Jue 29.12.2005
rosario

CULTURA / ESPECTáCULOS

Sobre el perturbador rumor de los insepultos

¿Qué significa hoy llevar al escenario del arte el tema de los desaparecidos? Con "Los visitantes de pescados", el dramaturgo rosarino Matías Martínez abre la polémica.

› Por Julio Cejas

¿Cómo hablar de un tema que todavía sigue fisurando la sociedad argentina y de la cual una gran parte no se ha hecho cargo o supone que pateando la pelota para adelante zafará muy al estilo argentino? ¿Cómo recuperar la mística de los 70 cuando todavía el arte era "un arma cargada de futuro" y podía ayudar a "despertar la conciencia del pueblo", y con esa mística abordar ese tema desde una óptica supuestamente revolucionaria? ¿Qué significa hoy llevar al escenario del arte el tema de los desaparecidos, hacerlos la estrella de un nuevo espectáculo? ¿Qué significa para el teatro argentino y en el caso puntual de la obra que acaba de estrenar el director y dramaturgo Matías Martínez? ¿Qué pasa en general con cierto aire de revisionismo político que pareciera querer desenterrar el pasado y poner en escena el cadáver de Evita o los restos de un peronismo histórico desde una forma más o menos irreverente como es el caso de A la gran masa argentina o Santa Eulalia; por citar algunos de los ejemplos de producciones rosarinas más recientes? Retorna entonces el tema de la generación perdida, de ese eslabón para entender el porqué del triunfo del menemismo en el terreno de la cultura y las contadas y poco claras propuestas del arte frente a este fenómeno. Estas y otras tantas reflexiones va a desencadenar el estreno de Los visitantes de pescados, ultima producción del prolífico dramaturgo y director Matías Martínez.

La propuesta asume decididamente el carácter de un ensayo sobre un asunto del cual no se puede dar cuenta con las mismas herramientas estéticas con las que se abordaría cualquier otro tema. La obra se plantea desde el lugar de su imposibilidad y esto la torna mucho más teatral que ciertas propuestas estéticas e ideológicas que se asumen como autosuficientes para hablar de aquello que comúnmente no se habla. Todo el trabajo está basado en la parodia de ciertas formas teatrales que en la década del 90 buscaron cierta originalidad a partir de formas que coqueteaban más con los propios creadores y con la crítica especializada que con el público.

Este exotismo al que estaban obligados todos aquellos que pretendían dar cuenta de un teatro revulsivo y que no quedara pegado a los discursos políticos de los 70, se convirtió en snob y terminó creando pequeños círculos de espectadores que se veían reflejados a partir de tics y guiños más cercanos al cine y a la televisión, que al fin y al cabo resultaban más entretenida que el teatro.

En Los visitantes de pescados, la siniestra pareja compuesta por Hércules y Lopecito comienzan desviando la atención envueltos en la retórica de la taxidermia. Se toma un atajo, se habla de la taxidermia como herramienta para dar cuenta a las "futuras generaciones" de algunas especies desaparecidas. Se la parangona con ciertas costumbres de las clases aristocráticas que perpetúan sus trofeos de caza para mostrárselas a sus amigos.

Previamente el espectador ha ingresado a una sala climatizada al ritmo de "Si me dejas no vale...", de Julio Iglesias, mientras algunos espectadores se dejan llevar por el ritmo pegadizo de la melodía, otros comienzan a preguntarse acerca de la seriedad del tratamiento de un tema que sigue goteando en la memoria de una sociedad amnésica. El ensordecedor rugir de los helicópteros cruza el espacio y los inconfundibles sonidos de objetos arrojados a una superficie líquida encadenan una serie de fatídicos significantes dramáticos.

Pronto la pareja de taxidermistas se confundirá con aquellos siniestros y recordados personajes de El Señor Galíndez, de Eduardo Pavlovsky, primer antecedente teatral que "humaniza" a los torturadores para despojarlos de una demonización que los transformaba en inexpugnables, excluyéndolos de una lectura que contaminaba a toda la sociedad. Las máscaras se derrumban y los personajes atravesados por la culpa comienzan una serie de interrogatorios buscando responsables, sabiendo que más tarde o más temprano alguna vez "habrá que hablar de ese tema". ¿Quién es el autor de esta obra, quién habla por atrás del intento de este grupo de actores? Alguien que no está pero cuya voz suena fisurando el espectáculo.

¿Se puede hacer un espectáculo sobre los desaparecidos? Más allá de la seriedad con que se profundize el tema, no se corre el riesgo de banalizarlo, llevarlo al plano de la ficción es mucho más terrible que plantearlo como una crónica o un documental.

Los personajes dejan su lugar a los actores, ahora son ellos los que dialogan e interrogan al público, se pregunta acerca de lo que se intenta hablar, la seguridad actoral se astilla en pedazos y la obra sucumbe ante la imposibilidad de dar cuenta de uno de los estigmas más perturbadores de la historia de los últimos años.

Pero hasta ese gesto, esa maniobra teatral tantas veces puesta en juego tambien se muestra como lo que es: un recurso estético, una forma que pretende mostrarnos el quiebre entre la responsabilidad de los actores frente a los personajes que intentan simular una escena fallida. Otro atajo para desviar la atención acerca de lo que se está imposibilitado de poner en escena: el cuerpo de los desaparecidos y las diferentes lecturas que de este hecho siguen haciendo gobernantes, políticos, agrupaciones de derechos humanos, militares, trabajadores, empresarios, en fin la sociedad toda.

El teatro se vuelve contra las imposturas del teatro: "Nosotros la gente de teatro creemos que siempre tenemos que decir cosas nuevas... mientras más originales seamos, seremos bien recibidos y aceptados en nuestra cofradía". Todos estos textos aparecen teñidos por el itinerario trazado en la polémica obra Los murmullos del director porteño Luis Cano, estrenada en 2002 en la Sala Cunil Cabanellas del oficial Teatro San Martín de Buenos Aires.

El mismo autor y director Matías Martínez interviene la obra y dispara un discurso revulsivo que pertenece a Cano y que fustiga tanto al público como a los "funcionarios que nunca van a ver este espectáculo", a la "gente imbécil de la cultura", como a la gente de teatro. Más allá de las lecturas que sobrevendrán acerca de este trabajo, de los rumores que ya se han generado, hay algo que no se podrá objetar y es la sinceridad con que el propio autor y director entabla la polémica. Aún en el caso de que esta también fuese una postura es la primera vez que en una sala de teatro de esta ciudad, un creador manifiesta la imposibilidad de dar cuenta de un tema del que se supone tendría que salir airoso.

Queda un espacio abierto, una grieta, un lugar para que el espectador se adueñe de esa imposibilidad de los actores y rompa el tradicional acuerdo entre espectadores y artistas. Hay mucho de experimental y de inacabado en esta obra, quizás sea una de las formas más honestas de acercarse a un público que ya no tiene cabida en algunas propuestas que no lo contienen y a las que hace años tampoco es invitado.

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