Mar 06.03.2007
rosario

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La Pasión según San Pedro

› Por María Masseroni *

Todavía estoy viendo la cara de asombro y desesperación de aquel hombre cuando le dije que tenía que irme. El pobre estaba ahí, en la cama, mirando devastado el enhiesto estandarte de su entrepierna, mientras yo serenamente, juntaba mi ropa. Estaba agitada y húmeda, mi piel desprendía un fuerte olor que me rodeaba como una nube densa y palpable; mi cuerpo ﷓ replegado sobre sí mismo ﷓ era un manojo de materia temblorosa y confusa. Y sin embargo me vestí, le dije estuvo bien gracias, y salí a la calle. Sentada en un banco de plaza, mientras recuperaba el ritmo normal de mi corazón, traté de entender qué había pasado. En unos minutos, como en una revelación, vi claramente lo que había hecho y lo que tenía que hacer.

Ese mismo día, varias horas más tarde, decidí que aquel primer logro había sido un golpe de suerte. El hombre y yo en ese lugar, mi inesperada reacción, el pasmo de mi ocasional amante que me dejó en libertad; todo eso tuvo más que ver con el azar o la intuición o tal vez ﷓ lo pienso ahora ﷓ con una vieja decisión que no podía terminar de parir y que nació esa tarde, entre las cuatro paredes indiferentes de esa habitación de hotel.

En los días que siguieron me dediqué escuchar atentamente a mi cuerpo. Cada exigencia, cada vacío, cada reacción. ¿Qué esperaba, qué quería? Le hice entender que sin mí no era más que un montón de tejidos y órganos, apenas la química ingeniosa de un laboratorio móvil. Empecé a evaluar la tiranía de sus demandas, a postergar la urgencia infantil de sus humores, a ignorar sus despiadados pedidos de atención. Le dejé en claro que era yo quien decidía qué le daba, cuándo se lo daba y de qué manera le administraba sus dosis de alimento, dolor o placer. Se volvió dócil. Después de algún tiempo, pude domesticarlo y conseguí acostumbrarlo a transitar conmigo una convivencia anodina y silenciosa, como la de esas parejas que llevan juntas demasiado tiempo. Nos volvimos eficientes, un buen equipo.

Empezamos a buscar amantes ocasionales. Propuse ﷓ y mi cuerpo consintió ﷓ huir de los románticos y los tolerantes, de los complacientes y los compresivos; rechazamos intelectuales y previsibles enamoradizos. Estuvimos de acuerdo: nos concentraríamos en encontrar simples machos que quisieran desahogarse rápido y fácil. Cuando dábamos con el ejemplar empezábamos nuestro ritual: el corazón acelerado, las caricias impacientes, la ansiedad apenas contenida. Pero nos retirábamos siempre a tiempo, temblorosos, el sexo abierto y fulgurante; detrás, sobre cualquier cama, dejábamos una inútil espada sin envainar.

Era una afición riesgosa. Algunos se negaban a colaborar, sus cuerpos eran dictadores que les ordenaban una satisfacción obvia y ellos aceptaban sin pensarlo. En realidad no comprendían que les ofrecíamos poder y belleza.

Nos perfeccionamos. A veces les permitíamos que avanzaran, pero les dejábamos penetrar una vagina tan educada y lejana como una dama victoriana. Mi dama victoriana soportaba las estocadas, mientras mi cuerpo y yo, poníamos en marcha el mecanismo que nos permitía dormir o pensar.

Entonces, cuando menos lo esperábamos, pasó.

De alguna manera lo supe desde el principio, apenas vi al elegido. Le dije no, éste no, busquemos otro, pero mi cuerpo insistió y yo, confiada en su lealtad acepté. Me dejé engañar. Todavía pienso si su traición fue deliberada o si él también creyó que podríamos con aquel hombre.

Lo vimos en un bar una tarde de primavera. Hablamos dos largas horas (yo debí vislumbrar el peligro en esas palabras) y fuimos a su casa. Se abalanzó apenas cruzamos la puerta, deshaciéndose de su ropa y la nuestra en el exacto tiempo soportable. Su cuerpo desnudo avanzó y entonces lo sentí (lo sentimos): el olor dulce y sus dientes, los dedos como pinzas, su boca como mil bocas, los golpes súbitos y acompasados bajando desde las entrañas y dentro mío algo creciendo, un alien desconocido y atroz, pugnando por salir. Después las garras en la espalda aferrándose al borde de un abismo al que se desea caer, la descarga, la parálisis, el silencio.

Y ya nada fue igual.

Buscamos otros hombres para comprobar que seguíamos siendo los mismos, los de antes, pero no pudimos. Yo ya no confiaba en mi cuerpo, esperaba una nueva traición a cada momento. Confirmé mis miedos la noche que salió a buscarlo: lo sorprendí rondando el bar donde lo elegimos por primera vez, sentí como añoraba sus manos, su boca, su olor.

Desde entonces mi cuerpo manda. En las caras de asombro y desesperación de los hombres puedo ver hasta que extremos me está haciendo llegar.

* "Si alguna vez escribo un libro, este será el título. Por ahora, apenas son unas cuantas palabras sueltas, fragmentos aislados, espacios en blanco, intenciones", escribió alguna vez María Maseroni, quien hoy (6 de marzo) hubiera cumplido 42 años. Era comunicadora social, fue redactora de varias publicaciones locales y colaboradora de Rosario/12 en más de una oportunidad. Trabajó para el Museo de la Memoria, la Oficina de Derechos humanos, la Secretaría de Cultura de la Municipalidad y la asociación CHICOS. Escribió guiones de teatro y dirigió el Planeamiento Estratégico de una importante agencia de Publicidad. Dicen, quienes la conocían, que tenía una extrema sensibilidad, era una ferviente defensora de las diferencias ajenas, verdadera luchadora y apasionada por la vida. He aquí uno de sus textos -"Doble de Cuerpo"-, para homenajear a esta mujer que nació en San Pedro y falleció en Rosario una diluvial mañana de diciembre de 2006, atropellada por un conductor nefasto e irresponsable.

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