CULTURA / ESPECTáCULOS › EXPOSICIóN DE DIEZ ARTISTAS ROSARINOS DE ENTRE 40 Y 60
La muestra rescata a una generación silenciada en un momento histórico por la represión, y luego por políticas oficiales centradas en la juventud, según explica su curador, Hugo Masoero. Hasta el 27 de junio, puede verse en Imago.
› Por Beatriz Vignoli
Hasta el 27 de junio puede verse en Imago, el espacio de arte de la Fundación OSDE (bulevar Oroño 973, pisos 4 y 5) la muestra Intermedios, 10 artistas rosarinos en acción. Se trata de obras recientes de diez exponentes de la "generación intermedia" que se hallan en plena producción y cuyas edades están comprendidas entre los 40 y los 60. El dato de la edad es relevante para el curador, Hugo Masoero, quien escribe en su texto de presentación: "Intermedios refiere a una generación, silenciada en un momento histórico en el que expresarse podía significar la muerte y, luego, silenciada nuevamente por políticas culturales oficiales que centraron su atención en la juventud, lo emergente, el éxito espontáneo, el individualismo y la ausencia de contenidos".
La apuesta es fuerte: genera la expectativa de hallarse ante un contracanon. María Angélica Carter Morales, Rubén Echagüe, Víctor Gómez, Marita Guimpel, María Elena Lucero, Delia López Zamora, Diana Randazzo, Mabel Temporelli, Pancho Vignolo y Marcelo Villegas no constituyen un grupo. No son artistas excluidos por las instituciones oficiales. Han circulado, sí, por un entramado de ámbitos de una autonomía apenas relativa respecto del centro local constituido por el Castagnino+Macro. Muchos de ellos debieron parte de su visibilidad a una institución independiente ya sexagenaria: Amigos del Arte, la desaparición de cuyos salones en dicho museo ha conspirado, junto con la crisis de las galerías, contra la recepción de su obra por el público local.
Además de ineludible ocasión de ver obras de estos autores bajo condiciones expositivas óptimas, la muestra se destaca en el campo local por su calidad formal. Hay una cohesión afín entre cierto estilo racionalista más o menos común a todas las piezas y el cuidadísimo diseño de iluminación y de montaje, obra del curador, que las articula y contiene. El único punto donde esta estructura se debilita por defecto es en la precaria presentación de las fotografías de instalaciones efímeras a la intemperie de Víctor Gómez, que se verían magníficas si las negociaciones entre el equipo curatorial y la institución hubieran dado como fruto un proyector. En otras instancias se debilita por exceso: sobra obra de Marita Guimpel y de Rubén Echagüe, dos autores que sin embargo logran algunos bienvenidos momentos cumbre de frescura, poesía, ironía y humor.
Hugo Masoero es docente de Escultura III en la Escuela de Bellas Artes de la UNR y gestor responsable del espacio La Caverna. Obsesivo autodiagnosticado un poco en broma y un poco en serio, experto en sistemas industriales, Masoero no ha dejado nada librado al azar; todas las obras están aseguradas, por ejemplo, lo cual es loable. La instalación en algunos casos fue concebida arquitectónicamente, como en la pieza de Delia López Zamora "Post Liquid Black" (2008), cuyos módulos se orquestaron según el espacio expositivo y el ángulo de cuya inclinación dialoga con las medidas de la pared. Tanto control terminaría por resultar agobiante si la materialidad de algunas de las obras no hubiera provisto alguna línea de fuga al caos. Así, las chorreaduras de lacre y barniz vitral en "Post Caja Brillo" (2008) de López Zamora, o el montaje flexible de la monocromía Neo Geo presentada por Marcelo Villegas, o la participación del público en las "Gallinitas" de Marita Guimpel (son las tradicionales de azúcar; se pueden abrir las carameleras que las contienen y comerlas) aportan un margen de contingencia paradójicamente necesario.
También el significado de los trabajos se torna, por momentos, opresivamente previsible. Esta generación intermedia parece dialogar en general con un conceptualismo de raigambre post minimalista, basado en una idea de "arte como comunicación" que en sus manifestaciones más abstractas expresa un dualismo cartesiano o neoplatónico y, en las más literarias, oscila entre la literalidad, la metonimia y la alegoría. Así, o bien los objetos ilustran didácticamente ideas concebidas a priori, o bien las imágenes se cierran en narraciones herméticas e inaccesibles, dejando en ambos casos poco espacio para la libre interpretación del espectador. Por ejemplo, en la escultura de pared lumínica y traslúcida "Arbol de la vida II" de Diana Randazzo, los volúmenes proceden de formas puras o estructuras primarias (círculo, circunferencia, prisma), mientras que la significación se organiza unívocamente como dogma de un texto sagrado: la resina remite a la savia de la vida; los diez diodos LED multicolores RGB de última generación, a los sefirot de la Cábala, y así sucesivamente. En las pulcras obras presentadas por Angélica Carter Morales, cuyo extremo cuidado por los objetos más humildes los dota de un aura sacra como de relicario o de servicio religioso, textos crípticos e imágenes autobiográficas se combinan en una ascética liturgia del yo. La autorreferencia es literal en las telas quemadas por Mabel Temporelli, alegórica en las grandes pinturas figurativas de Pancho Vignolo, metafórica hasta lo sublime en las fotos hondamente evocadoras de María Elena Lucero y metonímica tanto en los textos y objetos satíricos de Rubén Echagüe como en los nostálgicos híbridos multimedia de Marita Guimpel.
Para elaborar las cuatro categorías según las cuales se agrupa toda la muestra, el curador se basó en el artículo "Funeral para el cadáver equivocado" (Milpalabras, otoño de 2003) de Hal Foster, autor del influyente libro El retorno de lo real. Foster propone lo traumático, lo no espectral, lo incongruente y lo no sincrónico como categorías para clasificar el arte contemporáneo que serían superadoras de la falsa antinomia entre modernismo y vanguardia postulada por Peter Burger. Masoero explica que las categorías se solapan: la gallinita dibujada en Simulcop, a la que Guimpel expone y reelabora como ícono o fetiche de su infancia, es técnicamente no sincrónica y formalmente incongruente. Pero además en ella la temporalidad, tanto en su dimensión histórica referida al proyecto moderno de la educación pública argentina como en la más íntima del paso del tiempo tal como se lo experimenta en la mediana edad, aparece de manera "espectral". Es justamente este espesor existencial lo que queda como resto de sentido a pesar de la calculada organización del significado: un arte "no joven" no podía eludir la herida narcisista del tiempo biográfico transcurrido. Haber plasmado en alguna medida ese dolor sin nombre, si bien el efecto en su inmediatez resulta un poco deprimente, es el gran logro artístico de esta muestra.
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