CULTURA / ESPECTáCULOS › UNA NUEVA VUELTA SOBRE EL MITO DE POCAHONTAS
› Por Leandro Arteaga
El nuevo mundo (The New World) EEUU, 2005
Dirección y guión: Terrence Malick.
Fotografía: Emmanuel Lubezki.
Música: James Horner.
Montaje: Richard Chew, Hank Corwin, Saar Klein.
Intérpretes: Colin Farell, Christopher Plummer, Christian Bale, Q`orianka Kilcher, Wes Studi, David Thewlis.
Duración: 135 minutos.
Salas: Monumental, Del Siglo, Village, Showcase.
Puntos: 7 (siete)
El argumento de El nuevo mundo -el "mito veraz" de Pocahontas- es excusa para una revisión tanto histórica como poética de la génesis cultural norteamericana. Aunque arribando a conclusiones no demasiado llamativas, el choque cultural es releído, o poetizado, de un modo lúcido, por el director Terrence Malick.
Desde las composiciones de Colin Farell y la impecable Q'orianka Kilcher (el capitán John Smith y Pocahontas) se entreteje un idilio que será síntesis del cruce de mundos que significa la expansión colonial inglesa sobre tierra americana. En El nuevo mundo no hay lugar ni para el efectismo visual ni para las batallas teñidas en sangre, lugares comunes y afines a este tipo de incursiones cinematográficas. Desde su elección narrativa, el film no se detiene en ninguna otra historia que no sea la que se sostiene desde los sentimientos de la pareja. De este modo, no importará reparar demasiado, entre otras cosas, en cómo la hermosa india es expulsada de su tribu, como tampoco en lo que concierne a su secuestro o a la travesía marítima que conduce a los indígenas a Inglaterra. Es, justamente, el tratamiento colateral de estos sub-argumentos lo que revela la artesanía narradora de Malick.
La secuencia inicial, desde la que el film recrea el desembarco de los conquistadores es, quizá, uno de sus momentos más logrados, junto con el aprendizaje por el que atraviesa John Smith en su vivencia con los indígenas. La película, en este sentido, se encuentra cercana al espíritu de la notable Jugando en los campos del Señor (1991, Héctor Babenco), más el recuerdo caprichoso que nos permite evocar el humanismo presente en las historietas del tandem Oesterheld-Pratt: Ticonderoga (1957), Wheeling (1962).
Pero, aunque pleno de virtudes, el film de Malick se sostiene, por momentos, desde un placer metafórico demasiado evidente, atravesado por voces introspectivas que nos remiten, inevitablemente, a su anterior La delgada línea roja (1998). Hay pasajes en los que la lírica del film pareciera requerir de significados no muy difíciles ni complejos. Por esos resquicios se filtra, digamos, la comprensión cabal que propone, de hecho, el último plano del film.
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