Dom 25.01.2015
rosario

CULTURA / ESPECTáCULOS

Fuegos en el cielo

› Por Martín Sansarricq

Vitu no paraba de temblar. Los codos casi juntos en el regazo, caídos los hombros, la cabeza torcida y una gota ínfima, firme y frágil, como un lunar de agua, se le escapaba ya de los lentes, dibujando un surco hacia las precoces arrugas del cuello.

- Te va a cagar a piñas - dijo Mari.

Vitu no respondió.

- ¿Qué pensás que te va a hacer? - siguió Mari- . Te va a cagar a piñas.

- Estoy harta. Cortala.

Mari negó.

- Haceme caso, Nena, haceme caso.

- Estoy harta.

- No se lo digas.

- No soporto que se parezcan.

Ahí Mari se adelantó un poco sobre la mesa. Hasta insinuó una sonrisa.

- Pero si Tomy es un ángel, qué se van a parecer.

- No me aguanto que tengan los mismos gestos, no quiero que caminen de la misma manera, no quiero que sea como el Toto, no quiero que sea mujeriego, no quiero que sea borracho, no acepto, escuchame bien, no acepto que me hable con las mismas palabras dijo Vitu . Y no lo acepto porque no tienen nada en común, nada. Nada en común. Tomy es mío. Mío, ¿entendés? Y de nadie más.

El pecho le temblaba bajo la remera blanca de mangas largas. Se sacó los lentes. Mari ya no le prestaba atención al vaso que formaba un charco con la transpiración del hielo. Parecía desorientada o, mejor, aturdida. Sólo después de enderezarse en la silla dijo, repitió:

- Te va a cagar a trompadas.

Vitu sacudió la cabeza. Negó una vez, con un movimiento lento.

- No importa dijo.

Entonces se produjo un silencio tenso, tan tenso como un nervio. Mari estiraba los dedos sobre la tabla de la mesa. Derecha la espalda, la boca recta, finos los labios de tanto apretar.

- Se le puede ir la mano dijo Mari, finalmente . Vos lo conocés mejor que nadie.

Vitu la miró a los ojos. Por alguna razón no le parecía ya tan imponente, la veía distinta, como si de repente, por una vez, no todo le diera lo mismo. Sonrió Vitu.

- Se lo voy a decir hoy - dijo.

- Nena.

- Hoy se lo voy a decir recalcó Vitu.

- ¿Hoy?

- Ahora. Debe estar en camino.

Mari revoleó la cabeza para todas partes.

- Le dije que viniera al bar - dijo Vitu.

- Te volviste loca.

No.

Pero si vos lo querías al Toto, Nena. ¿Te volviste loca?

Yo lo quiero al Toto dijo Vitu.

¿Entonces?

No soporto que se parezca más a él que a mí.

¿Qué cosa?, ¿quién?

Tomás. No aguanto que se parezcan.

Cortala con eso, Nena. Cortala dijo Mari mientras se erguía y miraba para todas partes.

El hombre que leía en la luz del neón, estiraba un brazo y bostezaba. El mozo, casi ausente, limpiaba una mesa. La vista detenida en la barra.

Mari se inclinó hacia adelante, corrió el vaso antes de decir, susurrando, como si estuviera revelando una clave, o hiciera una pausa en un juego:

Nena, hay poca gente.

Pero Vitu no respondió. Se dedicó a acomodarse un mechón de pelo detrás de una oreja.

Nena.

No me vas a convencer, pensó Vitu, mucho menos me vas a convencer con el miedo.

Vitu, no seas pelotuda.

Si al miedo lo conozco desde siempre, como al Toto, se dijo, que lo conozco desde que éramos chicos. Y yo qué sé si lo quiero, si es tanto el tiempo que ya ni puedo saberlo, qué importa si lo quiero, si más lo quiero a Tomy, pobre Tomy, tan chiquito, pobre Tomy, por una noche que la seguí a Mari, por una noche que me descuidé, y pobre Toto también, después de todo, pobre Toto, con lo que lo quiere.

Mari ahora tenía el rostro blanco, lechoso; los ojos fijos, brillantes, incrustados en la cara, como puestos con pinza.

Vitu movía la cabeza de un lado al otro, pero no daba la sensación de negar, más bien parecía mecerse, rezar o seguir un ritmo.

Pero igual se lo tengo que decir, se lo voy a decir, pensaba Vitu, porque Tomy es mío, y si Tomy no me alcanza para plantarme contra el miedo, entonces no me alcanza nada. Y no me alcanzan ni las manos para cubrirme.

Nena.

Ni las manos para cubrirme.

Nena.

Basta Mari, cortala. Se lo voy a decir. Se lo voy a decir hoy y punto.

***

La parejita del ventanal acababa de irse. Podía cambiar de mesa, desde ahí le quedarían las dos mujeres de perfil. El mejor ángulo para observar, pensó Diego. Por qué estarían susurrando. ¿Qué tanto cuchicheo? Diego casi no podía contener las ganas de caminar firme hasta la mesa, agarrar de un hombro a la mujer que le daba la espalda y al grito de bueno ya basta, darla vuelta para mirarle la cara. ¿Estará llorando? ¿Estará despierta? La rubia lo miró. Diego tuvo que esconderse detrás del libro. Se quedó agachado unos segundos; la edición de bolsillo como trinchera. Cambiar a la mesa del ventanal justo cuando oscurece va a levantar sospechas, reflexionó. No es buena idea. Le iban a prestar más atención, y hasta quizás se fueran. Mejor no. Volvió a mirarlas. La que estaba de espaldas repetía el único movimiento que había hecho. Miraba el celular sin levantarlo del regazo. Quizás la otra no se diera cuenta de ese gesto mínimo. Diego cerró el libro. Pensó que lo mejor, para no levantar sospechas, era salir del bar y mirar desde afuera. Sí. Hizo un esfuerzo mientras se ponía de pie para que no se le notara el apuro. Le veo la cara, la expresión, y vuelvo, se dijo.

Salió dejando la mochila y el libro en la mesa. Bostezó sin ganas antes de cerrar la puerta.

En la calle estiró los brazos, miró al cielo y descubrió las primeras estrellas en la tarde. En alguna parte, si buscaba, seguro que podría encontrar la luna. Se quedó así un segundo y le vinieron verdaderas ganas de bostezar. Se estiró un poco más. Vio su puño recortado contra el cielo y sonrió. Diego asoció de inmediato. No tardaba ni un segundo, era inevitable. Su puño recortado en el cielo le recordó a Superman. Volvió a sonreír. Negó. En realidad el puño recortado en el cielo le recordaba a él de chico, imaginando que era Superman. O mejor, tratando de imaginar qué pensaría Superman cuando atravesaba las paredes, el cielo, o las viñetas de los comics. Más que ser el superhéroe, ya desde chico, a Diego, le interesaba saber qué era lo que pensaban, cómo hablarían, con quién, cómo serían cuando no estaban haciendo eso que los hacía ser, así, de una vez, superhéroes, destacables, raros, dignos de historietas. ¿Dónde fue?, se preguntó. ¿Cuándo? ¿En Mar del Sur? ¿En San Bernardo? Se le confundían un poco las ciudades. Diego había nacido en una familia de clase media, a finales de un enero, y tenía la extraña suerte de recibir sus cumpleaños de vacaciones, lejos de su casa, en ciudad con playas o montañas. Desde siempre, o desde que tuvo edad para recordar, los cumpleaños habían sido su familia y un puñado de desconocidos. Amigos de veraneo. Pero fue cuando cumplió los cuatro años que le llegó, de improviso, intempestiva como una cachetada, la certeza de que no le sería fácil poseer algo propio. Fue en Mar del Sur, sí, en Mar del Sur. Tener algo propio o ser algo propio, pensaría varios años después. Las velas encendidas sobre una torta, sombreros de cartón, pleno aplauso del feliz cumpleaños y el nombre Augusto explotando en el espacio de Diego. ¡Au gus to, que los cum plas fe liz! Augusto, a coro y con sonrisas haciendo un cráter indeleble en el planeta Diego. Todos abrazando a su hermano, siete años mayor que él. Un cráter del tamaño de un trauma. Los aplausos, algún chiflido y el brindis con jugo. Diego y Augusto cumplían los años en la misma semana, pero Diego no lo había registrado hasta ese momento, hasta el instante preciso en que lo enfrentaban a una torta, ya marcada con dedos, que parecía preguntarle, de una vez, quién era él y qué quería. Entonces, una revista de Superman en la mano de Augusto y las velas que se volvían a encender. Una revista a colores con un Superman volando, lanzado contra la tapa, la cara seria, los ojos como de acero. Más aplausos y otra vez a cantar. ¡Que los cumpla feliz! Pero Superman apretaba un puño con decisión, con la decisión que no tenía Augusto para sostener la revista. ¡Que los cumpla! En cambio él sí la hubiera sostenido con decisión. Con firmeza. Con la firmeza de un rulo negro petrificado en la frente. Con la misma firmeza que tendría que tener, en adelante, para tomarse de las cosas y hacerlas propias. ¡Die gui to, que los cum plas fe liz! Aplaudieron, gritaron y hasta tuvieron que darle un empujón para que apagara las velas. Sopló con los ojos puestos en su hermano y en la revista que ya pasaba al olvido sobre una mesa, entre papas de copetín y servilletas de colores. Lo alzaron y rieron. Diego en los brazos de su madre. La torta en trozos. Un triciclo. Jugo. Sus hermanos ya en el patio subidos a las bicicletas. Superman rompiendo un paredón, mostrando el puño a quien lo quisiera ver. La madre abriendo una botella. La madre dejando a Diego en otros brazos. El padre recibiéndolo. Diego horizontal. Diego casi en el aire. Diego casi volando. Diego casi Superman. Los dedos cortos y gordos cerrándose en puño. Diego casi Superman y el padre casi abrazándolo. Diego descubriendo a temprana edad la única forma de posesión que conocería en la vida. ¿Qué hace Superman? ¿A dónde va? ¿En qué piensa? ¿Con qué sueña?

Una estrella titiló y pareció apagarse, furtiva entre las copas de los árboles. Diego abrió las manos y estiró los dedos. Decididos. Firmes contra la noche. Giró hacia el bar y, por un momento, apenas si podría haber dicho que le resultaba conocido.

La chica, a la que antes sólo podía ver de espaldas, no lloraba. Tampoco dormía. Tenía el rostro lívido, inexpresivo, eso sí. Como si no pensara en nada. O mejor, como si estuviera concentrada en algo que sólo tuviera que ver con ella, un dolor físico, una culpa, el esfuerzo invisible y cotidiano que algunos seres hacen por existir. La otra, visiblemente alterada, no dejaba de negar con la cabeza. Qué esconderán, se preguntó Diego. La rubia se puso de pie, se tomó de los costados de la mesa con ambas manos y dijo algo directo a la otra que ni la miraba. Desde fuera del bar Diego no alcanzó a entender, llegó a escuchar algo así como: estás loca mena, o nena. Y se acercó más, tratando de esconderse tras el marco de la ventana; sabía que las luces del bar y la oscuridad creciente de la calle, lo ayudarían a pasar desapercibido. Entonces, la que estaba de pie miró hacia afuera. Barrió con la mirada todo el frente del bar. Varias veces. Diego alcanzó a ver que los ojos de la mujer no se quedaban quietos, iban saltando de un lado a otro, con algo de espanto quizás, sin prestarle atención a él o a nada en especial. Después golpeaba la mesa. Una vez la golpeó. Protocolarmente. Se recostó sobre la tabla y dijo algo más. Esta vez en voz muy baja. Se quedó varios segundos inclinada hacia delante, los ojos puestos en la otra que no hacía el menor movimiento. La mujer rubia volvió a negar. Parecía abatida: la panza más hinchada que las tetas, los rulos tapándole los ojos y una mueca amarga, rígida y contraída, que empezaba a insinuársele en la boca. Sin decir nada más, sin acomodarse el pelo o el escote, se dirigió hacia la barra. La esquivó a paso vivo, sin detenerse, ignorando el golpe de caderas contra uno de los lados, como si caminara víctima de un hechizo. Diego pudo ver a la mujer empujando la puerta batiente, la que conectaba con lo que podía ser la cocina. La vio entrar. Pensó que se debía de haber confundido, que seguramente querría ir al baño. Pero no. No salió. Durante unos instantes no hubo ningún movimiento en el bar. La mujer que aguardaba sentada seguía quieta. Se podría decir que ni siquiera respiraba. Mantenía derecha la espalda a pocos centímetros del respaldo, como demostrando que nada de lo que ocurría podía distraerla, que nada de lo que ocurría podía disuadirla de lo que fuera que estuviera cruzando por su cabeza. Había algo de inevitable en la postura. Y algo de fatalidad. Diego se maldijo por haber dejado el cuaderno sobre la mesa. ¡La puta madre! Hubiera escrito: la delicada fatalidad de su espalda inventa, de una vez, todo a su alrededor. Existe a la tarde como el corazón existe al puño en el momento, siempre tenue, insurrecto y vital, de la acción; cuando las decisiones se consumen en el cuerpo, y el tiempo explota, sostenido, púrpura, por lo que hay que hacer a riesgo de existir. Sí. Pero no tenía con qué. Observación, Diego. Concentración y observación. Se acercó más a la ventana. El aliento empañaba el vidrio. Tuvo que moverse dos pasos para evitar la zona borrosa. Desde esa posición podía verle el rostro de forma casi frontal. La diferencia era mínima, pero le alcanzaba para armarse una imagen más completa. La chica le pareció joven, muy joven en verdad, por poco una nena; y linda también, mucho más linda de lo que hubiera imaginado. Algo no encajaba. No condecía esa juventud con la severidad de la escena. Sin embargo estaba ahí, detenida al milímetro, sin un solo gesto visible: ni una lágrima, ni un temblor, ni siquiera un parpadeo excesivo. Similar a una estatua de cera. Simplemente, quieta. Pensando o repasando algo: una línea tal vez; un parlamento punzante o una frase que lo cambiaría todo. Si hasta daba la sensación de estar aguardando la señal para saltar a un escenario. Sintió, Diego, el frío del vidrio en la punta de la nariz. Pero no se alejó. Qué estará esperando, qué estará pensando o, en todo caso, por qué no llora, si le sería más fácil, si así le sería todo más fácil, y más real. Si llorara, se dijo Diego, se transformaría en algo concreto. Olvidable. ¿Por qué no llora? Por qué es que no llora, se preguntó.

Entonces sí se separó del vidrio. Vio la marca de su respiración: una aureola blancuzca que iba desapareciendo, borrándose desde la periferia hacia el centro.

Lenta e inevitable.

Se desvanece, como todo lo que importa en este mundo, pensó. Hora de volver.

Pero Diego no había llegado a moverse cuando sintió que una mano lo tomaba por el hombro. Entonces giró de inmediato, sobre los pies, como si junto a la mano que lo tocaba, formara parte de un único mecanismo.

¿Tenés fuego? le preguntaron.

Diego negó por reflejo. Observó que la persona que le hablaba no era más alto que él pero lo duplicaba en ancho de torso. Llevaba un bolso marinero cruzándole el pecho y una gorra que se sacó para rascarse la mollera calva.

Será de Dios decía el hombre para sí.

Después suspiró, tranquilo, se puso la gorra y entró al bar.

Diego había quedado inmóvil. La cabeza de lado, quieta, clavada en el gesto negativo. Vio al hombre avanzar entre las mesas. Lo vio serpentear, llegar hasta la silla vacía, la que había dejado la mujer rubia y lo vio sentarse. Sin decir nada. La chica de los lentes no reaccionó ante la llegada del hombre. Por lo que podía ver, Diego, los dos estaban en silencio; pegados los labios, la mirada al suelo. Sólo cuando el hombre alzó la mano sacudiendo el cigarrillo, la chica de los lentes se movió. Abrió el bolso, tomó un encendedor, se lo alcanzó y pareció sonreír, como si toda la vida hubiese esperado ese momento.

Diego no se animó a entrar de inmediato. Observó desde afuera del bar. Vio cómo el hombre encendía el cigarrillo y largaba una bocanada de humo, lenta, expansiva, que se mezclaba, a intervalos, con el destello verdoso del neón. Otra vez lamentó no tener el cuadernito. Diego, lo único que quería, en ese instante, era anotar algo, escribir, no importaba qué. Entrar, concentrarse y observar; atrincherarse tras el libro de Dostoievsky; enfrentar, como tantas otras veces, la posibilidad de la nada, la posibilidad del silencio; la reverberante, dócil y esquiva página en blanco. Sí. Agacharse y tomar fuerzas desde el otro lado del tapial. Asomarse y escribir. Escribir algo que le fuera propio, algo que fuera así sólo porque él lo hiciese así. Algo sin uso, sin dueño y sin más verdad que la de las palabras. Eso. Sin otra posibilidad de existencia. Sólo en palabras. Porque palabras, sabía Diego, eran posibilidades. Todas las posibilidades. De hecho, su principio. Y si la hoja resistía, blanca ante el embate firme de la mano, siempre podía contar con su nombre, salvoconducto último al desconcertante mundo de las palabras: Diego Lagos, Diego Lagos, Diego Lagos. Eso, eso es, pensó Diego, y tuvo que contenerse para no dar un puñetazo contra el vidrio. Hubiera aullado, o mejor, hubiera escrito que aullaba, pero seguía sin tener con qué. Sonrió una vez. Avanzó hasta la puerta, la empujó con suavidad y volvió a la mesa.

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