CULTURA / ESPECTáCULOS › EL COTIZADO ARTISTA ARGENTINO MUESTRA EN ROSARIO SU FóRMULA DEL éXITO.
Inauguró su muestra esta semana en el bar El Cairo. Saltó a la fama cuando vendió un cuadro a 865 mil dólares.
› Por Beatriz Vignoli
Se inauguró el jueves en el bar El Cairo (Santa Fe y Sarmiento), con un concurrido banquete y vinos de 300 euros, la muestra del cotizado artista argentino Helmut Ditsch (Villa Ballester, 1962). Hasta esta noche puede contemplarse en un muro del tradicional café rosarino su magnífica pintura de realismo extremo Los hielos, de 7 metros y medio de largo, inspirada en el Glaciar Perito Moreno. Se incluyen además varias obras más pequeñas y Punto sin Retorno II, de 150 x 240 cm, donde se representa la tierra resquebrajada de la Puna de Atacama desde la mirada en cámara subjetiva del viajero que agoniza en esos confines de pura naturaleza. Ditsch es escalador y sale al encuentro de esas grandiosas "imágenes vírgenes" que fascinaban al cineasta Werner Herzog. Al resultado lo plasma luego en su taller mediante una técnica de asombroso virtuosismo.
El año pasado el autor saltó a las primeras planas de los diarios cuando vendió un óleo por la cifra récord de 865.000 dólares. Pintor monumental de lo sublime, andinista extremo, educado en Austria, radicado en Irlanda, productor de vinos de alta gama, viudo, rico y a la vez un tipo amable que da charlas gratis en escuelas y sueña con retratar a Charly García: nada es a escala normal en la vida y obra de Helmut Ditsch. A este profesional de doble jornada a quien según sus declaraciones a los medios le llevó seis meses, trabajando 18 horas diarias para ganarle de mano al secado del óleo, pintar El mar II, la marina panorámica de 6 metros de largo con la que elaboró el duelo por la enfermedad fatal de su esposa y de paso desbancó del sitial de la pintura argentina más cotizada nada menos que a Los desocupados de Berni, le sobran sin embargo los dedos de una mano para contar sus muestras individuales. Eso sí, ante multitudes. Ditsch expuso en dos Museos Nacionales de Bellas Artes y en dos Ferias del Libro: la porteña en 2006 y otra en Emiratos Arabes en 2009 (ver Rosario/12, 18 de noviembre de 2010).
Vale la pena detenerse en su fórmula del éxito. Nada de galeristas ni de carpetas juntando polvo en oficinas de cultura para sumar renglones al curriculum: venta directa. Según él y su hermano Herbert, es lo que funciona con los vinos. Los hermanos Ditsch heredaron la finca Las Colonias, un viñedo mendocino de 14 hectáreas en Montecaseros (San Martín), de su padre, quien empezó a cultivarlo en 1970 en sociedad con Angel Del Olio, entonces gerente del diario Los Andes. Allí producen los vinos Cuyucha Mansa. La cuyucha es una araña del lugar. El comprador de Los mares II fue Parque de Alquife S.L., una desarrolladora de proyectos urbanos de Andalucía. "Uno de sus ejecutivos vino a mi atelier en Austria, se paró frente a la pintura y se emocionó hasta las lágrimas", contó el autor. Pero esa no es toda la historia. "Este hombre, un austríaco con capitales alemanes, primero había probado el vino, el 2005 y se enamoró". Pero la red social empresarial no es todo a la hora de la construcción del valor de la obra de Ditsch. Un cálculo grueso permite deducir que le puso unas veinte mil horas de trabajo a El mar II. A razón de un total de U$S 865.000, son poco más de 40 dólares la hora.
Críticos y entendidos, sin embargo, se quedan tan fríos como sus glaciares a la hora de evaluar artísticamente su pintura. Pero la observación atenta deja ver en Los hielos instancias de abstracción, como el cielo plano a una sola tinta, la paleta casi exclusivamente de azules o los brillos sobrenaturales del agua congelada. El realismo pictórico hoy está retornando con fuerza, más como una reflexión del lenguaje de la pintura sobre sí mismo que como una representación mimética de lo visible sin más, cosa que además la pintura nunca fue, ni siquiera en este caso. Los tonos y matices de Ditsch se disfrutan lentamente, como un buen vino. También angustian por su exceso, por su desmesura desolada. El género paisaje adquiere aquí una dimensión que antes no tenía, y no sólo por el formato. El suyo es un paisaje que dice mucho de la soledad del hombre de nuestra época, atrapado en los espejismos de la mirada mediada por las tecnologías de lo visual. De esa trampa mediática busca escapar el pintor saliendo a los hielos eternos o al mar, pero el agua infinita le devuelve el vacío del yo: un yo que ya no es el yo romántico (que tenía un proyecto utópico de nación, que se sentía parte de algo) sino el de esta época, flotante, indeciso, sin borde ni límite, pegado en forma táctil a lo que ve. El frío de estos hielos es precisamente la emoción estética que la obra produce.
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