CULTURA / ESPECTáCULOS
La UNR conmemora los 30 años del golpe militar con una muestra colectiva -en su mayoría realizadas por docentes de la Escuela de Bellas Artes- en el Salón Norte de su Sede de Gobierno, Maipú 1065.
› Por Beatriz Vignoli
Para ver esta muestra, entonces, se hace preciso apelar a la buena voluntad burocrática, sorteando los azares y obstáculos de una combinación típicamente argentina de desidia administrativa y celo excesivo del personal de vigilancia: combinación de cuyas más nefastas consecuencias testimonia, precisamente, esta muestra de la Universidad. Casi como un síntoma de tantas heridas que siguen abiertas en las instituciones argentinas, a la lista de profesores y estudiantes desaparecidos que encabeza la exposición, para poder leerla, hay que juntarla del piso: la frágil cinta scotch no resistió el peso del papel ilustración.
Alejandra Latino, Noemí Escandell, el grupo Trasmargen, Mabel Temporelli, Julián Usandizaga, Arnoldo Gualino, Jaime Rippa y Carlos Cantore integran el seleccionado de artistas de la muestra. Llaman la atención las ausencias de Rubén Porta y Rubén Naranjo, dos artistas y docentes recientemente fallecidos que como autoridades de la Escuela de Bellas Artes aportaron un impulso clave a la reconstrucción democrática; es especialmente traumática la de Porta, quien trabajó durante años en una serie de grabados conmemorativos de los desaparecidos de la dictadura. Los grabados de Porta apelan a una iconografía sutil y básica: rejas, ojos y números, beneficiándose de un singular poder de síntesis propio de toda la obra de aquel artista. En general, el desafío de representar un horror inenarrable se impone ante todas las obras de la muestra como un límite muy difícil de negociar en términos estéticos. El resultado es un predominio abrumador de la retórica. Las que salen mejor paradas de este trance son las que aluden a motivos clásicos de la historia del arte religioso: "La Crucifixión", "La Piedad".
En este sentido, se destaca Norberto Puzzolo con un excelente políptico horizontal de cinco copias fotográficas en blanco y negro donde la vaga y borrosa imagen de lo que podrían ser uno o dos ahogados (desnudos, con los brazos en cruz, dejando ver sólo algo de sus rostros y de sus manos en un conmovedor tamaño natural) es surcada por un primer plano muy nítido de alambres de púas que remiten a la corona de espinas. Un intenso trabajo de laboratorio acerca estas fotos a gráficas más tradicionales como el aguafuerte. El tono es sobrio, de duelo, y remite al arte funerario. Precisamente la figura de Cristo crucificado es puesta de manifiesto a través de su ausencia en "Desaparecido", una foto intervenida digitalmente por Noemí Escandell, quien reelabora una de las Pietá, de Michelangelo Buonarotti, convirtiendo a la Virgen en una madre de Plaza de Mayo. El cuerpo del hijo muerto ha sido sustraído, y en ese vacío se abren los brazos de la madre, que tiene en la cabeza un pañuelo blanco. La idea es inteligente, la realización gráfica es impecable; pero algo en el tono de la obra (quizás determinado en parte por la expresión excesivamente serena de la madre, que cumple en esto con las convenciones neoclásicas del arte del Renacimiento), parece bordear involuntariamente el grotesco y no alcanza, de hecho, la gravedad que el tema exige. (Cabe preguntarse cómo es que estas dos obras no se expusieron juntas, y están en cambio una en cada extremo de la sala, desaprovechándose así una oportunidad más de lucirse con un interesante giro retórico del discurso visual curatorial).
El cuerpo humano, con sus fragmentos, sus peripecias, sus vestiduras y hasta sus armas, es un tema clásico en la historia del arte occidental que se enseña en la Escuela de Bellas Artes y también es aquí un elemento reiterado para denunciar los crímenes de lesa humanidad del gobierno militar ante un público que ya fue previamente informado de los detalles del caso. Así, el escultor Arnoldo Gualino organiza enjambres de caras o hileras de siluetas de manos recortadas en madera terciada, con hilos que aluden al juego de las marionetas, trillada metáfora del poder; o usa un cierre relámpago que abre un muro de hierro para nombrar figuradamente la libertad.
Otro escultor, Carlos Cantore, presenta una muy correcta figura humana geometrizada modernista que se despereza como sacudiéndose por fin sus cadenas, sobre una base de arena que compite con el parquet de la sala en su intento de sugerir una playa... ¿o un desierto?
Y Jaime Rippa combina muy (¿demasiado?) heterogéneos materiales y técnicas en una instalación que remite con feroz ironía al pesebre navideño y a la Sagrada Familia, tan cara a la moral militar, para indicar la complicidad entre el Ejército y la Iglesia.
Los rostros son también recurrentes en la serie de dibujos de Julián Usandizaga, cuyo punto de partida es un collage de avisos conmemorativos de los desaparecidos que fueron publicados en Página/12. Los colores puros a lápiz, los textos hallados, las caras jóvenes de las fotos, se combinan acertadamente para remitir a una Historia nefasta desde el mejor lugar posible: el del documental que informa y moviliza.
Y no es casual que sean dos artistas mujeres, Alejandra Latino y Mabel Temporelli, quienes utilizan las telas de las vestimentas en momentos cruciales, rituales, de la vida (la ropita de bebé y el traje de novia, respectivamente) para crear símbolos de muerte: Latino, pequeños revólveres y fusiles rellenos, blandos, que son irónicamente tiernos en su sugerencia de un ciclo de violencia que se reproduce y perpetúa; o la quemazón en la inocencia de lo blanco (Temporelli) como huella que pega en lo más inmediatamente sensorial de la empatía del espectador para gritar en silencio el daño íntimo de la vejación, la violación y la tortura.
Por último, el grupo Trasmargen (www.transmargen.com.ar), integrado por Patricia Guerrero, Juan Carlos Cantore y Juan Manuel Carballo, presenta un registro fotográfico de su "Plaza de la Memoria". Esta consistió en cuatro esculturas monumentales en metal ("24 de marzo"; "Educación"; "Desaparecidos" y "Robo de niños") que fueron erigidas el 24 de marzo de 2000 en la Plaza San Martín, frente a lo que entonces era la Jefatura de Policía y hoy es la Plaza Cívica. Las cuatro obras recurren a superficies desgarradas y tramas rotas para simbolizar la destrucción que la dictadura causó a la sociedad. Los textos que acompañan sus fotos refuerzan el valor didáctico de aquel notable proyecto, sin duda el más ambicioso de la muestra, ya que se propuso abarcar el tema en todas sus aristas.
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