CULTURA / ESPECTáCULOS › DESTRUCTIVO ARTE, MUESTRA COLECTIVA DE ROSARINOS EN EL CENTRO CULTURAL BORGES
Las astillas de un mundo que estalló
Curada por Carlos Herrera, la exposición homenajea a aquella de 1961 en galería Lirolay, en la que participaron Kenneth Kemble, Silvia Torrás y Luis Wells. De fuerte tono contemporáneo, enfrenta la destrucción actual como fuerte deterioro.
› Por Beatriz Vignoli
"¡Parece el Rosariazo!", comentó uno de los participantes de la improvisada e involuntaria "performance" por una calle céntrica porteña que tuvo lugar al ponerse el artista rosarino Adrián Villar Rojas, con la ayuda del curador y de un par de colegas, a llevar a pulso lo que parecían leños para una fogata o vigas para una barricada. En realidad, la obra no era la acción sino los objetos, que organizados en una forma mucho más sensible integran una instalación en la Sala Berni del Centro Cultural Borges: Lo que el fuego me trajo. La misma forma parte de la muestra colectiva Destructivo Arte. Con la curaduría de otro rosarino célebre, el artista y gestor independiente Carlos Herrera, Destructivo Arte es una muestra colectiva que homenajea a aquella de 1961 en Galería Lirolay donde participaron Kenneth Kemble, Silvia Torrás, Luis Wells y otros.
Ambas muestras tienen un sentido de contemporaneidad fuerte, cada cual respecto de su propia época. El texto de Aldo Pellegrini en 1961 expresaba su preocupación ante un posible holocausto nuclear en el marco de la Guerra Fría y afirmaba: "El reconocimiento y aceptación de esta tendencia agresiva destructiva en el ser humano y su canalización como liberación de inhibiciones por un camino directo pero eficaz e inofensivo, o sea su catarsis real y verdadera a través de la obra de arte, o si se quiere, a través de la no obra de arte, podrían considerarse como uno de los principales objetivos de esta tentativa".
En el mundo actual, en cambio, la destrucción es más lenta entropía y deterioro. La gripe A, el calentamiento global, el maltrato y/o explotación de mujeres y niños, el desempleo crónico y las pilas de basura con las que nadie sabe qué hacer integran el catálogo de horrores del siglo XXI. La agresividad desatada ha perdido su freudiano glamour, pero ahora la amenaza más mortífera es la de la apatía. Y los materiales del arte actual son, en ocasiones, los detritos de la cultura del pasado.
Un predominio de lo trash (el estilo que hace furor en las ediciones 2009 de la Bienal de Venecia y la feria Art Basel Miami) se destaca en las grandes instalaciones de Daniela Luna o de Gastón Pérsico. El mito apocalíptico posmoderno de un "después del fin" es crucial en varios artistas de la muestra, como el mencionado Villar Rojas. Como elabora su obra un poco al modo de un director de cine, el rosarino sugirió a uno de sus colaboradores más firmes, el pintor conocido como Vampiro, que pintara a una mujer joven de aire nostálgico junto a un mar, estrellas y fuego en el cielo. Inconexas desde el punto de vista formal, las imágenes construyen su sentido al modo de un sueño. Las maderas astilladas fueron reunidas como piezas de un puzzle para hacerles de soporte.
Hoy el artista que destruye para construir su obra no hace estallar algo flamante. Lo suyo es más bien un gesto leve, piadoso y funerario; crematorio, diríase. Tal es el caso de las obras de los otros tres rosarinos que participan en la muestra. Claudia Del Río efectúa una arqueología de su propia obra, recuperando dibujos en tinta sobre papel misionero (el papel crudo, sin blanquear) intervenidos a través del vidrio mediante calcomanías de los años cincuenta. En su videoinstalación, Mauro Guzmán evoca y destruye a su modo el cine de otros tiempos a través de paraguas emplumados, una escalera y una personal parodia de Carrie, clásico de Brian de Palma de los años '70. (Cabe señalar que completa el equipo rosarino esta cronista con Rosas en llamas en una urna de vidrio, un collage abstracto neoinformalista realizado entre 1997 y 2009).
Piedad y parodia se conjugan en la soberbia instalación multicolor donde Rafael Gonzales Moreno integra sus azulejos de juguetes de plástico derretido a montajes de radiografías de Lobo Velar, formando un baño que evoca otro clásico: Psicosis, de Hitchcock. Manuel Ameztoy se inspira en los patterns de William Morris para las fuentes del Nilo No. 6, su bellísima obra en papel calado que es escultórica y gráfica A la vez, de donde caen al piso recortes como hojas otoñales. Raúl Flores fotografió los cuencos de monedas de los artistas callejeros de la Rambla, que parecen aguardar esos pétalos blancos. Matías Duville y Alfio Demestre juegan con tecnologías, mientras que Sigismond de Vajay romantiza irónicamente la explotación minera. En la noche de la inauguración, Daniel Melero les puso el cuerpo a los eslóganes ficticios de una campaña política que al fin saldría tan mal como se esperaba (la campaña, no la performance); significantes en ruinas que también informan los autorretratos suicidados de Roberto Conlazo, Miguel Mitlag y Alfonso Sierra, en cera derretida bajo el título común de Unidad Básica. La nostalgia por lo obsoleto atravesaba la ficción de arenga de Melero y al pianista fantasma que en "Piano and the Western Union Band", instalación del grupo Rosa Chancho, no dejaba de hacer sonar una melodía de Scott Joplin.
Aquel día del montaje, la gesta de las maderitas terminó enseguida, cuando los empleados del Centro Cultural Borges ofrecieron una carretilla para el traslado de la pieza de Villar Rojas. Pero la anécdota viene a cuento por aquello de que la historia se repite como parodia. No es que Destructivo Arte sea una parodia de Arte Destructivo, ni siquiera involuntaria. Pero ni los artistas presentes en el montaje, ni los críticos y coleccionistas que asistieron a la inauguración dejaron de señalar la semejanza y el contraste entre Lo que el fuego me trajo y una obra de la rosarina Graciela Sacco: El incendio y las vísperas. Esta es negra, aquélla era blanca; la de Sacco era épica, la de Villar Rojas es lírica y hasta romántica. Ambas nombran el fuego y comparten soportes similares que portan imágenes difuminadas. Iconológicamente, la de Sacco alude a las revueltas de los años sesenta (con toda su "catarsis" de violencia fundante contra un orden cruel), mientras que la de Villar Rojas remite a la desesperada necesidad de armarse un sentido amoroso a partir de las astillas de un mundo que ya estalló.