CULTURA / ESPECTáCULOS › BEN WHEATLEY, OTRO CINEASTA QUE SE ASOMA AL MUNDO DEL ESCRITOR INGLéS JAMES BALLARD
El cine y James Ballard entran otra vez en formidable combustión. Un descomunal edificio como mundo dislocado o reformulado. El costado salvaje como la consecuencia final. La relación tecnológica simbionte, los automóviles y las bestias interiores.
› Por Leandro Arteaga
Filmar a James Ballard (1930-2009) continúa como tarea ardua. No hay demasiadas películas sobre su obra, y eso habla de modo puntual. El cine es otra cosa, diferente a la literatura, también problemático. ¿De qué manera adentrarse en el mundo Ballard, filmarle y sobrevivir? Hay dos casos, muy buenos y diferentes.
Por un lado, El imperio del sol, de Steven Spielberg (1987), a partir de las memorias de vida del propio escritor. Un libro extraordinario, una gran película. No hay razón en achacarle cierta "reducción spielberiana" porque de lo que se trata, justamente, es de una película de Spielberg; más aún -y desde la anécdota-, la película le gustó al propio Ballard. Es en esa relación entre el Ballard niño y el niño prototipo del cine de Spielberg, en donde se cruza su interés, en donde un muy joven Christian Bale sobrelleva la penuria de quedar solo, en plena guerra, durante la ocupación japonesa de China. Un sentimiento de orfandad, de soledad, que el director volvió a tocar con El buen amigo gigante. La secuencia final de El imperio del sol contiene un momento que es pura angustia, con el niño a punto de saberse perdido para siempre.
La otra gran película es Crash (1996), de David Cronenberg. Rodrigo Fresán dice que es un libro maldito, también la película. Como debe ser, porque ¿cómo meterse en semejante sensación de caída anímica y metalúrgica si no se respira un mismo aire? Cronenberg es de lo mejor que le ha pasado a Ballard. En su film, James Spader se apropia del nombre Ballard y se hunde en un viaje de abismo inconfesable, con automóviles que despiden vahos de accidentes célebres, mutilaciones, cicatrices recientes, y sexo. La fusión entre máquina y hombre y mujer tiene acá uno de sus mejores ejemplos, junto al Alien de H.R. Giger.
Entonces, es noticia saber de otra película que se anime al mundo Ballard. Se trata de High-Rise, se basa en la novela de 1975, y la dirige el inglés Ben Wheatley (Kill List, Turistas). Se pudo ver en el Festival de Cine de Mar del Plata el año pasado, ahora disponible en DVD y Blu-ray. Si en Crash los automóviles eran el sopor erótico difícil de resistir, ahora es el turno del edificio descomunal, cerrado y replicado. Todos ellos, insertos en la periferia de una ciudad de futuro reciente, o ya sucedido.
Esta sensación se acentúa desde la misma puesta en escena, al elegir su ambientación de manera cercana a la década del '70. El caso del libro, dado su contexto tecnológico, podía vislumbrar un porvenir raro. La película, con el tiempo ya sucedido, se decide por un estancamiento temporal, en donde no hay participación de la tecnología digital. Y logra un espejismo extraño: los rasgos de comportamiento de estos vecinos del siglo pasado no son ajenos a los tiempos que corren.
El ingreso al rascacielos viene de la mano del doctor Laing (Tom Hiddleston), alguien que serrucha cabezas para el aprendizaje médico de sus pupilos. El edificio pasará a ser su morada material, de humanidad análoga. Primero estará desnudo. Luego se cubrirá con su traje. Después será la misma pintura de un color indeciso la que se le adhiera.
En otras palabras, entre los pasillos y cables y puertas se producirá, paulatinamente, la antropomorfización. El inicio del film, de hecho, es el de una falsa barbarie. Falsa porque las paredes y cuerpos ensangrentados y sucios no hacen más que comunicar la fusión última. Que algunos de los cuerpos estén muertos, no hace diferencia. Por eso, High-Rise comienza desde el final, con la acción simbionte ya ocurrida.
El racconto permitirá asistir al espectáculo supuesto por este acto de fusión tecnológico y humano. Laing llega a este edificio porque tiene trabajo y un salario que se lo permite. La sucesión eslabonada premia con esta posibilidad, la de arribar a la tierra prometida. El edificio, de últimos pisos casi superpuestos, escalonados, guarda dentro un hormiguero que actúa en función de sus lugares sociales. La altura ocupada por cada uno será en función de tales premisas. En este sentido, las referencias ya aportadas por Metrópolis (1927) de Fritz Lang, y Blade Runner (1982) de Ridley Scott, se cruzan con otros matices, como los que anidan en El ángel exterminador (1962) de Luis Buñuel, y La terraza (1963) de Leopoldo Torre Nilsson. En estas dos, la imposibilidad de salir podía pensarse como consecuencia de un truco o de un gusto demente.
Pero High-Rise apunta a otro nivel. Tiene que ver con un malestar de época trastocada, de moral sanguinaria y sexual. Está más cercana al planteo de Crash, de Cronenberg, pero sin lograr tocar ese pozo sin fondo que en el canadiense es sello propio. Acá hay algo parecido, pero no por ello menos perturbador. High-Rise responde al espíritu zombi de las películas y series actuales, en donde grupos numerosos reiteran acciones premeditadas, de manera inconsciente, sin atención a esa muerte con la que se carga pero se elige ignorar.
De manera inevitable, el mismo edificio se manifestará con actos "fallidos". Al dejar entrever que no todo es perfecto, que las anomalías están y suceden a partir del botón que no funciona pero acciona la decadencia paulatina. Royal (Jeremy Irons), el arquitecto que vive y reina en el último piso -como en Metrópolis y Blade Runner-, procurará sostener lo que está por desmoronarse. Laing y Royal, médico y arquitecto. Dentro de un intestino que se revuelve y reorganiza para subsistir.
Alrededor de esta efigie hay otras, en construcción. Más allá, se percibe la ciudad. ¿Cómo será ese "afuera"? ¿Habrá un afuera? No está claro. Hacia allí es donde se dirigen quienes trabajan. Pero en algún momento no lo harán más. Cerrados y encerrados. Con todos los placeres a disposición. Con toda la podredumbre pronta a hacerles sucumbir. Para que el nuevo hombre, la nueva mujer, finalmente emerjan. A la par de tantos deseos oscuros que revoques, adornos y tecnologías encantadoras, intentan en vano disimular.
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