CULTURA / ESPECTáCULOS › A TREINTA Y TRES AñOS DEL DESEMBARCO ARGENTINO QUE INICIó LA GUERRA EN EL ATLáNTICO SUR.
Alfonsín no quería archivar el impulso justiciero, pero estaban brutalmente frescas las trapisondas del Partido Militar. Menem no podía abjurar del ancestral nacionalismo territorial, pero su furia privatista arrasaba el patrimonio. El kirchnerismo pide enfáticamente restitución de las islas deplorando cualquier atisbo de belicismo.
› Por Juan José Giani*
Al cumplirse el primer centenario de la independencia definitiva de la patria, Leopoldo Lugones publica un texto de fundamental relevancia para el devenir posterior de la cultura argentina. Me refiero a "El payador", relectura y sofisticada ingeniería interpretativa de los dos volúmenes del "Martín Fierro", cuya autoría como bien sabemos corresponde al poeta José Hernández.
Señalemos ante todo dos antecedentes de incumbencia no menor. Recién en 1910 la obra hernandiana adquiere formato de libro unitario (hasta allí circulaba conservando su inicial impronta folletinesca), lo que restringió en parte un abordaje panorámico; y además para aquella época el linaje gauchesco estaba acaparado por el "Juan Moreira" de Eduardo Gutiérrez. Recordemos que el héroe gaucho retratado por este periodista muere en impertérrita situación de rebeldía, repudiando una legalidad arbitraria que se empecina en hostigarlo; lo que ocasiona un doble efecto. Convertía al personaje en emblema de la resistencia que motorizaba a los sectores díscolos del orden oligárquico que terminaba por esos años de cristalizarse, pero a su vez disgustaba a las alarmadas clases beneficiarias de ese mismo orden, que veían en el moreirismo una simbología del inadaptado.
Mencionemos que desde ese punto de vista el relato de Hernández se tornaba menos inquietante, pues si bien en lo que se conoce como la "Ida" hay una legítima insurrección del hombre brutalmente destinado a ser carne de cañón en la Guardia de Frontera, en la "Vuelta" ese mismo hombre reconoce la inactualidad de su encono y aconseja a sus hijos plegarse a un estado de cosas que se intuye como irreversible.
Pues bien, Lugones imprime un giro sustancial en estas querellas culturales, dando organización sistemática a un conjunto de conferencias que venía pergeñando desde hacía un tiempo y finalmente dictará hacia 1913 en el teatro Odeón frente a una numerosa y prestigiosa concurrencia. Por lo tanto, lo que allí se expone no es apenas la solitaria elaboración de un intelectual desconectado, sino una serie de teorizaciones que son escuchadas con beneplácito por distinguidos integrantes de la élite gobernante.
Lo que acontece no deja de ser notable, pues un afamado poeta modernista (Lugones) rescata a otro opacado poeta del romanticismo tardío (Hernández) para argumentar frente a los dueños del país que en un libro muy leído en su época pero ahora parcialmente olvidado se alojan los máximos secretos de la patria.
Esa es, sucintamente, la tesis central de "El payador", creyendo encontrar en sus impecables estrofas pistas indubitables de nuestro linaje cultural y recetas para encauzar una modernización que permanece inconclusa. No casualmente el texto emprende su circulación pública en 1916, incorporado a la convicción que muchos comparten de que la Argentina es por cierto un país políticamente independiente, ha consolidado su estructura jurídico estatal, pero carece de un cimiento axiológico que permita exorcizar aquellas perturbaciones que aún obstaculizan alcanzar su irrefrenable horizonte de grandeza.
La gran saga del gaucho interdicto es un aporte insustituible en ese trascendente cometido, pues establece un máximo gesto de singularización, que es en definitiva lo que constituye un movimiento identitario. Eso se verifica en tres componentes de la obra. El primero, la consagración de una lengua propia, combinación equilibrada del mejor castellano, adopciones inconscientes del latín y regionalismos aceptables. El segundo, la descripción de un tipo humano que es particularmente representativo, en tanto y en cuanto surge como insólita resultante de una simbiosis étnica primordial. El conquistador español y la india hospitalaria como imbricación originaria de una antropología autóctona que se vuelve inextirpable.
Y el tercero, el que más nos interesa a los efectos de este escrito, el gaucho como idiosincrático emergente de una geografía distintiva, de un espacio vital intransferible, la pampa. El carácter de cada pueblo remite a la influencia de su entorno y la sabiduría moral del gaucho se entiende por la irrebasable penetración de su hábitat. Nacionalismo territorial entonces el que consagra Lugones, pues batallar en resguardo de nuestra tierra es defender nuestra misma existencia como colectivo humano perdurable.
Esa preocupación nacionalista sin dudas responde a lo que por aquel tiempo se denuncia como acechanza cosmopolita. Vale señalar aquí que el denominado proyecto del 80 también se sostuvo sobre una obsesión identitaria que ya había recibido una oportuna reflexión por parte de la Generación del 37. Solo que si Lugones encuentra un abolengo argentino que lo satisface, los hombres del XIX se fastidian frente a lo que califican como un criollo inapto para la republica virtuosa y el capitalismo pujante. Eso exige por tanto terapias culturales, siendo la fundamental de ellas una torrentosa inmigración anglosajona que nos incruste sus buenas costumbres en todos los ámbitos.
Estas cirugías, vistas primero como salvífica purificación se tornan luego un agobiante problema, pues la inundación de otredades altera la necesaria fijación de una conciencia nacional y permite el libre tránsito de ideas peligrosas. Ese cosmopolitismo reinante conlleva entonces tres distorsiones. La de un país que al carecer de una identidad precisa demora su impostergable inserción en el civilizado sendero que recorren las naciones más desarrolladas, la de un poder político jaqueado por doctrinas apátridas que no comulgan con la supuesta prosperidad capitalista y la de recién llegados habitantes que al esforzarse únicamente por su acumulación personal de dineros impregna el clima moral de la época de una desmedida obsesión mercantilista. La operación Lugones encaja aquí perfectamente. Un poeta absorbiendo a otro poeta espiritualiza una patria extraviada, en el mismo gesto de brindarle a una oligarquía a la que anhela inteligente un aparato simbólico adecuado para conjurar los acosos del extremismo ácrata.
Luego de ocurrida la Revolución Rusa, la mirada del cordobés queda fuertemente capturada por esta última perspectiva. Quiero decir, a partir de esa irrupción radicalizada de los más pobres se acentúa el maridaje en apariencia estrechísimo entre dislocaciones del sistema político, convulsiones sociales y ajenidad que profesan ciertas ideologías respecto de trama simbólica que destila "El payador". Si ya en el cristianismo Lugones veía marcas del despotismo oriental, ahora es el comunismo el rostro satánico de una correntada que pisotea abolengos y tradiciones.
El radicalismo gobernante, a su vez, parece no advertir debidamente estos riesgos inminentes, y sostenido en el absurdo mito de la soberanía popular habilita una democracia licenciosa que permite la proliferación de acciones subversivas. El nacionalismo cultural troca a crudamente político y clama por intervenciones drásticas, lo que culmina en la invocación de un militar salvador que en 1930 viene a restaurar las jerarquías pisoteadas. La integridad de la nación queda bajo exclusiva custodia del unicato de las espadas.
La venalidad, el elitismo represivo y el entreguismo económico del régimen iniciado tras la deposición de Hipólito Yrigoyen, favorece el surgimiento de formas de nacionalismo que se apartan ostensiblemente de la herencia lugoniana. Pensemos sino en figuras como Arturo Jauretche o Raúl Scalabrini Ortiz, que si bien comparten la firme vocación por reivindicar los derechos pendientes de la patria, suponen que la autonomía cultural debe ir siempre acompañada por la libre expresión de la voluntad popular y una consecuente afirmación de la audeterminación económica. Control del territorio y folklorismo militante son cáscara vacía sin gobernantes inquietos para evitar que un neocolonialismo no solo militar birle la disponibilidad de nuestras riquezas materiales.
La compleja fecha del 2 de abril de 1982 condensa los arduos dilemas del nacionalismo. Una sentida causa de recuperación territorial en sucias manos de un gobierno antipopular y asesino, que mientras difundía campañas publicitarias recitando momentos del "Martin Fierro" promovía con entusiasmo políticas económicas ampliamente favorables al capital extranjero. Esa complejidad se incrementa cuando pegan en nuestras pupilas los cadáveres de los jóvenes combatientes, símbolo superior de una admirable energía patriótica dilapidada en una guerra equivocada.
Los gobiernos democráticos debieron lidiar con esa máxima incomodidad. Alfonsín no quería archivar el impulso justiciero, pero estaban brutalmente frescas las trapisondas del Partido Militar. Menem no podía sensatamente abjurar de nuestro ancestral nacionalismo territorial, pero alentaba el absurdo de predicar soberanía mientras su furia privatista arrasaba el patrimonio nacional. El kirchnerismo parece haber encontrado la fórmula apropiada. Pide enfáticamente restitución de las islas deplorando cualquier atisbo de belicismo, instala su voz enjundiosa en los organismos internacionales avalado por su límpida condición de gobierno democrático, dignifica a los colimbas mientras encarcela a los genocidas, aboga por la plenitud territorial mientras rechaza presiones de los personeros más rapaces del capitalismo financiero globalizado. Una sana versión del nacionalismo.
*Filósofo.
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