CULTURA / ESPECTáCULOS › LA ESTUPENDA COMEDIA DE ACCIóN DEL DIRECTOR SHANE BLACK EN LOS ANGELES DE LOS '70
Una mirada crítica y lúdica sobre el cine, el mundo Hollywood, y la corrupción. Con elementos del policial negro, Dos tipos peligrosos dice lo que otros ya no: el cine es el medio de expresión por excelencia. Hay que cuidarlo.
› Por Leandro Arteaga
La dupla es esencial al cine norteamericano. Es la expresión minimalista del recurso más básico: plano/contraplano. La figura más clara es la del duelo, propia del western: el bueno contra el malo, el blanco contra el negro (indio/latino, etc.). En algún momento, un mismo plano contendrá a los contrincantes. Es el momento del equilibrio, del contraste maniqueo, del suspenso que precede a la resolución y normalización: el disparo del bueno mata al malo. El espacio vacío habrá de ser vuelto a ocupar por otro malvado.
Hay oportunidades donde uno y otro logran un acuerdo, tal vez solidario, afín con sus intereses. Sea porque hay algo peor, sea porque sobresale la comprensión del mantenimiento del statu quo. También porque ciertas veces hay una toma de conciencia compleja: es lo que logra, por ejemplo, El tren de las 3.10 a Yuma, el western de 1957 de Delmer Daves, a través del vínculo forzoso entre el campesino y el criminal (Van Heflin y Glenn Ford). Uno y otro culminan por hacer lo que funcionarios de la ley, bandidos y ciudadanos no desean: respetar la norma.
Las más de las veces, la dupla suele ser conciliadora. Por eso, hay que buscar asilo en una cinematografía diferente para verla agónica: es el caso de Figuras en un paisaje (1970), de Joseph Losey, cineasta estadounidense expulsado por el macartismo, capaz de recrear en esta película inglesa el clima de persecución, a través de dos fugitivos que se detestan (Robert Shaw y Malcolm McDowell).
Desde ya, hay variaciones. Algunas notables, fundacionales. En este sentido operan 48 horas (1982), de Walter Hill, y Arma mortal (1987), de Richard Donner. En la primera, policía (serio y blanco) y criminal (chistoso y negro); en la segunda, policía (serio y negro) y policía (demente y blanco). Las dos, grandes películas. Capaces de releer los lugares comunes, de devolver brío a lo que se ha decidido nombrar como buddy movies. Por eso, que sea Shane Black, el guionista de Arma mortal, quien esté detrás de Dos tipos peligrosos, vuelve importante su atención.
En primer término, Dos tipos peligrosos da cuenta de una decisión auto consciente, que es la de revisar el género así como de situarlo de manera cómplice en los años '70. Desde el vamos, lo que se aprecia es la ciudad de Los Angeles, desde la vista del cartel tan famoso que dice "Hollywood" pero que, sin embargo, está roído, bastante roto. El año es 1977, y no es cualquiera. Está a punto de estrenarse La guerra de las galaxias, con ella la debacle será revertida al dar final a la incertidumbre de no saber hacia dónde dirigir la producción fílmica.
Es un momento límite, que permite al film de Shane Black hundirse en el abismo multicolor, sórdido y festivo, del cine pornográfico. Lo hace a través de un matón a sueldo, de piñas suficientes (Russell Crowe), y un detective de poca monta (Ryan Gosling), cuya hija adolescente demuestra mayor sentido común. Hay una mujer desaparecida, motivo para el logro de esta unión desigual: Jackson y Holland (Crowe y Gosling) no se aprecian demasiado, pero deben unir fuerzas. El asunto, se decía, los conduce al cine XXX.
A propósito, no es cualquier momento para este tipo de cinematografía. Se trata de la década gloriosa de producciones como Garganta profunda y El diablo y Miss Jones. Films con lugar de exhibición en las mejores pantallas, por primera vez. Taxi Driver, de Scorsese, permite entrever esto. Para el caso, otra película admirable es Juegos de placer, donde Paul Thomas Anderson retrataba esplendor y caída del cine porno o, mejor, del cine todo.
Estas películas (pornográficas o no, lo mismo da) eran financiadas por la mafia. Entre otras cosas, lo llamativo de Dos tipos peligrosos es cómo juega con tales circunstancias, las adscribe a la ficción propuesta, y las liga al comportamiento siempre deshonroso de las grandes corporaciones. Sigue pasando.
De esta manera, el film arroja una mirada ácida sobre las formas financieras que prevalecen en Hollywood. Como corresponde al género -que es buddymovie, pero también de reminiscencia noir-, la victoria debe ser amarga, de celebración inconclusa. Pero esto no es todo, lo mejor descansa en la tesis que el film postula: el cine es el medio de expresión por excelencia. Es por eso que los intereses en juego lo tienen arrinconado, sojuzgado, sometido a cumplir normativas económicas, morales y estéticas. El director debe ser un contrabandista de ideas, ha apuntado Scorsese, y es eso lo que se señala y recrea en esta película de investigadores torpes y cómicos, que persiguen el custodio de una película que dice (y muestra) lo que otras no.
De paso, la dupla que componen Gosling y Crowe es bárbara. Lo que hace el gordinflón de Crowe es magnífico, porque se asume físicamente como está. Despreocupado de una imagen atlética que ya tuvo y vaya a saberse si recuperará. ¿Qué falta hace? El caso de Gosling es sorprendente. En verdad, su rango actoral tuvo un paso superlativo tras su colaboración con el danés Nicolas Winding Refn, en Drive y Sólo Dios perdona. Dos obras maestras. Acá se lo pasa en grande al ridiculizarse y lograr gags de magros momentos slapstick, a veces remedos malos de Los Tres Chiflados. Visto lo absurdo del caso, lo curioso es que funciona. Más aún al encontrar contrapunto -y de esto se trata- en las miradas resignadas de su hija (Angourie Rice, un hallazgo) y de Crowe.
La secuencia de la fiesta, momento bisagra del film, es un logro particular. Tiene algo del humor de Blake Edwards, también por ofrecer una mirada introspectiva (así como lo hacía La fiesta inolvidable) acerca del cine y sus celebraciones alcohólicas, drogadictas y mafiosas. Es decir, nada hay librado al azar en esta película que se mete con el mundo de cartón pintado de Hollywood, con saña y melancolía.
Y a no confundir, el chiste de matiz étnico, ciertamente despectivo, que guarda el diálogo final, es una exteriorización en forma de guiño irónico. Es una gracia incorrecta que, en verdad, está devuelta al propio género cinematográfico; así como lo hiciera Johnny Depp en El Llanero Solitario: por querer hacer de su indio comanche un hombre inteligente, el atrevimiento le costó al film un fracaso financiero. Así las cosas.
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