CONTRATAPA
› Por Jorge Isaías
La historia la oí muchas veces de muy niño y a esta hora no sé cuándo sucedió y si yo ya estaba sobre el mundo, pero como no fui testigo directo, da lo mismo.
Prescindo entonces de precisiones que no vienen al caso y relato la historia que era constantemente referida por mi madre a mis tías y a sus amigas y aún a sus vecinas cuando "pasaban un ratito" a tomar mate. En estas ocasiones la escena era la siguiente: mi madre con lágrimas en los ojos y voz contenida y baja, ya que la tragedia la tocaba muy de cerca pues era amiga de la familia y hasta habían sido vecinas en la adolescencia, cuando ella con sus hermanos y mi abuela habían arrendado el campo de don Paco Aguilar, relataba.
Esto que paso a contar es lo que siempre le oí a mi madre, pero casi sin variantes era lo que se decía por el pueblo y lo que repiten los memoriosos y aún los más jóvenes que están muy lejos del teatro de los acontecimientos, por razones más que obvias.
No voy a decir sus nombres porque ya pasó mucho tiempo, tanto que la vida a veces tiende a borrar el pasado, pero como en este caso se encontraron esos hechos conmigo, no quiero dejar de testimoniar aquello que me afectó tanto y tan profundamente por años.
El matrimonio ya algo mayor había tenido cinco hijos, tres mujeres y dos varones, menores estos últimos. Las mujeres se habían casado y vivían en el pueblo, los varones realizaban las duras tareas rurales de entonces, y eran solteros.
Eran los típicos inmigrantes, habitantes de la misma aldea, habían venido con sus padres y hermanos, y como sus padres se conocían habían llegado con otros cruzando el mar hasta recalar en el pueblo porque aquí había paisanos y como todo era tan natural , lo más natural fue que ellos se casaran.
Trabajaron de sol a sol como se usaba entonces, primero en un campito arrendado, que luego compraron, desmalezando, destripando terrones, sembrando, carpiendo y cosechando. Cuando los hijos crecieron un poco ya pudieron ayudarlos y el trabajo fue un poco más aliviado.
Todos coinciden en que era la chacra más primorosamente trabajada de toda la colonia, que la dueña de casa tenía una quinta famosa por sus pimientos rojos y que las azaleas de su jardín no tenían rivales en toda la zona.
También tenían un extenso monte de frutales bien cuidado. No había chacra en aquel tiempo en que estas tres cosas faltaran. Lo que puedo resaltar es que esta familia ponía más celo que otros en su tarea, por lo que cuentan.
Y ahora ingreso al núcleo de mi relato.
Todo marchó muy bien, aunque con mucho sacrificio como se usaba en aquel tiempo, hasta que una enfermedad terminal lo alcanzó al hombre. Paralelamente su mujer empezó a perder la vista y estaba casi ciega.
Es imposible imaginar qué pasa por la cabeza de un hombre cuando está decidido a cometer una tragedia. Uno puede comprender borrosamente que un hombre puede matar bajo emoción violenta, pero menos entender (porque a la razón le resulta esquiva) cuando esa acción fue minuciosamente pensada hasta el último detalle. Y menos aún que el hombre ya grande, sintiéndose viejo, lo hizo según testimonios por el inmenso amor que le tenía a su mujer y que se lo había demostrado en todos los años duros que habían compartido.
Y bien, un día que tal vez fue septiembre, luminoso, alto, con el olor penetrante de las arvejillas que ella amorosamente había sembrado al frente de la casa y que trepaban por una cañas de India que había clavado para ello y del color rojisimo de los malvones que crecían orondos en las macetas, muy cerca y siendo ya media mañana, el hombre cumplió con el ritual de los días espléndidos. Sacó una silla al patio de tierra, la acompañó llevándola del brazo, se buscó una silla para él y luego sacó la pava, el mate y los enseres para la cebadura. Sólo que esta vez él volvió a entrar a la casa y salió con la escopeta de dos caños que usaba para matar liebres y la apoyó en la pared.
¿Qué te olvidaste?, le preguntó ella.
Nada, contestó lacónico.
Ya había alejado de la casa a sus hijos. Al mayor lo mandó al pueblo a comprar un repuesto para una máquina y al menor le ordenó volver al campo para repasar con las rastras una tierra arada que reservaba para sembrar alfalfa.
Armó con suma paciencia un cigarrillo y mientras mateaban, el hombre le habló a la mujer con suma dulzura. Pero nadie sabe las palabras que usó para convencerla de su decisión ya que esta era una decisión muy importante y como todas las decisiones importantes las habían compartido, él le habló.
Le habrá hablado de la aldea en que habían nacido, del viaje en el barco, de los tiempos en que crecieron, vecinos en las chacras que los padres de ambos arrendaban, de cuando él había decidido pedirla en matrimonio. De los hijos y de los sacrificios que habían hecho los dos para criarlos y hacerlos personas de bien, como no era de otra forma en los inmigrantes de entonces.
Pero habían llegado a viejos y él estaba muy enfermo y ella estaba ciega. Tal vez le hablara del sufrimiento que ella padecería cuando él no pudiera cuidarla y ella fuera una carga para sus hijos.
Ella lo escuchó en silencio y es probable que haya aceptado sus razones, que haya comprendido que no lo llevaba la sinrazón sino una meditada manera de no sentirse trastos inútiles luego de pelearle tanto a la vida. Era, esto lo digo yo, hasta una razón de higiene o de ética.
Es probable también que cuando él dejó de hablar, habrá mirado ese campo que tanto había amado y que pronto dejaría.
Entonces metió los dos cartuchos en la recámara, le apuntó casi al bulto, y apretó al gatillo.
Ella cayó hacia atrás con todo el pecho lleno de sangre.
Al instante, sin constatar si la había matado, se sacó una alpargata, se puso el caño de la escopeta en la boca y así, sentado, accionó con el dedo gordo del pie el gatillo y disparó.
El murió en el acto. Ella sobrevivió casi dos días y pudo declarar muy detalladamente ante la policía y el juez.
Todos los datos que dio coincidían con los relatos de los hijos.
"Como si se hubieran puesto de acuerdo", siempre repetía mi madre.
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