CULTURA / ESPECTáCULOS › MUESTRA COLECTIVA LA JUNTA DE MAYO, EN LA BIBLIOTECA ARGENTINA
Mariana Buchín, Rubén Echagüe, Marita Guimpel, Gabriel Ippóliti y Eduardo Piccione exponen obras que releen y reescriben los mitos, datos y símbolos del relato de la identidad patria. Aparece quebrada la fe ciega en el símbolo.
› Por Beatriz Vignoli
Mayo de 2010: el país celebra su Bicentenario en un clima bastante alejado de la concordia nacional, y al arte no se le podía pasar por alto ese detalle. A través de una ficción museográfica compuesta por obras individuales, con un humor a veces nostálgico y a veces tirando a negro, los artistas plásticos que integran la muestra colectiva La junta de mayo, en exhibición en la Biblioteca Argentina (Pje. Alvarez 1550), releen y reescriben ciertos mitos, datos y símbolos del relato de la identidad patria.
El enfoque, ya desde el título (que juega con las mil acepciones rioplatenses de la palabra "junta") no podía ser sino irónico, teniendo en cuenta que tales nociones patrióticas han servido para justificar el terrorismo de Estado. No se alude al mismo, pero sí algo del orden de la fe ciega en el símbolo aparece como quebrado. La mirada inocente de los niños y niñas que en la escuela son aleccionados sobre la epopeya de 1810 es no obstante recobrada, pero al sesgo, con un amor cargado de ambivalencia.
Así, Gabriel Ippóliti muestra tres viñetas satíricas, muy bien logradas técnicamente con el oficio que lo caracteriza, donde las figuras caricaturizadas de Mariano Moreno y Cornelio Saavedra son sorprendidas en escenas más o menos alegóricas, al estilo de la vieja revista Caras y Caretas, pero que ponen en escena el indemostrable cuento del veneno, la seductora conspiranoia historiográfica puesta en boga por Felipe Pigna.
Exuda nostalgia la impecable instalación de la fotógrafa Marita Guimpel, Gloria, donde ante una pared en la que cuelgan cuadernos de ese nombre (quizás como una metonimia de la uniformidad de los alumnos) reciben amablemente al espectador los elementos habituales de una salita de clase media: mesa de vidrio, macetero, banqueta. Como una visita que se sienta a tomar mate y escuchar una historia, el público es tentado a hojear el álbum de fotos que se encuentra sobre la mesa. Las fotos recuperan detalles del cuaderno escolar de la autora, una cantera que Guimpel lleva ya varios años trabajando y ha depurado. Las páginas del cuaderno que el álbum rescata remiten a la revista Billiken y a las formalidades de comienzos del siglo XIX. Es como si la memoria de la propia niñez se fundiera con el origen del país en un "había una vez" legendario. (La niñez es la patria del poeta, y viceversa, al menos en este caso).
La hospitalidad argentina es aludida también en un falso interior gauchesco kitsch, ¡Un aplauso para el asador!, la impactante instalación de Rubén Echagüe que como un decorado de comedia despliega su anécdota grotesca que sugiere una sátira política. Implementos y materiales para el asado (atizadores, trinchantes, cuchillas, carbón) cuelgan al estilo campestre o yacen a los pies de un paisaje telúrico al óleo que tiene pegada en su centro una hamburguesa de plástico, emblema de globalización y neocolonialismo. Arriba de todo, como una divisa (sobre un tronco pintado, a tono con el pretendido mal gusto del conjunto), está fileteada la inscripción del título.
Otra obra de Echagüe juega con un pasaje de Alicia en el País de las Maravillas y otra presenta una bandera de paño enmarcada en vidrio, al modo del Museo de la Bandera, sólo que el sol ha sido reemplazado por un cometa y la bandera, en un letrero adyacente, es atribuida al "poeta y astrólogo santafesino Cayetano López Echarri (1817-1852), quien tras haber corroborado en el cielo que el destino del país sería incierto, decidió reemplazar el sol tradicional por un cometa (símbolo de mal agüero). Esta enseña fue izada por única vez el 27 de febrero de 1841 y su autor multado en cincuenta pesos fuertes". Ippóliti y Echagüe convergen en algo así como un relato muy consistente que encarna la voz colectiva (o plasma el rumor, más bien) de un sentido común de las masas argentinas acerca del propio país como el lugar de la mentira y la desgracia, desde un sujeto ciudadano que se piensa como crónicamente estafado por el poder. La Alicia de Lewis Carroll (con la que también dialogaba Charly García a la hora de buscar nuevos símbolos de la Argentina) es un emblema de absurdo similar al Kafka de Sábat: más de aquello, más de lo mismo, la vieja clase media que nunca tiene la culpa de nada.
También reelaboran los símbolos patrios, pero en clave mucho menos cargada de referencias y con mayor rigor y síntesis, Eduardo Piccione, quien compone a partir de los círculos concéntricos de la escarapela una serie de mandalas abstractos donde cita, a través de alusiones formales, los lenguajes plásticos de la Escuela de Nueva York de la década de 1950, y Mariana Buchín, con dos collages sobre latón (una escarapela y una cinta patria) inspirados en las manualidades del jardín de infantes. Su alusión a la infancia no es nostálgica, como en Guimpel, sino irónica, ya que los blancos y azules de su ingeniosa escarapela personal están hechos de recortes de un catálogo de bikinis. Inocencia y experiencia entablan así un juego dialéctico donde el pasado y el presente se miran, mientras el cuerpo femenino es referido como una ausencia reiterada y circular.
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