CARTELERA
› Por Gustavo Boschetti
De regreso, giró el volante y el auto pareció reconocer el camino. Esta vez sólo había ido de visita, pero recordó cuántas veces había transitado aquella ruta. Y aunque el escenario parecía transformado, sólo había cambiado la perspectiva. Sí, todo es relativo, hasta la manera en que miramos. Un velo de niebla viscosa hacía la noche desolada hasta el hastío. Cerca de las diez y treinta, pasó frente al paredón que algún loco había decorado años atrás, pintando el rostro de Lennon en un mural exagerado. Se sintió hasta el cuello de recuerdos, aunque sin melancolía, porque jamás dejaría de reconocerse en ese páramo semiurbano. Un haberse ido nunca, un destino circular, más allá de su reciente exilio a la gran ciudad.
Diez y cuarenta de la noche. Ni un alma, el desamparo de la niebla, las luces mezquinas, los barrios a oscuras, el aroma inconfundible del cereal putrefacto, ya familiar e insignificante para los que transitan la ruta. Mientras su pueblo se alejaba a sus espaldas, miró por unos segundos el asiento del acompañante. Un celular, indolente y gélido, que minutos antes había abandonado sobre el tapizado, guiñaba una lucecita verde que latía sin fe. El rostro se le llenó de sombras. Detestó con el alma la pequeña antena a medio levantar, la cobertura plateada y ordinaria, el nombre que el fabricante había estampado en su frente. Maldito teléfono.
Quitó la presión del pie izquierdo sobre uno de los pedales y mantuvo la velocidad constante. Intentó pensar en otra cosa, pero un nuevo golpe lo sacudió por dentro. Vamos se dijo qué diablos pasa. Miró el reloj y volvió a mirar el celular. Y de repente comprendió, supo qué música ansiaba escuchar, que era imposible encontrar en la radio, o en los sonidos de la calle, porque sólo había estado deseando que ese estúpido aparato le devolviera el sonido de una voz.
La luz verde pintaba lánguidos chispazos en el techo de cuerina. Entonces decidió analizar algunos temas cotidianos. En un juego que practicaba a menudo, ordenó sus ideas como si se tratara de piezas sobre un tablero de ajedrez. Poco a poco fue disponiéndolas sobre los cuadros imaginarios, de a una, en un orden obsesivo y celoso. Las cuestiones del trabajo, el presupuesto del mes, los pormenores de la feroz batalla judicial que mantenía con su ex esposa. Movía las piezas con racionalidad furiosa, tomándolas de a una, rumiándolas y haciéndolas a un lado cuando era el turno de la siguiente. Así lo hizo varios minutos. Pero de repente sintió el espacio llenarse de una sola presencia. Alguien se negaba a formar parte de aquel juego del método y el análisis, simplemente arremetía, hacía volar en pedazos el tablero imaginario, lo ocupaba todo, se apoderaba de todo.
Otra vez pensaba en ella.
Antes de entrar a la gran ciudad, pasó frente al Hospital del último pueblo. Encendió un cigarrillo, y el humo se mezcló con un perfume de flores que perduraba de la tarde. ¿Esa había sido la causa del repentino recuerdo de su cara, de su voz? Tomó la costanera y reparó en el río, que se mostró a su izquierda, bajo un manto de oscuridad incierta. Pero fue en vano, tampoco logró distraerse con los buques encendidos que rompían ese negro acicalado de la noche. Y volvió la vista a sí mismo. ¿Por qué tenía tanto miedo? Quizá la soledad y la culpa lo habían arrojado a ese mundo de sombras, y ahí estaba ahora, hablándole a ella, desde su infierno silencioso. Si todo fuese más fácil se dijo si pudiésemos aceptar que así están las cosas. Le pareció verla allí mismo, recostada sobre el asiento contiguo, con su mirada tierna de nariz arrugada, preguntando "¿nos veremos mañana?". Y él, ofreciendo la respuesta de siempre, casi obligada, que por incierta dolía en el alma: "Está en nuestras manos, siempre estará en nuestras manos". Se vio hundiendo los dedos en su cabello espeso, apartando los mechones de su cara para perderse en aquellos ojos que alguna vez, prometió serían protagonistas de un cuento. Recordó el paraíso de canela en sus mejillas, su aliento de azúcar tibia, el hechizo de sus brazos cuando le rodeaban el cuello. Cerca de las once y quince, cruzó la última bocacalle y detuvo el automóvil. El teléfono estaba totalmente descargado, y ya no había tiempo de que cierto número se le marcara en los dedos. Pero supo que volvería a llamarla por la tarde, sin excusas, sólo por preguntarle del Colegio, de sus juegos, de su mundo sencillo y prodigioso, mundo al cual siempre iría de visita. "¿Nos veremos mañana?". Decirle que cada vez que la dejaba se sentía morir un poco, que sin ella cada noche era una ruta baldía. Que muchas cosas no podía explicarlas. Que no podía siquiera consigo mismo. Que estos cuarenta y cinco minutos de viaje, habían sido testigos. Cerró el garage. Subió al dormitorio. ¿Está en nuestras manos? pensó antes de dormir. Y sonrió.
*(Publicada En Pedazos, Ediciones Ciudad Gótica, 2007)
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