Mar 18.08.2009
rosario

CULTURA / ESPECTáCULOS › PLASTICA. ARTE CONTEMPORáNEO A PLENO EN DOS MUESTRAS Y UNA INSTALACIóN

Maravillas en los confines del arte

La exposición homenaje a Juan Langanoni, así como las propuestas de Gabriela Gabelich y Leandro Arévalo en Pasaje Pam son un caso de estudio. Allí se condensan el gesto de apertura post moderno hacia la cultura de masas y las artes menores.

› Por Beatriz Vignoli

Tomadas en conjunto, las dos muestras y la instalación que pueden verse hasta el 3 de septiembre en Cultura Pasajera (Pasaje Pam, Córdoba 954, planta baja) constituyen casi un caso de estudio para quienes se preguntan de qué hablamos cuando hablamos de Arte Contemporáneo. ¿El Arte Contemporáneo es un estilo, es un período o qué es? Por ahora, se lo podría definir como una manera de reconsiderar el arte en tanto institución a través de un doble gesto transgresor: uno, el más obvio y nítido, que lo abre hacia la cultura de masas, pero no al modo irónico posmoderno sino con más convicción "post posmoderna". Hoy el artista se piensa como un individuo más de la masa informada, y la cultura del consumo de imágenes es su segunda naturaleza. Esta actitud, en parte inspirada en el neodadaísmo y el pop art, en Rosario tuvo una de sus más controvertidas expresiones a través del manifiesto "La ética del roce" (1990), del grupo Rozarte.

El otro gesto es más confuso en su intención, ya que parece ampliar las fronteras de la institución arte cuando en realidad las reafirma. Es el doble y ambivalente movimiento de incluir en la institución arte lo que había sido excluido de ella, léase: las artes menores. Artesanías decorativas, hobbies anacrónicos (entre los que algunos extremistas incluyen a la escultura en mármol y la pintura al óleo) pasan a integrar el acervo de unos "rescates" por los cuales un joven artista consagrado "descubre" a algún ignoto amateur. Si es naïf o kitsch, mejor. Los surrealistas, que iniciaron esta costumbre, hallaban lo maravilloso en estas obras inocentes. Es en esta línea la muestra homenaje que, en la vitrina del Pasaje, revela algunas de las asombrosas miniaturas inéditas talladas en hueso y asta por el ingeniero Juan Langanoni (1914 - 2007).

En el lenguaje actual, es una muestra de objetos. Cuenta con la curaduría de Leandro Arévalo y Gabriela Gabelich (quienes exponen en los otros dos espacios) y con la cooperación de los familiares del artista secreto. El diseño de montaje es impecable. De Langanoni se dice que confeccionaba sus propias herramientas y que cuando falleció, a edad muy avanzada, estaba trabajando en su última miniatura, el Patio Español. "Juan era primo de mi abuela materna", escribe Arévalo en el texto que acompaña la muestra, donde enumera sus series: barquitos, molinos, Blancanieves, paisaje alpino, serie gauchesca, serie oriental, y evoca una visita a su casa junto a su hermano Mauro: "Nos mostró unos pequeños huesos que tallaba, mientras templaba el ambiente con su bandoneón o acordeón y un pequeño vaso de vino que ofreció, y declinamos. Años después, cuando comencé mis estudios en la escuela de artes, fui a visitarlo. Saqué algunas fotos, que conservo, y ya no volvimos a encontrarnos".

Las cajas que realizó Gabriela Gabelich desde 2006 hasta 2008 son parientes visuales de la interminable y banal charla telefónica al comienzo del cuento que da título a su muestra en el espacio de arte Ribuar de la marquería Rivoire: "Un día perfecto para el pez banana", de Jerome David Salinger. En aquella obra anterior, la ex Rozarte reproducía frases de ésas que se pronuncian en un aula universitaria o en la inauguración de una muestra con esa altisonante voz engolada que es pura institución. Tales clisés, meras contraseñas de pertenencia, hacen abstracción del sujeto y su verdad. A los que busca Gabelich en la cultura popular. Sólo ésta (parecen decir sus nuevas obras) rescata el secreto corazón salvaje que anida en la época contemporánea.

"Me comeré tu piel, me beberé tu sangre..." dice una canción de amor del grupo pop español Fangoria. Sí, una canción de amor. A estas dos frases las borda Gabelich en sendas telas satinadas: una, color piel y la otra rojo escarlata. "Me comeré tu piel" reluce sobre el satén rosado en lentejuelas cuyos brillos en tonos pastel resultan tentadores, casi comestibles, como semillas de fruta o caramelos confitados. "Me beberé tu sangre" se torna casi monocroma bajo el vidrio en que se la enmarcó. Esta decisión obedece a una intención de la artista de que las dos obras monumentales que constituyen las piezas principales de su muestra sean objetos y no tapices. Aunque el vidrio puede pensarse también como el elemento que las emparienta con aquellas cajas, es precisamente este temor a quedar encasillada en una forma "menor?"o popular el que le resta a su nuevo trabajo parte de la sensibilidad y la audacia que podría haber tenido.

Un espacio puede ser real o mental, literal o simbólico. En la obra de Lisandro Arévalo titulada "No tenemos adónde ir, no hay prisa, tal vez reconstruir el templo te ayude a reconstruir tu alma, Logan San", el espacio El Cubo es las dos cosas. Inspirada en un detalle de una pintura de Mijail Larionov fechada en la Rusia prerrevolucionaria de 1911, la fachada que obtura la vitrina es engañosa: al igual que las leyendas o parábolas que tienen varios niveles de lectura (al menos dos: uno exotérico y otro esotérico), la pintura sirve para que el distraído siga de largo y el iniciado se detenga. Representa muy sintéticamente a una diosa blanca, asexuada, desnuda y con los brazos extendidos, en cuyos ojos resplandece un brillo extraño. Desde cierto ángulo o cierta distancia, el espectador iniciado comprende que el brillo es emitido desde el interior de El Cubo. Hay a los pies de la diosa un escaño, un escaloncito de madera. Al subirlo, el espectador queda como abrazado por la diosa, a través de cuyos ojos puede mirar. El juego evoca el mundo de los barracones de feria, también amado por los surrealistas.

Si hay o no algo, algún mensaje adentro de El Cubo, sería decepcionante develarlo aquí. Baste con decir que se habilita una lectura de la obra según la cual el espacio de El Cubo se ha convertido en el espacio de la creencia. Que también puede ser el espacio de la ficción. O el del síntoma. El escalón puede simbolizar tanto la suspensión de la incredulidad como el salto de la fe. Más que simbolizarlos, los pone en acto. Se requiere la participación física del público y también su complicidad, ya que en ella hay claves que tienen que ver con cierta cultura de masas relativamente elitista y de culto. Así, "Logan San" es como se dirige a Logan/Wolverine (uno de los superhéroes mutantes de X Men) un monje a cargo del templo oriental al que llega Logan en una de sus aventuras. Arévalo estaba trabajando en la obra, con el televisor encendido, y la frase lo golpeó como un rayo. ¡El cosmos le estaba regalando el título de su nueva instalación!

Arévalo lleva bastante tiempo trabajando con temas como los platos voladores. Su conceptualismo lúdico es post posmoderno: se apropia de íconos de la cultura de masas ya no pensados en tanto tales sino preexistentes como un horizonte vital a la par de la realidad y de la naturaleza. A lo mejor los superhéroes mutantes son a esta época lo que los dioses y los héroes a los antiguos griegos. Quizás por eso, en la obra de Arévalo, estas versiones siglo XXI de los mitos paganos de metamorfosis son puestas a dialogar con el gesto posmoderno, arqueológico y altamente artístico (es decir, muy del mundo del arte) de la apropiación de una obra pseudo naïf moderna, utópica y centenaria. Una recomendación y una pista: antes de verla, revisar los últimos capítulos de Los Expedientes X. Hay allí una frase del inspector Mulder que lo dice todo. Y así como él buscaba lo maravilloso fuera de este planeta, el arte de hoy lo busca fuera de sí mismo.

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