CULTURA / ESPECTáCULOS › EL CONJURO 2, DE JAMES WAN, UN FILM EFECTISTA INCAPAZ DE SENTIR EL MIEDO QUE CONSTRUYE
Con sobresaltos que no son más que golpes de efecto, el matrimonio Warren vuelve en este film a perseguir demonios. Una segunda parte que no propone demasiado, previsible, con pocos momentos logrados. Con la dentadura como prueba paranormal.
› Por Leandro Arteaga
Antes que sospecha, ya se trata de una certeza. El malayo James Wan está sobrevaluado. Está bien, algo de mérito le vale por esa película inevitable que es El juego del miedo. Pero mejor reparar en la magnífica La noche del demonio (Insidious), que tanto buen cine hizo presagiar. De todos modos, su secuela -a cargo del propio director- fue pésima. Algo similar sucede con El conjuro.
Ambas comparten el más allá como ámbito con el que batallar y congeniar. Pero la manera de pararse frente al conflicto es diferente. En Insidious el demonio era poco visto, habitaba en un trance de niño poseído, en coma, con padres peleados. Se sumaban al pleito personajes de caricatura, cercanos a los Ghostbusters pero también a Poltergeist, de Tobe Hooper. Ir detrás del demonio era la gran aventura, de escalofrío.
El caso de El conjuro, de todos modos, fue sorprendente, al actualizar los hechos narrados en Aquí vive el horror (The Amytiville Horror, 1979) -cuya remake es mejor olvidar-, con fuerza suficiente como para hacer de la dupla protagonista -el matrimonio demonólogo Ed y Lorraine Warren- una mezcla justa entre verdad y ficción. Algo del impacto tuvo que ver con sus intérpretes: Vera Farmiga y Patrick Wilson están perfectos, con la Farmiga vuelta nueva dama del horror, tras caracterizar a la mamá de Norman Bates en la serie televisiva Bates Motel.
El conjuro no sólo provocó una respuesta entusiasta, sino también la precuela (penosa) Annabelle, con la muñeca horrible como protagonista. Como es de suponer, hay más Annabelle en preproducción, y también más de Insidious, cuya tercera parte ha sido también precuela. ¿Por qué? Porque se trata de construir franquicias, y porque éstas responden a la lógica actual de los universos expandidos, cuya narrativa fragmentada y compleja no es exclusividad de los superhéroes.
Pero de vuelta con El conjuro, habrá que reconocer ciertos momentos soberbios, como el juego de las palmadas dentro del caserón, cuyas sombras ocultas en armarios estaban dispuestas a ser de la partida. Un clima ominoso cubría de a poco lo que tocaba para llegar al desenlace premeditado y aburrido y eclesiástico. Los Warren, a no olvidar, actúan como agentes del Vaticano, con salmos y cruces benditas. Y El conjuro, más vale, está bien lejos de ser El exorcista. Por eso, su final se asemeja al que el mismo James Wan ya ensayara en Sentencia de muerte, con Kevin Bacon vuelto agente del ojo por ojo, en un film que parecía trabajar un grotesco que luego desdice.
El conjuro 2, en este sentido, profundiza una misma vertiente conservadora, que no contiene metafísica alguna sino un mero juego de espejitos. Los Warren se desplazan ahora a Londres para ayudar a una madre sola, con cuatro hijos, en una casita que sobrevive a la humedad y el poco dinero. La historia, se aclara, es real. Qué poco importa. Mejor estrujarla, así como lo supone la caracterización de la Farmiga, tan hermosa y sin embargo abotonada hasta el cuello como monja de clausura. Para el caso, hay una escena íntima en la habitación de huéspedes, donde marido y mujer deben dormir en camas separadas. Un diálogo algo sinuoso lo advierte de manera irónica. Es decir, ¿se desabrochará, alguna vez, ese primer botón?
Pero de vuelta, el caso está en tener fe, en creer. Acá, no está mal, el caso de la fe es no sólo con la Biblia sino también con la pequeña que habla con voz ronca y se levanta sonámbula a los gritos. A partir de allí, el crescendo que permita descubrir si es lo que parece. En este trajín, hay algunos momentos logrados y otros que no hacen más que recurrir a meros golpes de efecto, como una montañita rusa de morondanga. Entre lo poquito que está muy bien, por parecer salido de la imaginería benéfica de la primera Insidious, aparece "el hombre encorvado". El dibujito habita en el praxinoscopio de los niños. Su musiquita es juego para la niña y su hermanito tartamudo. Mientras cantan, el hombre encorvado camina como la sombra animada que es. Hasta que se materializa un par de veces. Son momentos bárbaros, que hacen que el espectador se pregunte qué tienen que ver con el resto de la historia, porque lo cierto es que no hay verosímil que los justifique.
En este camino, otro acierto es el de los gags; es decir, algunos momentos cómicos que hacen tambalear la certeza del espectador. Como cuando la familia entera escapa de la casa por corte directo, como respuesta fácil al susto de los muebles que se mueven. Así como la dentadura del fantasma (sí, la dentadura) o la reacción de los policías ante algo que se les escapa de las manos, mientras ensayan respuestas de fórmula para disimular el miedo que no quieren reconocer.
Tal vez, ése hubiese sido el camino mejor, el de hacer de la película el carrousel maléfico que no es. En lugar de ello, hay una predominancia de los signos más convencionales de la iconografía religiosa. No sólo como herramientas que permitan ayudar a rehuir espantajos. También a través de una monja cadavérica que ríe siniestra, y que se le aparece tanto a Lorraine como al propio Ed, en trances y sueños. Éste no puede dormir bien y la pinta. El cuadro disparará alguna situación más, muy predecible. Tales apariciones cumplen un carácter premonitorio y permiten que la película cierre con un desenlace que se vincula con el prólogo, mientras el peor temor de la buena de Lorraine pareciera corroborarse.
En fin, que no hay demasiados sustos que valgan la pena, y que lo que termina por imponerse es la blandura de este matrimonio que persigue demonios con cruces. La blandura, en todo caso, aparece por la ratificación de una moral bienpensante, que elige enfrentar esos miedos para que otros no los sufran. A partir de una película cuya estética efectista es incapaz de sentir el miedo que construye porque, sencillamente, no hay ahondamiento ni intención parecida.
Es paradójico, Insidious es una gran película. Pero, a esta altura, James Wan está lejos de lo que parecía.
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