CONTRATAPA
› Por Víctor Zenobi
Ciertos paisajes tienden a quedar desiertos y sin colores. Michelangelo Antonioni ha muerto. Ojalá pudiéramos convencernos de que subsiste o se ha extraviado en un fuera de campo, como Anna, la protagonista de La aventura. Aunque su idea brillante y obstinada de que quien desaparece de tal modo, se presentifica en una mirada ubicua, que nos persigue a cualquier parte, es dudoso que alguien afirme que Antonioni nos mira.
El recuerdo comporta una sensación extraña, no sólo por el enigma de nuestra memoria sino porque involucra al tiempo y a la cualidad irreversible de lo real, a la que no terminamos de acostumbrarnos: el fundamento imposible de lo que estuvo y ya no está. Algo de eso hay en la obra de Antonioni o de la vivencia estética que intenta intensificar. De allí la obsesividad geométrica de sus encuadres y el eclipse del rostro, incluso del personaje, para poder adentrarse en un espacio inconexo o vacío, espacio que ha sido afectado por múltiples razones; entre ellas, por los efectos de la guerra. Las ciudades destruidas y las zonas arrasadas tuvieron una marcada incidencia en el neorrealismo; probablemente no por lo que se ha dicho: "la necesidad de filmar en exteriores", que siempre fue parcial y en cierto punto irrelevante, sino porque demostró, en un mundo considerado evolucionado, hasta que punto la insensatez, la crueldad y la locura eran desconexiones extremas de la condición humana.
Por supuesto, la situación era propicia para que el mundo "cabalmente deshumanizado", fuera susceptible una vez más, de ser razonado y, en él, intrínsecamente, la imagen que se había vuelto todopoderosa, dejara paso a una cierta entropía, o una defección de las componentes tradicionales. Después de todo, la catástrofe de la guerra y sus efectos, se había montado sobre un esquema de la imagen de acción, que sería atenuada, incluso deconstruida, aunque no absuelta, no totalmente, de la primacía de la que había gozado. El mundo, lo que sobrevivía de él, necesitaba de otra imagen, al menos como un suplemento, un plus de realidad necesario para comprender lo que restaba y que, de muchos modos, seguía afectando a las relaciones al momento ineficientes, al borde de un colapso que promovía la desilusión de los grandes relatos.
Por tal efecto, las parejas de Antonioni, las de ese primer período tan conveniente al existencialismo de la época, terminan diluidas en el campo más extremo de lo engañoso, de lo pasajero, del vacío en el que incurren a fuerza de un tremendo desgaste. Giuliana, la protagonista de El desierto rojo dice: he estado enferma, sí...pero no debo pensar en ello, es decir, debo pensar que todo lo que me sucede es mi vida... y Vittoria, en El eclipse: Aquí todo es una gran esfuerzo, hasta el amor. La relación fílmica, al menos la que yo recuerdo, la que circulaba y que constituía un tópico entre los cinéfilos, pretendía que el tema se reducía a la imposibilidad de la comunicación. Antonioni señaló la paradoja de tal afirmación: si ese era su tema o lo que se había entendido, entonces él lo había comunicado. Por supuesto, lo había comunicado y aún más diríamos, para desbordar el marco retenido de tal exposición, también comunicaba la inutilidad de sentimientos arcaicos o de una moral mítica, que rechazaban las modificaciones de un mundo tecnificado. La neurosis inutilizaba aquello que se tiene, digamos, al alcance de las manos; una simpleza que no basta en un mundo atiborrado de variables, donde las pulsiones y el campo o los bordes en donde se nutre, rodean al sujeto en un montaje de vicisitudes que lo agobian y lo hacen susceptible de una extrema dramatización:"¿Qué tiene el amor que nos deja tan gastados?" Antonioni diseccionaba el cuerpo de los sentimientos: y lo hacía, predominantemente a través de sus personajes femeninos, destacando el contexto y los extractos sociales. Por supuesto, es difícil, si no imposible, que un hombre se sustraiga a su época; en buena medida somos lo que el mundo y nuestro medio posibilitan; Antonioni refleja con acierto nuestros dilemas y conflictos, pero paradójicamente, la virtud de sus aciertos impide muchas veces atisbar más allá de la problemática que plantea, lo específicamente concerniente al cine, la formalización de su estilo y la propuesta ineludible de todo lo que a él concierne y que, en su caso, es difícil de analizar.
Por de pronto, una indagación acerca del mismo comporta antes que nada el hecho, casi siempre eludido de tan notorio, de que a partir del cine la percepción de nuestro mundo cambió. Las coordenadas del siglo XIX con todos sus adelantos y su revolución industrial, con todos los cambios de conceptos que trajo aparejado, promovió las incidencias que surgían, al proyectar multiplicidad de fantasmas sobre una pantalla. La imagen y la voz, solo son o fueron algunos de ellos. Los antiguos mitos se hacían realidad; ahora, no pensamos en el Golem o en Icaro como una imposible proyección de lo imaginario. Metrópolis ya nos resulta antigua, Blade Runner está cada vez más cerca. Vivimos en un tiempo y un espacio cuyas concepciones estamos cambiando; el tiempo y el espacio, nuestra concepción de ellos, que tanto inciden en la realización de un film. Ni uno ni otro son percibidos de la misma manera, aunque se integren en un mismo movimiento. Por ejemplo, el neorrealismo incurre en grandes errancias, en trayectos dispersos que, en Antonioni, se prolongan en circuitos virtuales y en parejas que desorientan sus miradas en falsos racord y que, para colmo, recogen el plus de realidad que les otorga un tiempo muerto o un tiempo pasado, que incide casi a un nivel de retorno o de reiteración donde duplican un proyecto que antes ocurrió, pero del cual no llegaremos a saber si fue accidental o premeditado, inevitable o consentido. Es el caso de Crónica de un amor donde el tiempo fluye, (hay uno de los planos secuencias más bellos de Antonioni), en una divergencia pasado o futuro." ¿Cuál es el tiempo convencional del cine? Quizás el pasado y el futuro, pero muy rara vez el presente; sólo en medio de la sucesión profesional de los gestos de un desvalijador se ha entrevisto oscilar el presente, pero en formas decididamente emblemática" De hecho, algo ocurre, probablemente del carácter del acontecimiento que comporta siempre lo que acaba de suceder, lo que va a suceder, pero no lo que sucede. Eso es lo que ocurre en la estrategia del montaje, paradojalmente por el corte y la separación, que deben ser cuando menos disimulados. En los filmes de Antonioni la ontología del tiempo oscila en flujos que no admiten figuras de la separación y en cortes deliberados hacia un falso racord, (tal vez indirecto derivado de Eisenstein y sus famosos retrocesos) que sin embargo ayudan al flujo continuo de virtualidad. Al respecto, es necesario aclarar que el plano, no es solo una sección espacial que se mide en relación al cuerpo, como neta herencia de la estética griega, que lo asimilaba a la perfección de los dioses. No, el plano es el tiempo, es la imagen móvil del tiempo, que modula y atraviesa los objetos cercándolos en la acechanza del plano virtual, dentro o fuera del campo. El fuera de campo, que en este cine tiene una preeminencia y un alcance pocas veces visto. Así como un libro es extensión de nuestra memoria y de nuestra imaginación, una cámara es una extensión de nuestra mirada, ya que capta lo que ningún ojo captaría, la cámara y los instrumentos ópticos, por supuesto. Blow Up es una prueba de ello; tenemos una pareja primordial, una pareja originaria que parece deslizarse por el deseo en una mañana de verano, en un parque; el fotógrafo de un libro documental sobre el Londres de la época (Antonioni fue documentalista), toma fotos guiado por el azar; la mujer sorprendida al verlo no quiere ser fotografiada y llega a extremos sospechosos para que este no revele las fotos que tomó. Todo ese recelo propio de una amante, hace que el fotógrafo disponga las fotografías en una suerte de secuencia, de sintagma si se quiere, en donde las coordenadas revelan algo que no había sido advertido, que no podría haber sido advertido por la mirada habitual. Algo no corresponde a las simetrías de lo real. El fotógrafo apela al blow up, (agigantamiento de la toma) y descubre, en un fondo indiferenciado de naturaleza, un revolver apuntando a la pareja. La consecuencia inmediata es obvia, el platonismo es pertinente. La realidad no es solo sensible sino inteligible, "El tiempo es la imagen móvil de la eternidad" Platón lo ha dicho, ¿prefigurando el montaje, que en parte es traslación de la idea al movimiento y al tiempo?, sin duda que no, tal vez trataba de superar en una unificación ideal, los obstáculos de la escisión que originaba. La desgracia es que aquí se distinguen o confunden dos aspectos porque el tiempo se interioriza en los personajes doblegándolos en un tiempo parasitario o tensionándolos en un tiempo extremo, siempre tirando del pasado y del futuro y esquivando el presente, que es pura virtualidad. Para muestra tenemos nuevamente a Tomás, el fotógrafo, que ha creído evitar un crimen, pero al mirar de vuelta las fotografías, que arrancó del contexto real, recomponiéndolas de otra manera, advierte una mancha blanca "ya" casi atomizada, que se alarga sobre el piso, en la profundidad de campo de su fotografía. Tomás vuelve al lugar en el parque; es de noche y nadie hay de testigo. Todavía yace el cadáver del hombre que acompañaba a la mujer. Después de una sucesión de escenas, donde Tomás se desconecta en actos habituales de su banalidad cotidiana (todos los personajes de Antonioni incurren en ese procedimiento) retoma el acontecimiento y decide compartirlo, pero ya es tarde. El cadáver y sus fotos han desaparecido. El lugar está vacío. El drama de lo visto afecta la coordinación, no sólo de su proceder sino de sus intenciones, conflictuando la relación objetivo subjetivo. ¿Qué le queda al fotógrafo? ¿Qué nos queda a nosotros, los espectadores? Del crimen solo lo acontecido porque los motivos están en el fuera de campo, la historia del asesinato y sus causas nos están vedadas; sólo asistimos a las consecuencias, al efecto que atraviesa a Tomás. Un personaje que se ausenta de sí mismo y que desaparece en un espacio vacío, espacio desconectado e imposible por la acechanza de la muerte, que no deja huellas, borradas en la entropía inaprensible de un tiempo relleno de vaciedad.
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