CULTURA / ESPECTáCULOS › "EL BANQUETE TELEMáTICO DE LA PINTURA" EN EL CASTAGANINO + MACRO DE ROSARIO
› Por Beatriz Vignoli
Inquietante: así es la muestra de Federico Klemm que hasta fin de mes puede visitarse en el Museo de Arte Contemporáneo de Rosario (Oroño y el río). Es mucho más desestabilizadora aún que la hermosa galería de retratos o conmovedora elegía barroca en imágenes que es la sala central del Castagnino (Oroño y Pellegrini). Es una producción local, realizada en colaboración con co-curadores de Buenos Aires y aportes de material de la Fundación Klemm.
En el Castagnino se puede ver a un Klemm modelo y musa, ofrendándose a la contemplación de toda una corte de artistas amigos, luchando contra la tiranía del tiempo hasta el último aliento y conservando hasta el fin, si no su deslumbrante belleza juvenil, al menos una inquebrantable gallardía. La vanidad o vanitas, aquel pecado de los antiguos, se asemeja en estos retratos de fin de siglo a lo que es para los hombres y mujeres del siglo XXI: un asunto muy serio. El drama barroco que se ve en el Castagnino es el de Klemm objeto de la mirada, activo y creador, actor elegante, seductor en todas las edades de su rostro. Y también un excelente paseo por estilos del arte argentino de la segunda mitad del siglo XX, en particular el pop de Delia Cancela, Edgardo Giménez y Silvina Benguria. Se lucen los delicados dibujos de Mildred Burton o Mariette Lydys y las impactantes fotos de Humberto Rivas o Marcos López.
Lo del Macro es mayor desafío. Trabajar su elusiva figura de artista inclasificable e histriónico divulgador del arte desde el "reconocimiento a artistas y obras que son resistidas o prejuiciados, situándose en lugares límite, en bordes difíciles de abordar", es lo que se propuso respecto de Klemm el curador Roberto Echen, subdirector artístico del Castagnino+Macro. Es de una cierta sensatez la cautela de este discurso curatorial "borde", bastante más prudente que aquellas sospechosas apologías de Carlos Espartaco, fragmentos significativos de las cuales se incluyen en la muestra: Espartaco habla por ejemplo de "la subjetividad absolutizada" de Klemm, frase que lo define con bastante felicidad. Presentar "el caso Klemm", en toda la amplitud probatoria de sus evidencias y con la mayor objetividad posible: eso es lo que logra esta exposición a través de un montaje sobrio e impecable.
Ya lo suficientemente ígneo es el material presentado. En la planta baja recibe al público un afiche del artista inclinado sobre el féretro de su madre, con una calidad de vestuario, una iluminación y unos ademanes de pasión dignos de una escena de ópera, pero... ¿la escena es verdad, el dolor es real? Frente a ella, en una vitrina, un traje de luces dedicado de puño y letra por Klemm a Rudolf Nureyev lleva cosida una foto del bailarín. ¿Quién fue este hombre, que se emparienta con un artista admirado y teatraliza el que debe haber sido el momento más penoso de su vida? En el séptimo piso, se ven los backlights de su "sala Venecia" y el traje Versace de cuero de víbora con el que posó para el retrato de Rómulo Macció de 1994 que puede verse en el Castagnino. Con tiempo, es posible sentarse a ver el falso documental en el que Klemm, teletransportado por la magia del fondo verde a los escenarios de la pasión y muerte de Vincent Van Gogh, hace una encendida y por momentos incoherente defensa del "suicidado de la sociedad", citando a Antonin Artaud en una hagiografía de mártir que trasluce su identificación.
Si hay una muestra que Susan Sontag tendría que haber visto para fundamentar su teoría del camp, es ésta. El exceso define al camp. Y en esta muestra se materializa lo que inquieta de tal definición por el exceso: ese poder del concepto de "objeto camp" para infundir a todo artista o crítico el terror de pensar cuánto de lo que constituye a una obra supuestamente fallida y a un autor caído en el ridículo no es acaso una posibilidad inmediata en cada artista aceptado por el sistema y en cada obra reconocida como arte. Haciendo relativa abstracción de la valoración estética, Echen y equipo parecen centrar inteligentemente su eje curatorial en esta cuestión de cómo la vida y obra de Klemm (indisolubles, además, entre sí) son capaces de inquietar los límites de la institución arte: ya es bastante con mostrar la obra en las mejores condiciones posibles y dejar que el espectador saque sus propias conclusiones. Y el espectador sigue siendo cruel: una chica estalló en carcajadas al reconocer en Ultima transfiguración a Mirtha Legrand.
Si el Klemm barroco triunfa, el neoclásico fracasa. Lo que le da una leve respetabilidad a toda la propuesta expresiva de Klemm es su coherencia semiótica "mítica", fundamentada en una visión trascendente donde el yo del artista ocupa el lugar central de su mundo espiritual. Klemm se apropia de la imaginería religiosa de la pintura occidental y la traduce a fotomontajes fronterizos, torpes pero intensos, en los que despliega lo que el crítico Donald Kuspit llamaría su grandiosidad narcisista. En las Mitologías del primer piso se puede observar un primer retablo de su Pasión: Ultima cena (1991); Resurrección (1994), y La crucifixión (1996). En estos avatares del héroe, el autor ocupa el lugar de Cristo y su madre el de la Virgen María. Federico y su mamá miran a la cámara. Cabe pensar que si el ego de Klemm hubiera podido ser socializado en vida, habría dado narcisismo primario a toda la República Popular China. Pero hay tal mezcla de ternura y convicción en sus miradas que lo humano del autor se transparenta y conmueve.
En el segundo piso siguen los mitos: Adán y Eva (1995), Narciso y Afrodita (1994), Sansón y Dalila (1994), La Venus de Apolo y Dionisio (1995), con representaciones poco felices. Se destacan en el tercero unos retratos de la madre del artista: Mi madre en las rocas (1992) y el majestuoso Cristales de Moravia (1994), donde la bella mujer asume un rol demiúrgico. Se agradece la llegada del collage digital a partir del cuarto piso, que despliega unos dúos homoeróticos inspirados en la traición de Judas y la duda de Tomás, donde cabe resaltar por su síntesis al titulado Heridas y secuelas III (2000). Los modelos anónimos que hacen de mendigos en Ultima transfiguración (2000) se repiten en La mirada y su rotación (2000) y, tras un olvidable quinto piso que reitera el motivo de Sansón, el sexto ofrece una entrañable galería de retratos de amigos, realizados a comienzos de los años noventa, donde sorprende por su cualidad onírica el de Mildred Burton y por su raro hieratismo intimista el de Jorge Romero Brest. El de estos retratos es el mundo cortesano porteño de los vernissages de los tiempos de la pizza con champagne. Y, por supuesto, el Autorretrato (1990) es el mejor.
Entre los fuertes gestos de la planta baja y el enloquecido discurso del séptimo piso, se tensa así un arco de "fotopinturas" de Klemm que son asombrosamente coherentes con los mismos. Y que desde el punto de vista estético y el técnico, independientemente de su despliegue de producción (modelos en estudio, gran formato, trucos digitales astutos o no tanto), configuran un arte al que no cabe calificar en general sino de fallido. Es demasiado evidente la contradicción entre los modelos mitológicos del período manierista de la historia del arte a los cuales con grandes ambiciones artísticas apela Klemm y la tosquedad (modelos contemporáneos "perfectos" en gestos rígidamente teatrales, reiteración de tríos de figuras, seres gratuitamente voladores, fallas técnicas, caprichosas composiciones de desnudos) con que resuelve cada trabajo. Y sin embargo, a la luz de obras más recientes (es imposible no pensar en los videos deliberadamente bizarros de Mauro Guzmán, que de algún modo "formatean" la visión de Klemm hoy), la de Klemm vale, si no artísticamente por sus logros, teórica y críticamente por sus fracasos, que orientan la reflexión hacia la fragilidad de los límites del arte. O sea: el que se crea libre del ridículo, que arroje la primera piedra.
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