Dom 08.02.2009
rosario

CULTURA / ESPECTáCULOS › LECTURAS

ROSARIO ILUSTRADA

Barrio Mataderos

Por Rosa Wernicke

El ciruja caminaba lo más rápidamente que podía. Iba hacia su barrio, hacia su mundo escondido allá, al otro lado del puente del ferrocarril Rosario a Puerto Belgrano. Primero el asfalto: Urquiza, Córdoba, Maipú, Avenida Pellegrini, luego el adoquinado: Necochea, Ayolas, Esmeralda, Berruti, Convención y, finalmente, vendría el callejón sin pavimentar hacia el vaciadero. Iba hacia su mundo situado entre un puerto activo, una elegante avenida de circunvalación, todavía en proyecto, una calle con nombre de piedra preciosa y otra con nombre de prócer o balneario.

La Avenida Belgrano se estiraba, rodeando, enlazando coquetamente la verja que delimitaba los terrenos portuarios. No estaba concluida; las obras se habían paralizado y no se sabía cuándo se les daría fin. Pero de todos modos, era bueno saber que el proyecto incluía su extensión hasta el barrio Saladillo.

En el límite donde terminaba aquella y empezaba la desidia urbana, una hilera de arbolitos incipientes comenzaba a echar ramas y hojas. Pronto se convertiría en una elegante cortina impenetrable para el ojo humano. Era demasiado hermosa la Avenida Belgrano para que se permitiera, ni en sueños, que la fealdad del vaciadero municipal malograra su belleza, para que los despreocuupados paseantes percibieran la pestilencia que emanaba de él y menos que nada, para que se permitiera poner en tela de juicio, el inexplicable olvido en que vegetaba.

La ciudad parecía avergonzarse de aquel pulmón enfermo del barrio Mataderos, en donde pululaban millares de criaturas humanas con su miseria y su orfandad. Estaban allí, olvidados en medio del febril progreso. Era verdad que el vaciadero quedaba al fin, encajonado, que ni siquiera se le advertía desde la Avenida, pero también era verdad que, deliberadamente, habíase corrido el telón frente a las destartaladas casuchas, cuevas, escondrijos y ranchos que poblaban buena parte de las barrancas, de aquellas históricas barrancas en donde flameó, por primera vez, el pabellón azul y blanco de la nación argentina. Quedaba arrinconado, oculto, desspreciado, ¡como si se pudiera amar a la patria sin amar todo lo que existe en ella! Era lo mismo que intentar cubrir una úlcera con un rico guante de piel, o esconder tras de un abanico "pompadour", unos dientes cariados y sucios. Pero la ciudad, como la mujer de César, tiene que parecer antes que ser y esto era por el momento, lo más importante.


Parque Urquiza

Por Patricia Suárez

Lo primero que Olga hizo cuando se encontró sin trabajo fue dar caminatas. Iba por el parque, bordeando el río, acarreando un pensamiento que traqueteaba dentro de ella, o masticando una frase, un pensamiento de otro, como el que decía "El ámbito de la araña es más profundo" sin poder comprenderlo. A veces, por falta de costumbre y de ejercicio, se agitaba, y oía el chasquido esforzado de su respiración aleteando en el aire. En los días soleados el río se conservaba azul, y parecía ni más ni menos que una mesa dispuesta, que alejaba, de lleno, todas las ideas sombrías. El azul del río se le presentaba, a ella, como una alegría concreta.

Salía a caminar, no porque estuviera excedida de peso, sino porque disfrutaba, de un modo especial, de la cuña que hacía el aire expandiendo su pecho. Ella tenía el cuerpo blanco y redondo, como merengado, y pensaba que, según se viera a sí misma, no era una mujer sino una confitura.

Por lo general, su trayecto finalizaba en el ombú que se levantaba, con terquedad, con aires de aduanero, justo antes del Observatorio Astronómico. Allí, ella alzaba los brazos, inflaba el pecho, entonces oía, se detenía a oír la percusión dentro suyo, como si en su corazón estuvieran riñendo los gallos.

Volvía caminando. Atravesaba la cancha de bochas, y el timbó convencido de ser un pájaro siniestro, y seguía el camino de los bebederos inexorablemente secos. El paso que llevaba, o el aire del parque, la hicieron pensar, durante los dos primeros meses que estuvo sin trabajo, que su vida habría de cambiar. Que daría un vuelco; ella la haría dar un vuelco, como quien pone boca abajo un florero.

De vez en cuando, se asustaba de sólo ver un perro, la visión de un rottweiler bastaba. El perro avanzaba, medio ahorcado en su cadena, con la expresión de cancerbero que a Olga se le antojaba salida del infierno para venir a amedrentarla a ella, justo a ella, temblando dentro de su pánico mientras se le diluían las fantasías de una vida nueva, naciente, y ella volvía a ser la que era, una miniatura, nadie, una nada, lo que ella, en el fondo, sentía que era. Cuando se le acercaba un rottweiler, o un dogo también, ella encomendaba su alma a algún santo, a San Mateo, por ejemplo, que era un santo que siempre le venía a la boca.

En el camino de regreso, serena, o temblando en el caso de que se le hubiera arrimado un perro, entraba a la cervecería. Buscaba una mesa, un punto, desde donde se viera el río y más allá, la isla: la mezcla indefinida de sustancias: las vacas paciendo entre las garzas, y los eucaliptus quemados. Se sentaba sí, en la cervecería, que tenía por nombre Gran Munich, y pedía café y queso, y si el queso era gruyere era como la gloria.


Acceso Sur

Por Oscar Taborda

Para uno que viene por la autopista y dobla a la derecha por la circunvalación, hacia el lado del río, el crepuscular paisaje del barrio Las Flores tendría que conmoverlo. Por un lado unas cuantas manzanas de techos bajos, de donde sobresalen como tótems esmirriados tanques de agua, y por el otro, avanzando desde el descampado, con su formato excéntrico, lenguas de pocilgas cuyo color general podría definirse como rojo de siena tostada.

Tiemblan, allá abajo, unas lucecitas dentro de las casas, veladas por el humo de unas fogatas que consumen los cardos crecidos en el declive que va desde el borde del terraplén hasta la primera hilera de postes de electricidad, y surgido de entre los escombros molidos, por una calle que tiene charcos y piedras en proporciones iguales, un 103 que avanza a los tumbos arrastrando consigo a seis o siete pasajeros camino al cementerio de Villa Diego.

Apenas subió quedaron atrás las paredes blancas de una capilla ﷓con su torre piramidal﷓ rodeando unos montículos de tierra que destinan los misioneros para que sus futuras ovejas descarguen la energía sobrante de la misa, y justo enfrente, disputándole la clientela (aunque haya que girar la cabeza ciento ochenta grados para verlo), un pequeño santuario, cuyo modelo más próximo es la cucha de un perro, engalanado con flores de plástico y espigas bajo la cruz en memoria del hijo aplastado hace tres años. Había, tascando a un costado, casi pisando los reducidos trozos de azulejos que podrían llamarse bizantinos, unos caballos de crines largas; un poco más lejos los carros de donde habían sido sacados; y brillaba, cerca de ahí, frente a unas cercas de caña separando "propiedades", un hilo de agua que salido de la canilla pública, al pie de unos eucaliptos, iba a parar a una canaleta oculta entre los hirsutos matorrales.

Cien metros adelante es el turno de pasar sobre un puente y ver desde ahí los fondos de lo que fue un supermercado, con sus cuatro o cinco tragaluces y su aspecto de vaca empantanada o de mezquita: unas mujeres sorteando con pasos de cabra la zanja entre yuyos que sus bolsos y polleras empujan, y dado el movimiento del auto, teniendo primero como telón de fondo la arcada del club adonde un estibador ha ido apilando cajones que contienen envases vacíos de cerveza, y luego la despojada escenografía del cielo del oeste que se hunde.

Estos textos fueron publicados por la Editorial Municipal de Rosario (EMR) como "Guía literaria de la ciudad".

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