CONTRATAPA
› Por Sonia Catela *
En mi trabajo como psíquica para la policía de Villa Ceres, he resuelto casos álgidos. Por citar algunos, la sospechosa seguidilla de repeticiones en el bingo local, números cargados no se sabía con qué perfidia (hasta que descifré, en una visión, al electricista tenaza en manos.) o las cartas del más allá que revelaban secretos enterrados hasta el cogote de sus víctimas, pero que en realidad provenían del más acá (un cartero jubilado y revanchista) o cuando, en su capilla, apareció San Jorge de atuendo transformado, gracias a pintura indeleble, en bandera, camiseta y vincha de Unión de Santa Fe venciendo a un dragón colonista, y los feligreses partidarios de Colón amenazaron vendetta si no se reparaba el hecho vistiendo al santo con sus colores al menos por un día; la sangre llegaba al río, ya detenidas las cúpulas de la hinchada sabalera local ululando inocencia, y cada cabecilla sacando el as de su coartada probatoria de ausencia en el hecho, lanzándose a navajazos las barras bravas unas sobre otras pero entreví al culpable a tiempo (aquel onanista solitario fanático del club pueblerino que cometió vendetta por considerar traición el enrolarse en tribus foráneas).
Sin embargo, nada como este irresoluble caso que he decidido aceptar. Roque apareció colgado de un pino de la plaza con el cartel colgado de su abdomen: "chau, Roque", y la rúbrica burlona: "No firmo", mensaje armado con recortes de la revista La verdad, tan ceresina como la estatua plástica de la diosa que da la bienvenida a quien se anime a visitarnos. Puesto que en el ejido urbano y en la zona rural nadie se abstiene de comprar el hebdomadario, pista cero. Ramiro resultó la segunda víctima. Idéntico procedimiento, horca, árbol, nota. Luego el señor Tadeo.
Nos enfrentábamos a un asesino serial. Al aparecer Don Vicente en idénticas circunstancias, y dado que la Oficina de Investigaciones no arrimaba bocha, me convocaron y pedí un resumen de lo actuado antes de aceptar. Redadas. Contactos con Inteligencia provincial. Operativos a diestra y siniestra, detenciones al menor movimiento sospechoso. En el pueblo somos pocos y nos conocemos demasiado. ¿Entonces? Al salir de la comisaría, me zambullí en el dormitorio y me eché a dormir (once de la mañana). Descontaba la providencial ayuda de Sabina, quien solía aparecérseme en sueños y tirarme soluciones a los acertijos. Y ahí estaba mi querida abuela, pero poniendo cara ceñuda y advirtiendo: "No esperes ninguna colaboración de mi parte para encontrar al homicida de esos meones", "pero abuela, por qué los llamás así" protesté, y ella se esfumó como buena vasca testaruda que fue.
Los homicidios se repitieron con intervalos de una quincena. El coronel Almirón y Clarita la Striptisera engrosaron la nómina, y si bien en mi horizonte no aparecía revelación alguna, tampoco la había en el laboratorio del comisario por más refuerzos que recibiera desde altos círculos del poder. Tomé recaudos. Inciensé mi morada tres veces al día en lugar de una, dormí con los pies hacia el sur y los brazos en cruz, pronuncié las fórmulas secretas de las situaciones desesperadas, y sintiéndome al borde de la derrota consulté con colegas de antecedentes discretos. Nada. Hasta que las autoridades detuvieron al veterinario Rogelio Mahud basándose en la directa relación que mantenía con las víctimas. Mi instinto dictaminó "no", pero mi boca, desde el desaliento, concedió un "sí". "Cobarde" me espetó Mahud y supe de su inocencia. Callé. Quien vino a resolver el espinoso caso fue mi hijo, el insoportable y sabihondo sociólogo. Llegó a pasar el fin de semana, y al tanto de los corrillos del pueblo, socarronamente alardeó un consejo (a la misma mujer que lo parió): "Lean a Roger Darnton y encontrarán la solución: busquen a algún ex empleado de la Plomera Ruta 12. Es una cuestión de lucha de clases". Dijo. Parecía descabellado, inconexo. "Callate", me embronqué pero un escalofrío recorrió mi cuerpo. Repasando "La gran matanza de gatos" del autor traído a cuento por Miguel, las cosas cuadraban: Los asesinados, míninos favoritos, mascotas amadísimas de las esposas de varios socios de la Plomera Ruta 12. La empresa, tantas veces denunciada por haber contaminado canales de agua y acarrear impotencia sexual entre los propios trabajadores del plantel. Tantas veces absuelta por jueces sospechosamente generosos. Como sea. Nuestro asesino serial de gatos se descubrió cotejando antecedentes y allanando bibliotecas; se trataba de un tal Laspina, ex estudiante de cine y simpatizante de ya se sabe qué vetusto y rojo partido; Laspina guardaba el susodicho tomo en sus estantes, descontando nuestra incultura bibliográfica. Creo que musitó un "volveré, cuadrados". Los juristas estudian el cargo a imputarle para que el castigo sea ejemplar. Por el momento, ya lo han devuelto de San Cristóbal y anda por la avenida portando su famoso libro y firmando autógrafos. Al veterinario Mahud no hubo disculpas con que repararle el perjuicio profesional que él estima le hemos ocasionado, pese a que durmió tras las rejas sólo un par de días custodiado por confusos policías: "¿meter preso a alguien sólo por liquidar a unos insoportables meones?". Encabezo la lista de demandados por el doctor Mahud. Aunque el abogado me asegura que esto no se traducirá en reparaciones económicas a mi cargo ya que no se puede probar una vinculación que me ligue legalmente a la policía, nunca se sabe. ¿Y mi honor? Por el piso, cosa que le reclamo a Sabina, quien cuando se aparece en sueños me consuela: "vos sabés, querida, que yo aborrezco a esos gatos pishadores". Pero me parece que lo que jugó aquí para que ella tratara de encubrir al asesino serial tiene que ver más con su podrida ideología que con su asco por los gatos. ¿O no, abuelita?
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