y después del gol de ellos, por primera vez en mucho tiempo, Newell's perdió las formas. No dejó de buscar el arco de enfrente pero nunca encontró la circulación de pelota, el volumen de juego que tantas veces lo caracterizó. Terminamos apostando a los arrebatos heroicos del gringo Heinze o a que alguna vez le cayera un rebote a Trezeguet.
Perder duele siempre, pero cuando es un clásico es otra cosa: es una herida que no cierra. Y si además se repiten los errores que anteriormente nos habían llevado a la derrota, lo que queda es mucha bronca, una inmensa y rabiosa bronca.
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