Lun 09.03.2009
rosario

CULTURA / ESPECTáCULOS › EL LUCHADOR, CON MICKEY ROURKE, CON EL EMBLEMA DEL DOLOR

Relato que hace justicia al coraje de renacer

› Por Leandro Arteaga

El luchador. (The Wrestler). EE.UU./Francia, 2008

Dirección: Darren Aronovsky.

Intérpretes: Mickey Rourke, Marisa Tomei, Evan Rachel Wood.

Duración: 111 minutos.

Salas: Monumental, Del Siglo, Showcase, Village.

9 (nueve) puntos

Será casi redundante reiterarlo, pero El luchador sólo es posible desde la figura de su primer actor. Porque Mickey Rourke es Randy "The Ram" Robinson, luchador de catch que ha conocido tiempos mejores y ve peligrar su continuidad por problemas de salud. Parábola de héroe caído y renacido; de tozudez extrema y sensibilidad recobrada pero ignorada. Es inevitable pensar la delineación del personaje con los condimentos tan delirantes y terribles en la vida propia del actor, detalles que se han vuelto públicos y que, según se sabe o intuye, han influido en el rodaje del film de Darren Aronofsky (Pi, Réquiem por un sueño).

Según palabras del mismo realizador, la acción durante la filmación estuvo supeditada al hacer de Rourke, a atender su manera de encarar y resolver el drama en las escenas. Motivo por el cual uno no puede, también, desvincular muchos de sus parlamentos desde lo vivencial. Pero aún sin esta referencia -porque nada nos hace indispensable conocer acerca de la vida de Rourke y su suerte profesional- El luchador se erige como un film justo, pequeño y contundente.

Randy Robinson es signo, casi, patético del modo de ser social norteamericano. El primer tramo del film es el más duro, con heridas que desgarran la carne y decoran el orgullo del batallador, mientras montañas de drogas diferentes calman dolores y retroalimentan el furor del público, verdadera bestia que exige sangre y más dolor (situación que nos rememora el mismo clima de adicción y violencia de Réquiem por un sueño, más el guiño irónico y perfecto que se destila hacia La pasión del Cristo de Mel Gibson). El ring es escenario para nombres y atuendos exagerados, casi circenses, que diferencian etnias y acentúan el clamor nacionalista de quienes pagan las entradas.

Porque Randy es, precisamente, un auténtico "héroe americano": aún se recuerda la batalla gloriosa que sostuvo con el Ayatollah, y aún cuando los pormenores de los combates sean arreglados y conocidos por el mismo público, es éste el que encuentra en estos simulacros patrioteros un lugar de desahogo. Situación idéntica que han promovido, podemos agregar, tantos films respecto de su público (los enfrentamientos de Rocky Balboa -contra el ruso Ivan Drago en su cuarta entrega- son un claro exponente).

En el film de Arronofsky se conjuga esta mirada, por momentos cruel, más una sensibilidad que surge desde detalles: el vínculo con la bailarina nocturna Cassidy (Marisa Tomei, cada vez más querible), la reaparición de una hija casi olvidada, los lentes que permiten la lectura, el audífono que ayuda a la escucha, el hielo necesario para calmar el dolor de espalda, el trabajo mal pago como manera de sustentar el alquiler. Rourke va reformulando, de a poco, esa imagen de bestia de las cuerdas por la de un hombre cansado, de respirar ruidoso y mirada dolorida.

Lo que termina por conformar, justamente, un film tan dolido como su mirar, pleno de melancolía. El tema musical de Bruce Springsteen, que acompaña los créditos finales, sirve de carta de cariño hacia este mastodonte peleador pero profundamente sensible.

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