CULTURA / ESPECTáCULOS › ENTRE LA VIDA Y LA MUERTE, WESTERN CREPUSCULAR
› Por Leandro Arteaga
Entre la vida y la muerte. (Appaloosa). EE.UU., 2008
Dirección: Ed Harris.
Guión: Robert Knott, Ed Harris.
Fotografía: Dean Semler.
Música: Jeff Beal.
Montaje: Kathryn Himoff.
Intérpretes: Ed Harris, Viggo Mortensen, Jeremy Iron, Renée Zellweger, Lance Henriksen, Luce Rains.
Duración: 114 minutos.
Salas: Monumental, Del Siglo, Village, Showcase.
8 (ocho) puntos
Hay algo de un placer, digamos, cinéfilo con el que uno se reencuentra ante un film como éste. Porque, por un lado, tenemos el género. El western y toda su larga, prolífica, historia fílmica. Y a partir de allí los elementos recurrentes en los diferentes films, los mejores títulos y realizadores, la concreción de un mundo mítico que aún sobrevive y miente, de paso, las verdades de la conquista sobre el indio. Pero no todo el western es maniqueo, hay excepciones, hay obras maestras. Y también hay una renovación o, mejor dicho, una mirada que lo actualiza y devuelve a la gran pantalla desde, por lo menos, ese film maestro que Clint Eastwood dirigiera y protagonizara: Los imperdonables (1992).
En Entre la vida y la muerte nos encontramos, de nuevo, con otra dupla, como aquélla que supieran componer para films como Pasión de los fuertes o Duelo de titanes Wyatt Earp y Doc Holliday. Ahora con los nombres de Virgil Cole y Everett Hitch (Ed Harris y Viggo Mortensen, respectivamente). También tenemos un pueblo fuera de la ley, manipulado por Randall Bragg, un ranchero criminal (el gran Jeremy Irons). Entonces el pedido de ayuda a estos dos pistoleros, dedicados ahora a recuperar o instaurar la ley allí donde ella peligre o, directamente, no exista. A los tiros y por dinero. Vaya paradoja.
Porque el legendario Virgil Cole equilibrará la balanza desde un proceder tan chantajista como el de Bragg. Ahora la ley será su sinónimo. Nadie más que él para portar armas o repartir trompadas. Más una viuda (Renée Zellweger) que llega al pueblo de Appaloosa para tocar tanto el piano como las fibras íntimas de Cole. Irrupción que triangula y divide la historia de estos hombres. Desarticulación que vuelve imprevisible, tal como lo expone desde el inicio el mismo Everett, lo que habrá de ocurrir.
Appaloosa se vuelve entonces síntesis de civilización y barbarie, pero en terreno de blancos; los indios ya han sido diezmados, y los pocos que sobreviven poseen una dignidad suficiente aunque en extinción. Porque el encuentro mudo y gestual entre el otrora militar Everett y el jefe indio supone pautas de comportamiento que se diluyen en este nuevo mundo de acuerdos y leyes mediados por dinero.
Lo que agrega ese tinte crepuscular que reviste al film de una melancolía que rememora la soledad del cowboy ya perimido: sea el de John Wayne en Más corazón que odio, o el de Alan Ladd en Shane, el desconocido. Más una importancia protagónica que no es, precisamente, la que el espectador supone. Porque será necesaria cierta dignidad para componer a ese personaje sufrido, luego solo, que habrá de posibilitar esa civilización que luego lo margine. Obligándolo a tomar rumbos lejanos, sin asidero, cada vez más inciertos.
Es el segundo film dirigido por Ed Harris. Y el mejor. Pollock (2000) dio vida fílmica al pintor pero también lo condenó a un "final feliz". Aquí no hay nada de eso sino, antes bien, un reencuentro feliz con el género y sus mitos.
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