CULTURA / ESPECTáCULOS › LITERATURA. ALMACéN "LAS COLONIAS" DE JORGE ISAíAS, DESTINADO A LECTORES SIBARITAS
Editado por la Universidad Nacional del Litoral, en su último libro, el escritor construye prosa como un poeta y logra un remanso, en relatos con una atmósfera bucólica donde todo es incidente. Así, crea un retorno mítico a la edad de oro.
› Por Beatriz Vignoli
Que el Estado, en varios de sus organismos y niveles, declare su obra de interés cultural nacional, educativo y legislativo; que se lo nombre escritor distinguido; que sus poemas circulen a través de manuales escolares... Tanto decreto acumulado sobre las espaldas de un autor vivo y en plena producción corre el peligro de ahuyentar a sus lectores, más que atraerlos. Más, si el objeto de tales honores es una plena presencia: un poeta de andar lento, siempre dispuesto a detenerse en el saludo y en la charla, amable como la brisa matinal de sus tradicionales contratapas en este diario. Y, encima de que porta un apellido bíblico, en su estampa inconfundible alienta algo de monumental.
Con tanta visibilidad y reconocimiento, Jorge Isaías no es ni podrá ser la clase de escritor contemporáneo cuyo nombre circula como un secreto a voces; jamás será el maldito ni el desesperado. Pero, al encontrar esta escritura generosa reunida entre dos tapas nuevamente y leerla en un par de tardes de sol invernal, hay que reconocer que, al menos en su caso, el Estado tuvo razón. Bellamente editado por la Universidad Nacional del Litoral, el nuevo libro de Jorge Isaías, Almacén "Las Colonias", recopila una serie de ensayos literarios que están fechados por año y estación, como si de clasificar una cosecha se tratara.
Y algo de eso hay: al igual que los vinos de una bodega selecta, cada uno de estos breves textos es para demorarse en saborearlo. La de Isaías es la prosa de un poeta. Isaías es de los que escriben bien, macerando con oficio una prosa que adquiere cuerpo. Escribe para un lector sibarita del texto. Adorna con citas nobles; sorprende y educa con etimologías insospechadas, con hermosas palabras antiguas conservadas, como un buen conversador dueño de su ocio. Aquello sobre lo que Isaías siempre vuelve es su infancia en Los Quirquinchos, el pueblo santafesino de 2732 almas (según censo de 2001) donde el escritor nació en 1946 y de donde se fue en 1964 para estudiar en Rosario, a sólo 137 kilómetros. Una vez aquí, Isaías se recibió de Licenciado y Profesor Superior Nacional en Letras por la Universidad Nacional de Rosario y en 1971 fundó con dos amigos (Guillermo Colussi y Alejandro Pidello) una revista y editorial legendaria: La Cachimba. Publicó numerosos libros; entre 1976 y 2000 su Crónica Gringa agotó cinco ediciones, en un género no muy amigable con el mercado como lo es la poesía.
La prosa de Isaías es un remanso, no sólo pretende serlo. Es a fuerza de tempo que el poeta construye, frase a frase si no ya verso a verso, la atmósfera bucólica en la que transcurren sus relatos donde todo es incidente: el hollín que ennegrece la pava del vecino solitario, el modo en que brilla el sol en unos árboles determinados (casuarinas, apunta, siempre específico) o el silencio que sigue al canto de los gallos. La constancia de un pulso que insiste en aminorar la marcha y mirar alrededor (pero en un alrededor que en realidad es adentro, porque es el de la memoria) funciona como la respiración en la meditación: habilita un estar en el mundo. Su prosa obra el milagro de un retorno mítico a cierta olvidada y perdida edad de oro, o mejor dicho de sol; el ritmo de esta prosa es una música preindustrial, que conecta al lector con una velocidad otra. No la vorágine del presente y de la urbe, sino aquello que para otros alienta sólo en la memoria de la sangre: el tiempo del agricultor, del artesano. El tiempo en que existía algo llamado paciencia. Elaborar la épica de un no acontecer, o mejor dicho, de un flujo vivo de acontecimientos mínimos, es el logro singular del arte literario de Isaías.
Esta relación cinematográfica con el detalle (porque su prosa evoca la niñez como una película, pero como una película de alguno de aquellos directores italianos del siglo veinte, que eran pura poesía) lo separa de su modelo y antecesor: José Pedroni. Uno y otro cantan la pampa gringa, la pampa del obrero agrícola, el pequeño comerciante, la pobreza digna y el tren cerealero del trigo y el maíz en tiempos en que "la soja estaba más lejos que la luna". Pero lo de Pedroni es la gran gesta, mientras que lo de Isaías es el mínimo gesto. Los lazos entre sus personajes de la vida real están hechos de silencios, palabras entredichas, objetos cotidianos o el fulgor súbito de unos ojos inolvidables que una vez lo miraron. Es admirable su fidelidad a lo que se recuerda de una edad anterior a la palabra. Y sin embargo llama a cada cosa por su nombre, edénico y exacto.
Tampoco idealiza sus temas: la cruel explotación de personas y animales también está presente, aunque se la narre desde la mirada inocente de un niño. Narración sin énfasis, minimalista, pura acumulación de detalles. Todo aparece sin alterar la quietud. Porque aquel niño ya no es más un niño, sino el escritor que veían los formalistas rusos en Tolstoi: aquel capaz de hacer ver las cosas como por primera vez.
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